Entrevista a Rafael Moneo | Llàtzer Moix

Entrevista a Rafael Moneo | Llàtzer Moix

Publicat el 13 de Desembre de 2013 a La Vanguardia – MAGAZINE

Rafael Moneo Vallés (Tudela, 1937) es el arquitecto español con más fama y galardones internacionales. Publicado el 13 de Diciembre de 2013 en La Vanguardia – MAGAZINE

Rafael Moneo Vallés (Tudela, 1937) es el arquitecto español con más fama y galardones internacionales. A los 76 años, sigue construyendo y enseñando. En Barcelona ha terminado su intervención en un hotel integrado en la muralla medieval y una torre de oficinas en l’Hospitalet. El año que viene acabará un museo para la colección de María José Huarte en la Universidad de Navarra. Antes de fin de año iniciará la construcción de un hotel en Málaga. En A Coruña se exhibe ahora la primera retrospectiva de sus trabajos… Cada primavera va y viene de Harvard, donde da clases desde hace unos 30 años. Y cada mes se reserva tres o cuatro días para acercarse a sus Bodegas y Viñedos La Mejorada, en tierras vallisoletanas, donde produce un vino muy rico. Desde su atalaya, Moneo reflexiona en esta entrevista sobre la profesión de arquitecto en el siglo XXI y sobre el futuro de los estudiantes que ahora inician la carrera de arquitectura, sabedores de que las perspectivas de trabajo son escasas. “No sugeriría a nadie que deje de estudiar arquitectura porque hay crisis”, afirma Moneo.

¿Cómo asume su condición de arquitecto español con mayor proyección global?

Los reconocimientos uno los recibe con gusto, pero también con la sensación de no estar trabajando para que lleguen. En ese aspecto, la recepción del premio Pritzker en 1996 supuso la liberación de la fantasía relativa a que un día me lo pudieran dar. Fue un alivio. Bueno, no un alivio, pero hizo que contemplase sin ansiedad un posible reconocimiento.

¿A qué obliga un premio como este?

Yo no diría que comporte responsabilidades. Uno tiene ya la responsabilidad contraída con uno mismo y con el deseo de hacer las cosas bien. Uno no sólo trabaja bien por lo que pueda representar para los demás, sino para darse a uno mismo la medida de lo que vale. Aunque luego no siempre se llega adonde querríamos llegar. Detrás de cada obra hay aspectos logrados y puntos de debilidad.

¿Qué le diría a un joven atraído por los estudios de arquitectura que duda sobre si cursarlos o no, dada la coyuntura económica e inmobiliaria?

Yo volvería a ser arquitecto si se me diese de nuevo a elegir. No me atrevería a sugerir a nadie que dejara de estudiar arquitectura porque hay crisis, por la coyuntura aciaga que atraviesa el sector de la construcción. Los aspectos valiosos de la profesión siguen vivos. Aunque no sé si eso es totalmente verdad con la nueva estructura profesional.

¿Sugiere que un joven estudiante ya no tendrá las posibilidades que tuvo usted?

¡Es que hasta ahora la arquitectura nos ha permitido estar tan atentos a tantas cosas! Empezando por lo que la propia educación como arquitecto supone: un modo de estar en el mundo atraído por esa pregunta constante sobre a qué deben su forma las cosas. Pero no. No me atrevería a decirle a un estudiante que duda que no fuese arquitecto, porque aun en estas malas circunstancias hay lugar para una arquitectura posible, quizás menos exuberante, conspicua o espectacular que la que hemos visto en los últimos años.

Buena noticia: hay vida más allá de los edificios espectaculares a los que nos han acostumbrado.

Claro que sí. Hay otra manera de hacer las cosas, lejos de lo espectacular, y nadie va a decir que un joven arquitecto no pueda volcar en otro tipo de obras su talento o sensibilidad.

¿Y si, una vez terminados los estudios, no halla trabajo?

