ARQUITECTURES ESCRITES | OCTAVI MESTRE (AXA)

ARQUITECTURES ESCRITES | OCTAVI MESTRE (AXA)

LA FACHADA PRINCIPAL DE MI CASA DE TAMARIU

2010

Es ésta, quizás, la página más íntima, la más personal de todas cuantas componen este libro (1)….

Si todas las fachadas de la casa reflejan la inestabilidad de nuestro tiempo, en esa su factura asimétrica de los diversos huecos, la fachada principal muestra, si se me permite, una vocación de clara estabilidad, de tranquilidad, en la que impera la simetría… Toda la fachada es una única gran ventana que, descansando sobre un basamento oscuro que se retrasa, hace parecer que lo que está por encima flota (eso lo aprendimos de Sostres, analizando una vivienda en el Pirineo que, formalmente, nada tiene que ver con la nuestra. Pero ahí está el principio y citarlo es de ley). De esta manera, toda la fachada se disuelve en ese único gran hueco que se abre a la calle. El vano, de casi 30 metros cuadrados, necesita de tecnología de muro cortina, para aislar el interior de la intemperie. Pero necesita, también, de sus correspondientes particiones, no sólo por la obligatoriedad del despiece de los cristales para su fabricación, sino para su transporte y posterior colocación en obra. Eso que los franceses llaman la “mise en place”.

La referencia cultural de la fachada está clara: Tadao Ando en la Casa Kidosaki, en Tokyo, y Barragán, en su propia casa en Tacubaya, en el DF mexicano, no recurren a otro símbolo, con tantos años y tantos kilómetros de distancia, dejando patente que la cruz es símbolo universal, con independencia de la adscripción religiosa de quien la usa (la poesía es de quien la necesita, hace decir Skármeta al joven protagonista enamorado de “El cartero de Neruda”). Un hombre traza dos rayas y define un punto, mediante una cruz. De esa manera, Tàpies, el gran pintor catalán, alguien que no necesita presentación alguna, llena sus muros de cruces que no son sino símbolo de su propia identidad y de su presencia inmaterial, detrás de la materialidad de cada uno de sus lienzos.

En todo caso, a pesar de que una iglesia pueda ser un lugar ideal para escuchar conciertos de música sacra (y no tanto), un lugar de exposición de magnificas obras de arte (retablos, pintura y escultura), o un brillante ejemplo de arquitectura en sí misma, (no hay más que ver las magnificas catedrales góticas de las ciudades europeas o las capillas románicas, perdidas entre nuestras montañas) una iglesia es, sobre todo, y para quienes creemos, un lugar de culto… Y es durante el culto, que adquiere su máxima expresión, como el estadio de futbol se viste de gala para la gran final del campeonato.

Yo soy un hombre religioso, soy un hombre de fe. Y vivo una religión que me liga, que me “religa”, como su mismo nombre indica, no tanto a un pasado y a unas costumbres, sino que me impulsa y me nutre de cara a vivir el día a día y a encarar el futuro. Fui educado más en el amor de Dios que en temor de Dios y eso se nota. Y, al mismo tiempo que aprendí a beber la primera leche, aprendí a rezar (viril y fuerte como tu raza, tu canto vasco es rezar, dice un zorziko con el que me acunaba mi madre, mi amatxo maitea, que no se dice de otra forma en euskera). Y en la medida en la que me hago mayor (eso llega sólo con los años, que nos vamos poniendo viejos, que diría Pablo Milanés, no hay que hacer ningún esfuerzo), y disminuye mi tiempo en el que tendré que rendir cuentas, mi fe aumenta…  Y no tanto por las cuentas a dar (en verdad las damos a cada momento de nuestra vida), sino porque no hay otros principios que me ayuden tanto, no ya a entender y gozar la vida -que para eso hay muchas maneras que se me antojan atractivas-, sino a entender y aceptar mi propia muerte, mi propia finitud.

