Ciudades perdidas | Antonio Muñoz Molina

Ciudades perdidas | Antonio Muñoz Molina

Publicado el viernes, 6 de junio del 2014, en EL PAIS

La ciudad, a pesar de ser un organismo formidable, puede desmoronarse con facilidadPublicado el viernes, 6 de junio del 2014, en EL PAIS

La ciudad, a pesar de ser un organismo formidable, puede desmoronarse con facilidad

Hace unos cuantos años, una tarde de domingo, a principios de verano, tuve la sensación de caminar entre los monumentos en ruinas de una civilización abolida. Era una sensación futurista, porque esa civilización no era la de los antiguos mayas, o la de los babilonios y sus ciudades de adobe desmoronadas en el desierto. La civilización a la que pertenecían aquellos monumentos abandonados que yo visitaba en el downtown de Los Ángeles era la mía: la de las calles con aceras anchas por las que camina mucha gente y los escaparates que miran los que pasan, la del transporte público, la de la vida mezclada y compacta, en la que se cruzan los placeres y las obligaciones, y en la que nadie puede ignorar la existencia de los otros ni dejar de confrontarse con el hecho asombroso y aleccionador de la variedad de los caracteres y las inclinaciones humanas. Llevábamos dos o tres días en Los Ángeles, y la parte más sustancial de nuestro tiempo la habíamos dedicado a ir en coche: a recorrer autopistas de cinco carriles en cada sentido permanentemente atascadas; a subirnos a un coche y ponernos el cinturón de seguridad; a quitarnos el cinturón de seguridad después de un trayecto no muy largo para salir del coche y atravesar un aparcamiento y llegar a donde tuviéramos que ir; a recorrer en sentido contrario el mismo trayecto, la misma secuencia de tareas automovilísticas: aparcamiento, cinturón de seguridad, recorrido por una carretera, otro aparcamiento. Los barrios de la ciudad y las carreteras se disolvían en la misma secuencia poco a poco irreal, porque casi siempre la veíamos a distancia y desde el otro lado de una ventanilla, desde el interior hermético con aire acondicionado.

Al llegar al downtown, el equivalente aproximado de lo que en Europa sería el centro, sentimos el alivio del reconocimiento: una avenida con edificios altos, con pasos de peatones, hasta con quioscos, con escaparates de tiendas, con marquesinas de teatros y cines. Por una vez parecía que íbamos a dar un paseo, un paseo anacrónico, largo, sin propósito, curioseando, ejercitando al mismo tiempo la mirada y las piernas, torciendo la cabeza para admirar torreones y cornisas de los rascacielos art déco, quizás incluso sentándonos en una terraza a mirar un café viendo pasar a la gente.

Antiguallas. Los edificios eran poco más que pantallas que tapaban lo importante de verdad, las extensiones desoladas de aparcamientos en lo que habían sido las calles paralelas. Muchos de ellos estaban abandonados, y los otros eran bloques de oficinas, vacíos el día de fiesta. Las aceras tenían algo tan muerto como los escaparates de grandes tiendas quebradas. Pero donde más abrumaba la sensación de derrumbe era en las fachadas y en los vestíbulos de los cines gigantes abandonados hacía muchos años: las taquillas tapiadas, las marquesinas cayéndose, los fantasiosos letreros verticales reducidos a sus armazones metálicos.

En medio de las ruinas habían acampado aquí y allá nuevos ocupantes, como los que invadirían los palacios y los templos derruidos de una ciudad romana tras el final del Imperio. Los ocupantes eran mexicanos, centroamericanos, asiáticos, negros de África, que habían instalado bajo las antiguas bóvedas con alegorías y oros falsos, sobre las moquetas rozadas, tiendas enormes de ropa barata, mercadillos de cosas de segunda mano, de cosas de plástico, de disfraces y máscaras de superhéroes y de celebridades de la lucha libre mexicana. Entramos a la sala gigante de uno de aquellos cines, en la que todavía quedan los últimos tubos de un órgano casi desguazado y cortinones viejos de peluche granate, y todos los asientos en el graderío estaban ocupados por una multitud de gente diminuta, muy morena, trastornada de fervor evangélico. En el escenario, delante de la gran oquedad donde estuvo la pantalla, un predicador rezaba a gritos o formulaba conjuros sujetando un micrófono, bañado en sudor, recitando en español profecías apocalípticas. Los fieles, muchos de ellos indios de Centroamérica, alzaban los brazos en un éxtasis de convulsiones y de ojos cerrados, se ponían de pie o se arrodillaban sobre los viejos asientos de tapicería desventrada.

En lo que había sido en otro tiempo la sede de unos grandes almacenes había un prodigioso mercado popular, con puestos como los de un mercado de abastos español, con olores terrenales a especias y a comidas. Un mundo entero había desaparecido y entre sus ruinas empezada a pulular otro. Una ciudad entera, y con ella una idea de civilización, había sucumbido casi de la noche a la mañana a la hegemonía del coche y a la huida masiva de la clase media a las urbanizaciones periféricas, al auge de los centros comerciales gigantes y a la eliminación planificada del transporte público. Recién construidas las salas de cine mejor acondicionadas y más lujosas, las dejaba obsoletas la primacía masiva de la televisión.