Aun suponiendo que no pudiese construir nunca, debería seguir adelante si de veras siente interés por la arquitectura. Incluso alguien que no esté implicado de hoz y coz en la construcción puede vivir el mundo de la arquitectura en el apartado de su estudio.

Por otra parte, siempre se puede emigrar. Usted lo hizo cuando era poco habitual.

Lo hice, y esa es la causa por la que mi carácter es ahora distinto del de entonces. Cuando yo era joven, algunos españoles teníamos, quizás por complejo de inferioridad, deseo de contactar con el exterior. Siempre me gustó salir al extranjero, para participar en los pequeños congresos o para trabajar. Y en los años setenta corrí el riesgo de ir a América, casi sin oficio ni beneficio, con algún contacto en las escuelas, dejando aquí una profesión que tenía un sesgo distinto.

Hoy se sale más por necesidad que por curiosidad.

Así es. La situación es muy otra. La globalización no se vive siempre como una recompensa sino como, en efecto, una necesidad.

En muchas escuelas hay ya más chicas que chicos. ¿Según su experiencia académica y profesional, qué aportan las mujeres a la arquitectura?

En general, creo que aportan seriedad, una cierta precisión, un mayor respeto al pensamiento que tienen acerca de sí mismas. Las mujeres suelen mostrar un respeto a los programas que a veces una arquitectura más varonil no tiene. Las mujeres siempre están un poco más atentas al componente pragmático, ese que algunos colegas que ven la arquitectura sólo desde la dimensión heroica están dispuestos a olvidar.

Decíamos que esta profesión que le ha valido a usted tanto reconocimiento es la misma que ahora da escasas expectativas a los que salen de las escuelas. ¿Qué ha pasado?

Los españoles hemos vivido un romance con la actividad constructora desde la transición hasta ahora. Los arquitectos han tenido ocasión de contribuir a llenar un gran vacío de equipamientos. Había el convencimiento de que el ahorro familiar estaba mejor invertido en la propiedad inmobiliaria que en otra parte. Y de repente, de la noche a la mañana…

La crisis.

Sí. Todavía me acuerdo del otoño del 2007, cuando aparecieron las subprime en el horizonte. Después, la caída fue en picado. Muchos sueños profesionales y muchos hábitos de consumo colapsaron. El país despertó y se dio cuenta de que tenía que vivir de otro modo. Y ese cambio cogió a los arquitectos en medio.

¿Qué responsabilidad de lo ocurrido atribuye a los clientes, públicos o privados?

Las culpas están repartidas. Hubo excesos, claro, del lado de la especulación, donde se dieron faltas de respeto, de entendimiento y de capacidad para renunciar a determinados trabajos de naturaleza especuladora en la costa o en la periferia de las ciudades. Por otro lado, siendo la Administración y las instituciones las que hicieron de clientes de arquitectos ilustrados, o iluminados, llegaron a pensar más en el gusto de verse tan inteligentes y sofisticados al elegir a ciertos arquitectos que luego en exigirles unas condiciones de trabajo. La arquitectura permite la expresión individual, ya sea cultural o ideológica. Pero cuando detrás del encargo hay un cliente empujando en una dirección u otra, entonces él es el último responsable.

¿Qué responsabilidades corresponden a los arquitectos?

Las administraciones pueden haber sido demasiado ingenuas o generosas, equivocadamente. Sin embargo, la libertad del proyectista debe acompasarse con un programa y unas necesidades que aquí no siempre se han respetado. Fuera de España es distinto. Fuera, el ejercicio profesional enseña que las instituciones, públicas o privadas, suelen saber más que sus homólogas españolas de lo que quieren y de cómo lograrlo del arquitecto.

 

¿Qué responsabilidad atribuye a los arquitectos más famosos, que deberían observar un comportamiento ejemplar y, a veces, han contribuido con formas espectaculares o gratuitas a esta deriva?