Y hoy, más que nunca, me parece importante poder legar estos principios a mis hijos. Más que legarles la casa que, también, heredarán. Porque la casa se la podrán quitar un día, podrán perderla, se podrá quemar o partirla un rayo, qué se yo, la vida es siempre tan complicada… De hecho, sin ir más lejos, yo vivo y trabajo en espacios que antes habitaron otros y ahora ocupo yo, con la conciencia del que está de paso. Pero la fe, como las raíces a las plantas, espero que les sigan nutriendo hasta que lleguen, a su vez, a la Casa del Padre, del que ésta, en Tamariu, me gustaría fuera metáfora. Y creo que está bien dar testimonio. Especialmente en estos momentos en el que lo habitual es, de paso, y aunque no venga a cuento, cagarse en la Iglesia. Podría haber escrito “Mane nobiscum, Dominus”, en la puerta de la casa… Señor, quédate con nosotros, que es lo que le dicen los discípulos de Emaús al Cristo resucitado, cuando se hace tarde, en vez de ese “es com estar en el bosc… que dijera mi hijo. Porque una casa que es una casa, es ante todo, refugio.

Hoy está de moda oponer la laicidad (símbolo de la concordia y entendimiento de los pueblos) a la religión dogmática (origen de todas las luchas y de las guerras más crueles de la historia). Y hay algo falso y malévolo en este axioma que nos venden los medios, de las televisiones a la prensa, hasta hacernos creer, de tanto repetirlo, que es verdad (a las pruebas me remito). “Peca tres veces y pensarás que es lícito” dice un proverbio judío… o “Difama que algo queda”…. rezan un refrán español. Olvidan que el respeto al otro, como valor supremo de la convivencia, es también un valor cristiano. Y la caridad, también (no caigamos en la falacia de que con la caridad pretendemos sustituir y perpetuar la falta de justicia social, porque, además de que nada sustituye a nada, también la justicia es un valor profundamente cristiano). No debemos olvidar que no hay más amor que dar la vida por el otro. Porque de dar la vida, trata, precisamente, la vida. Y quien no la da por algo o por alguien, acaba por perderla… ¿Dónde lo habré leído? Porque el hombre tiene tendencia a adorar, las más de las veces, simples becerros de oro. Y si es preferible la laicidad compartida a la fe excluyente, y más usada como arma arrojadiza entre los hombres, no me cabe ninguna duda que la espiritualidad está por encima de un mundo sin fe y sin esperanza. Bacía, yelmo, halo… ese es el orden Sancho.

Hoy, que la religión parece cosa de viejas, parece que uno tiene que hacerse perdonar el ser cristiano, siendo más de izquierdas que nadie, siendo el más listo de la clase, el más tolerante o el más abierto de mente… Y no sé porqué. La verdadera igualdad entre hombres y mujeres llegará, no cuando las mujeres inteligentes lleguen a ocupar cargos directivos de relevancia, sino cuando también los ocupen las estúpidas… Porque sólo así te toleran -y no siempre, ni todos- el don de la fe que recibieras. Porque a mucha gente le duele (le irrita, incluso más que le molesta, me atrevería a decir, porque se trata de irritación) que alguien que tiene 22.000 libros, que habla seis idiomas, “uno de los nuestros”, que ha viajado a casi un centenar de países, que da clases en un sinfín de universidades y que tiene una profunda inquietud por entender el mundo, desde la ciencia y desde las manifestaciones artísticas más diversas, sea, a la vez, un hombre de fe. Un hombre que se rinde ante el misterio y se postra ante Dios (si a las mujeres se nos mide con tacones -que dice mi hermana-, la verdadera estatura de las personas se nos mide cuando estamos de rodillas; como el árbol, que hay que medirlo una vez cortado, para comprobar su verdadera altura. Y les irrita, porque no encaja en sus cortas miras de hombres “de partido”, que uno haya querido ser un hombre “entero”, un hombre libre, en la mayor extensión y mejor definición de la palabra. Albert Einstein decía que “en el misterio están la cuna del arte y la ciencia verdaderos”. Y es, desde la adoración del misterio, que a mí la religión me ha ayudado siempre a dar una tercera dimensión al mundo, que me hace valorar las cosas en otra medida (sabiendo que el Reino no es de este mundo, sabiendo que estamos de paso, como decía antes). Sospecho que si me hiciera budista, como algún actor americano o actriz española de moda, se me perdonaría, más fácilmente, mi pecado.