Paseando hace unos días por el downtown de Memphis me he acordado de aquel viaje a Los Ángeles, y de esas imágenes que se ven de los grandes edificios públicos en ruinas y los barrios devastados de Detroit. Parece que una ciudad es un organismo formidable, pero resulta que puede desmoronarse con la misma facilidad con que la codicia humana mezclada a la tontería irresponsable puede arruinar un ecosistema que se mantuvo estable durante milenios. Una gran parte del corazón industrial y comercial de Memphis empezó a degradarse aceleradamente en los años sesenta. El final del tráfico ferroviario dejó inútiles edificios ingentes de estaciones y hoteles. La moda de los tejidos sintéticos y luego el algodón barato importado de Asia acabaron con la agricultura y la industria que habían sostenido a la ciudad durante más de un siglo. El asesinato de Martin Luther King y los disturbios raciales proyectaron sobre la ciudad una sombra que agravó la decadencia. Sin industria no había trabajos dignos para los pobres, ni comercios que pudieran mantener vivas las calles. En el viejo centro urbano no quedaban más que los que podían irse. La magnífica arquitectura industrial y comercial de las primeras décadas del siglo XX permaneció en pie como el escenario de una ciudad fantasma, poco a poco aniquilada por el tiempo, invadida por la vegetación selvática del Sur.

En Memphis hay cruces de avenidas muy anchas por las que uno puede caminar a mediodía sin ver ni una sola figura humana, sin oír siquiera el motor de un coche. Las luces de los semáforos que cuelgan oscilando de cables muy altos pueden cambiar unas cuantas veces seguidas para nadie. La escalinata de un hotel clausurado tiene los peldaños partidos por la fuerza de las ramas de una enredadera que ha trepado hasta cubrir también la puerta de entrada.

Pero cuando se explora más, cuando baja al atardecer el calor húmedo del Misisipi, se descubren lugares que han sobrevivido intactos a los años de la ruina y otros que van brotando aquí y allá, aprovechando el tejido sólido que no llegó a perderse: anticuarios que ocupan las tres o cuatro plantas de un edificio abandonado hasta hace muy poco, restaurantes populares que nunca cerraron, restaurantes nuevos, galerías, talleres donde la gente joven se busca la vida, tiendas aventureras que abren en un tramo de calle vacío. Una línea de tranvías restaura la racionalidad olvidada del transporte colectivo.

Foto: Al atardecer, en el calor húmedo del Misisipi se descubren lugares que han sobrevivido intactos a los años de la ruina. / JOHN VAN HASSELT / CORBIS

www.antoniomuñozmolina.es

Hace unos cuantos años, una tarde de domingo, a principios de verano, tuve la sensación de caminar entre los monumentos en ruinas de una civilización abolida. Era una sensación futurista, porque esa civilización no era la de los antiguos mayas, o la de los babilonios y sus ciudades de adobe desmoronadas en el desierto. La civilización a la que pertenecían aquellos monumentos abandonados que yo visitaba en el downtown de Los Ángeles era la mía: la de las calles con aceras anchas por las que camina mucha gente y los escaparates que miran los que pasan, la del transporte público, la de la vida mezclada y compacta, en la que se cruzan los placeres y las obligaciones, y en la que nadie puede ignorar la existencia de los otros ni dejar de confrontarse con el hecho asombroso y aleccionador de la variedad de los caracteres y las inclinaciones humanas. Llevábamos dos o tres días en Los Ángeles, y la parte más sustancial de nuestro tiempo la habíamos dedicado a ir en coche: a recorrer autopistas de cinco carriles en cada sentido permanentemente atascadas; a subirnos a un coche y ponernos el cinturón de seguridad; a quitarnos el cinturón de seguridad después de un trayecto no muy largo para salir del coche y atravesar un aparcamiento y llegar a donde tuviéramos que ir; a recorrer en sentido contrario el mismo trayecto, la misma secuencia de tareas automovilísticas: aparcamiento, cinturón de seguridad, recorrido por una carretera, otro aparcamiento. Los barrios de la ciudad y las carreteras se disolvían en la misma secuencia poco a poco irreal, porque casi siempre la veíamos a distancia y desde el otro lado de una ventanilla, desde el interior hermético con aire acondicionado.

Al llegar al downtown, el equivalente aproximado de lo que en Europa sería el centro, sentimos el alivio del reconocimiento: una avenida con edificios altos, con pasos de peatones, hasta con quioscos, con escaparates de tiendas, con marquesinas de teatros y cines. Por una vez parecía que íbamos a dar un paseo, un paseo anacrónico, largo, sin propósito, curioseando, ejercitando al mismo tiempo la mirada y las piernas, torciendo la cabeza para admirar torreones y cornisas de los rascacielos art déco, quizás incluso sentándonos en una terraza a mirar un café viendo pasar a la gente.