Un arquitecto debe sentirse cómodo con el programa. No puede decir: “Me pidieron tal cosa y no he tenido inconveniente en hacerla”. Hemos visto hacer muchos proyectos llamados al fracaso. Por su propio enunciado. Personalmente, he intentado estar donde creía que podía estar sin lesionar los intereses del cliente ni los de la sociedad. Esto me parece elemental y lo reclamaría a todos. Se trata de observar unas normas de comportamiento, una ética.

¿Ha rechazado encargos por estimar que le pedían algo llamativo, un producto de marca más que una obra sensata?

He rechazado algunos, sí. He rehusado entrar en concursos restringidos o públicos cuyo enunciado no me parecía adecuado para resolver la cuestión urbanística de turno. Pienso en una tipología como las ciudades de la cultura, por ejemplo. Eso siempre me ha parecido difícil, por artificioso; hasta el extremo de sentir una sensación de rechazo. O pienso en el Campo de las Naciones, en los alrededores dela Feria de Madrid.

¿Cree pues que algunas propuestas constructivas son inviables?

Quizás sí. Pero no por la complicación que puedan tener. Todos los proyectos tienen algo de problemático. Ahora bien, lo primero que tiene que hacer el arquitecto al atender esas demandas es ver si tienen la suficiente sustancia como para generar una respuesta interesante.

¿Qué factores son determinantes para usted a la hora de afrontar un proyecto?

Los relacionados con el lugar y el programa. Y también con la naturaleza del proyecto. Hay programas que son trascendentes, hay otros marcados por el equívoco y la banalidad. Cuanto más enraizado esté el proyecto en la oportunidad de dar una respuesta auténtica a una pregunta necesaria, mejor irán las cosas. Esa es la base para que un proyecto salga bien. Para que sea pertinente la respuesta tiene que serlo antes la pregunta. A partir de ahí, se puede correr algún riesgo, con la esperanza de que valga la pena hacerlo. Se trata de que, al final de tu búsqueda, lo que has encontrado esté bien. El ejercicio de la libertad en términos de proyecto arquitectónico tiene que producirse con sentido, con significado. Nadie puede dar gato por liebre en arquitectura. Y, cuando se da, tarde o temprano el gato acaba saltando.

¿En qué medida pesa, al proyectar, la cultura del arquitecto?

Hablamos de una profesión que arranca en el Renacimiento, con el arquitecto asociado a la figura de quienes practican las artes. Esto ha hecho pensar que la arquitectura en punta va acompañada de un amplio abanico de valores culturales. Y así es. Cuando lees un buen texto crítico te das cuenta de cómo una arquitectura acompaña a un tiempo. Toda arquitectura está comprometida con la cultura en la que el arquitecto se siente inmerso.

¿Y cuáles son las claves del presente momento cultural?

Ya no sabemos muy bien en qué cuerpo cultural estamos embebidos, y eso hace que en el trabajo de algunos arquitectos se exacerben los aspectos individuales. Se han depositado tantas responsabilidades en el arquitecto, que parece como si sólo la expresión individual contase. Lo cual no es del todo verdad. Todas esas arquitecturas tan radicales en sus aspectos formales luego están construidas de una forma
muy homogénea, dada la globalización de las técnicas constructivas.

Usted conoce bien la historia de la arquitectura. ¿Cree que eso le ha ayudado o le ha limitado?

Es difícil, para alguien nacido en la primera mitad del siglo XX, no tener muy presente la historia. No querría parecer pedante al hablar de los ecos hegelianos de una historia que nos rodea. He sentido esa presencia y ese gusto por entender lo que ha sido la evolución de las formas en la historia. Luego, con la práctica profesional, lo he extendido a una idea de continuidad que sí está muy presente en cómo se produce el modo físico en que vivimos. Por tanto no me incomoda pensar que lo que construyo tiene que estar en relación con obras anteriores, y abriendo el juego para cosas que vengan después.

¿Qué valor concede, en arquitectura, a la innovación formal?