Al respecto me atrevería a recomendar la lectura de la Balada de la Cárcel de Reading (la Epístola in carceris) de Oscar Wilde, reconocido libertino y genial escritor que, a la postre, acabó convirtiéndose a la fe cristiana o “La Hora Prima” de Erri de Luca, un magnífico libro sobre las Escrituras de un agnóstico (tal como él se define) con fe (tal como lo siento yo y sé que es). Cuando uno entiende que cuando Cristo habla de poner la otra mejilla no pide por tu enemigo sino por ti, porque no es bueno hacer anidar rencores en su corazón, uno ha dado un gran paso… Cuando entiende el verdadero significado de “no juzguéis y no seréis juzgados”, uno acierta a ver la multiplicidad de visiones…. Cuando uno oye al centurión, un hombre que no era ni siquiera judío, al centurión romano de las fuerzas de ocupación decir, “Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme”, uno aprende, definitivamente, y para siempre, que la fe es un regalo que a unos se nos ha dado (no a todos) y que, por eso, también tendremos que dar cuentas. Y así uno aprende a no tener miedos. A aguantar y ofrecer el sufrimiento. Y a dar gracias. Y a pedir perdón. Y a dar un nuevo sentido a las cosas. No dudo que haya, también, otros posibles… Al final todas las religiones acaban por ser ramas de un mismo árbol. Lo que no quiere decir que todas las ramas serán iguales.

Durante 10 años he impartido en la Universidad de Barcelona una asignatura que me inventé y que ha desaparecido conmigo para transformarse, espero, un día, en libro. Se llamaba “Arquitectura Islámica y Oriental”. Una asignatura que, huyendo de la mirada euro céntrica, buscaba entender la mirada del otro. Porque si un hombre es tantos hombres como lenguas habla, nada implica más respeto hacia alguien que aprender su propia lengua. Al margen de que, como me dijo un buen amigo árabe, quien no entienda una mirada nunca entenderá una larga explicación. Y el curso, que era un viaje, como la vida, a otros tantos países y rutas lo empezaba siempre con una lectura comparada de las religiones. Porque, sin entender los principios del Islam, difícilmente entenderás cómo funciona la tipología de las mezquitas, de la manera que, sin haber leído los Upanishads, te costará entender la proliferación de dioses con la que aún hoy conviven los hindúes.

He leído el Corán y la Torah, he leído las Analectas y los Principios del Zen… Mahoma, Buda y Confucio me interesan. A veces, incluso, me subyugan. Pero Cristo me compromete. Y he podido comprobar, con estupor, la poca -o nula- formación religiosa de una juventud que, sin embargo, me ha escuchado de manera apasionada ¡qué guay, cómo mola!, sin saber, sin llegar a adivinar siquiera, mi forma de pensar (nunca intenté hacer proselitismo alguno). Mi padre, que fue un gran profesor, catedrático de pedagogía, solía decirme que a un buen catedrático de economía no se le debía de notar si era de izquierdas o de derechas, si es que esa distinción todavía existe (y que no se me escandalice nadie que viva de ello). A algunos se les llena la boca, diciendo su adscripción política… a otros, además, el bolsillo (lo cual es evidentemente peor, mucho más grave). Nunca he militado en partido alguno y los he votado a casi todos (siempre con condiciones). Porque, si algo permite la democracia, es no tanto elegir a los políticos, como poderlos echar (no lo digo yo; lo dijo Nietzsche). No pertenezco, tampoco, a ningún grupo, subgrupo o secta de tipo religioso (carácter y condición obligan) porque entiendo que la fe responde a las convicciones más íntimas de la persona. Y en ese ámbito creo que debe de ser vivida. Al margen de que siempre he intentando buscar más las cosas que nos unen que las que nos separan. Viajando he aprendido que las comidas son variopintas, pero el hambre del hombre es universal…

En un momento del proyecto barajé la posibilidad de descomponer la fachada en un despiece mondrianesco, dos grandes cuadrados opuestos por el vértice, junto a dos elementos menores que, haciendo posible la apertura de éstos, permitiesen una mayor ventilación cruzada que, de hecho, tampoco necesitaba (conservo, todavía, esos primeros dibujos), además de facilitar la limpieza de los cristales desde fuera (un auténtico problema que tampoco lo es tanto). No es que no lo pensara, es que prioricé otras cosas… En arquitectura siempre estamos eligiendo, constantemente. Pero, al final, deseché esa modernidad, esa evidencia un tanto frívola, esa referencia, quizás demasiado directa, en favor de una solución que entendí más atemporal, más serena. Porque esta casa es para siempre…

Por eso la fachada de mi casa presenta esa cruz que es, a la vez, necesidad constructiva y símbolo. Para quien sepa y quiera verla… No volveré a hablar de este tema.

(1). Ese libro en el que este artículo iba incorporado, nunca lo publiqué… Publiqué otros, hasta la fecha 19, teniendo 3 más en preparación