Antiguallas. Los edificios eran poco más que pantallas que tapaban lo importante de verdad, las extensiones desoladas de aparcamientos en lo que habían sido las calles paralelas. Muchos de ellos estaban abandonados, y los otros eran bloques de oficinas, vacíos el día de fiesta. Las aceras tenían algo tan muerto como los escaparates de grandes tiendas quebradas. Pero donde más abrumaba la sensación de derrumbe era en las fachadas y en los vestíbulos de los cines gigantes abandonados hacía muchos años: las taquillas tapiadas, las marquesinas cayéndose, los fantasiosos letreros verticales reducidos a sus armazones metálicos.

En medio de las ruinas habían acampado aquí y allá nuevos ocupantes, como los que invadirían los palacios y los templos derruidos de una ciudad romana tras el final del Imperio. Los ocupantes eran mexicanos, centroamericanos, asiáticos, negros de África, que habían instalado bajo las antiguas bóvedas con alegorías y oros falsos, sobre las moquetas rozadas, tiendas enormes de ropa barata, mercadillos de cosas de segunda mano, de cosas de plástico, de disfraces y máscaras de superhéroes y de celebridades de la lucha libre mexicana. Entramos a la sala gigante de uno de aquellos cines, en la que todavía quedan los últimos tubos de un órgano casi desguazado y cortinones viejos de peluche granate, y todos los asientos en el graderío estaban ocupados por una multitud de gente diminuta, muy morena, trastornada de fervor evangélico. En el escenario, delante de la gran oquedad donde estuvo la pantalla, un predicador rezaba a gritos o formulaba conjuros sujetando un micrófono, bañado en sudor, recitando en español profecías apocalípticas. Los fieles, muchos de ellos indios de Centroamérica, alzaban los brazos en un éxtasis de convulsiones y de ojos cerrados, se ponían de pie o se arrodillaban sobre los viejos asientos de tapicería desventrada.

En lo que había sido en otro tiempo la sede de unos grandes almacenes había un prodigioso mercado popular, con puestos como los de un mercado de abastos español, con olores terrenales a especias y a comidas. Un mundo entero había desaparecido y entre sus ruinas empezada a pulular otro. Una ciudad entera, y con ella una idea de civilización, había sucumbido casi de la noche a la mañana a la hegemonía del coche y a la huida masiva de la clase media a las urbanizaciones periféricas, al auge de los centros comerciales gigantes y a la eliminación planificada del transporte público. Recién construidas las salas de cine mejor acondicionadas y más lujosas, las dejaba obsoletas la primacía masiva de la televisión.

Paseando hace unos días por el downtown de Memphis me he acordado de aquel viaje a Los Ángeles, y de esas imágenes que se ven de los grandes edificios públicos en ruinas y los barrios devastados de Detroit. Parece que una ciudad es un organismo formidable, pero resulta que puede desmoronarse con la misma facilidad con que la codicia humana mezclada a la tontería irresponsable puede arruinar un ecosistema que se mantuvo estable durante milenios. Una gran parte del corazón industrial y comercial de Memphis empezó a degradarse aceleradamente en los años sesenta. El final del tráfico ferroviario dejó inútiles edificios ingentes de estaciones y hoteles. La moda de los tejidos sintéticos y luego el algodón barato importado de Asia acabaron con la agricultura y la industria que habían sostenido a la ciudad durante más de un siglo. El asesinato de Martin Luther King y los disturbios raciales proyectaron sobre la ciudad una sombra que agravó la decadencia. Sin industria no había trabajos dignos para los pobres, ni comercios que pudieran mantener vivas las calles. En el viejo centro urbano no quedaban más que los que podían irse. La magnífica arquitectura industrial y comercial de las primeras décadas del siglo XX permaneció en pie como el escenario de una ciudad fantasma, poco a poco aniquilada por el tiempo, invadida por la vegetación selvática del Sur.

En Memphis hay cruces de avenidas muy anchas por las que uno puede caminar a mediodía sin ver ni una sola figura humana, sin oír siquiera el motor de un coche. Las luces de los semáforos que cuelgan oscilando de cables muy altos pueden cambiar unas cuantas veces seguidas para nadie. La escalinata de un hotel clausurado tiene los peldaños partidos por la fuerza de las ramas de una enredadera que ha trepado hasta cubrir también la puerta de entrada.

Pero cuando se explora más, cuando baja al atardecer el calor húmedo del Misisipi, se descubren lugares que han sobrevivido intactos a los años de la ruina y otros que van brotando aquí y allá, aprovechando el tejido sólido que no llegó a perderse: anticuarios que ocupan las tres o cuatro plantas de un edificio abandonado hasta hace muy poco, restaurantes populares que nunca cerraron, restaurantes nuevos, galerías, talleres donde la gente joven se busca la vida, tiendas aventureras que abren en un tramo de calle vacío. Una línea de tranvías restaura la racionalidad olvidada del transporte colectivo.

 

Foto: Al atardecer, en el calor húmedo del Misisipi se descubren lugares que han sobrevivido intactos a los años de la ruina. / JOHN VAN HASSELT / CORBIS

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