La misma noción de continuidad de la que hablaba antes obliga a la novedad. Es casi imposible replicar exactamente una forma en arquitectura. Ni las que parecen más sumisas o sometidas en términos figurativos. La historia del crecimiento de nuestras ciudades comporta un desplazamiento continuo, ahí no cabe replicar. Cualquiera que pasee con ojos abiertos por la gran urbe lo verá.

¿A qué le gustaría dedicar más tiempo? ¿A qué menos?

En mi estudio seguimos teniendo trabajo, pero menos que hace seis o siete años. Eso me permite sentir algo menos de presión. Me gustaría viajar más. Ya viajo mucho, pero preferiría hacerlo más libremente, sin sensación de cumplir con algún compromiso. En este momento me dedico también a hacer un buen vino en la bodega que compré en Olmedo. A todo eso me gustaría dedicarle más tiempo. También me gustaría escribir, y ya escribo bastante, pero siempre con la urgencia de preparar una conferencia o un prólogo. Me gustaría ser capaz de fijar algunas reflexiones que se pudieran entender como más personales. Algo voy haciendo, pasando a limpio.

¿Qué objetivos tenía cuando empezó su carrera? ¿Serían hoy los mismos?

Posiblemente, no. La profesión ha cambiado. Los trabajos más importantes van a los estudios muy grandes, por su fama previa y su aparato productivo. El Palacio de Correos de Madrid es obra de Antonio Palacios, un arquitecto que ganó el concurso con 22 o 23 años. Hoy es difícil que una convocatoria pública importante favorezca a alguien tan joven. Quizás estén a su alcance concursos pequeños. Cuando yo empecé, tuve la suerte de ver muy de cerca a gente entonces ya importante, como Sáenz de Oiza y Jørn Utzon, cuyos modelos de comportamiento profesional eran muy claros.

¿Les considera sus maestros?

Sí. Y no sé si hoy los jóvenes son capaces de identificar este tipo de modelos como nosotros lo hicimos. Siempre hay un modo de entrar en contacto con esas grandes unidades arquitectónicas. Quizás también un joven abogado acepte entrar en un gran bufete, a sabiendas de que no obtendrá de entrada el trabajo de su vida, pero sí mucho conocimiento. La gente tiene que saber lo que le apetece ser o dónde quiere estar.

¿Diría usted que la tradicional visión humanística, omnicomprensiva, de la arquitectura es hoy más infrecuente?

Hoy la gente habla poco de estas cosas. Hoy los aspectos de organización y de escala económica cuentan de un modo definitivo, seguramente demasiado. La gestión está en la base de proyectos y diseños: con qué financiación contarán, qué beneficio producirán. El cliente a veces se conforma con ese último envoltorio que el arquitecto le ofrece. En realidad, el arquitecto está cautivo, porque cuanto más grande es el edificio, más difícil le será dejar su impronta.

Los jóvenes capean la crisis buscando salidas en la especialización, en lo alternativo, en lo colectivo, practicando una arquitectura que da prioridad a la gestión de los recursos materiales y económicos, sin alardes estéticos. ¿Qué opina de eso?

Los conceptos de pobreza, debilidad o minimalismo han estado muy presentes en el último cuarto del siglo XX. No creo que haya estricta correspondencia entre recursos disponibles y calidad de la obra. Al final, mucha arquitectura intelectualmente sutil y culturalmente pregnante se ha hecho también con medios limitados. La primera de Álvaro Siza, por ejemplo. O la de Luis Barragán.

Permítame reiterarle la pregunta anterior.

Yo no compartiría la visión de quienes dicen que la arquitectura se disuelve en el advocacy planning –ese urbanismo guiado por el afán de justicia social– y que cabe la vuelta a una actitud rousseauniana en la que la autoconstrucción conduzca a una sociedad ideal. Cabría hacer distinciones entre una arquitectura con propósitos sociales y una arquitectura disuelta. Hay necesidad de lo que la arquitectura tradicional ha hecho. Y la habrá.

¿Cree que hay en nuestra sociedad el mismo nivel de cultura arquitectónica que, pongamos por caso, literaria, cinematográfica o musical?

Quizás no. Pero es innegable que durante los últimos treinta años se ha dado mayor difusión a la arquitectura de determinados arquitectos, y que ha aumentado la presencia de la disciplina en los diarios. Ahora hay más gente interesada por la arquitectura. Pero se dan menos conversaciones de cierta enjundia entre los profesionales. Yo intento recuperarlas en la enseñanza.

¿Cuántos años lleva como docente en Harvard?

Desde 1985. Son ya casi treinta años. Ahora voy menos, una semana al mes durante el trimestre primaveral.

¿Qué dos reglas básicas daría usted a personas sin una gran formación arquitectónica para que pudieran apreciar los valores de un edificio?

Si un edificio tiene algún valor, de inmediato llama la atención, también la de quienes no están cultivados arquitectónicamente. Quiero decir que los mejores edificios no pasan inadvertidos.

Los peores, tampoco.

Es verdad. Intentaré exponerlo de otra manera: un buen edificio es aquel que te obliga a mirarlo otra vez, porque tiene algo latente, algo que no debe escapar a ninguna mirada.

Déme otra regla.

Un buen edificio es aquel que se acomoda debidamente en el ámbito donde se levanta. Eso quiere decir que en él hay algo acorde con su entorno, alusiones a lo que le rodea, e incluso a las memorias o sentimientos que evoca de otras arquitecturas. Todo eso no lo verá el que no se fija en el edificio. El que se fije, sí. Mirando se aprende mucho.

Hace ya años que superó la edad de la jubilación, pero sigue activo y con una densa agenda de trabajo. ¿Por qué?

Me mantienen en la brecha las ganas de hacer cosas, de venir al estudio, de ver a la gente que trabaja conmigo y de comentar cómo avanzan los proyectos. Me atrae mucho esa idea de hablar e incidir en el discurso por la mejora del diseño. Mientras uno tenga ganas de hacer las cosas, debe hacerlas.

En algunas fases de su carrera, ha tenido usted una cartera de pedidos abultada. Pero ha preferido mantener un estudio reducido, ahora compuesto por unas veinte personas. Foster llegó a tener mil empleados. Herzog & De Meuron tienen quinientos…

Hace un cuarto de siglo podíamos haber crecido, sí. Teníamos muchas ofertas de trabajo. Pero preferí estar muy involucrado personalmente en el trabajo del estudio. Nunca me atrajo ampliar demasiado la base operativa, preferí conservar unos métodos de trabajo. En el fondo, he sido bastante fiel a lo que aprendí al principio.

Algunos arquitectos organizan su estudio para que les sobreviva. ¿Es su caso?

Creo que no. Tengo dos hijas arquitectas, pero desearía que pudieran hacer su vida profesional ajenas a una pauta establecida por una oficina familiar. Preferiría que mis hijas, que son muy capaces, pudieran desarrollar sus talentos profesionales con independencia del mío. Que trabajen en lo suyo. Alguna vez me han ayudado directamente en algún proyecto. Pero tienen sus propios despachos. Y seguirán su camino.A los 76 años, sigue construyendo y enseñando. En Barcelona ha terminado su intervención en un hotel integrado en la muralla medieval y una torre de oficinas en l’Hospitalet. El año que viene acabará un museo para la colección de María José Huarte en la Universidad de Navarra. Antes de fin de año iniciará la construcción de un hotel en Málaga. En A Coruña se exhibe ahora la primera retrospectiva de sus trabajos… Cada primavera va y viene de Harvard, donde da clases desde hace unos 30 años. Y cada mes se reserva tres o cuatro días para acercarse a sus Bodegas y Viñedos La Mejorada, en tierras vallisoletanas, donde produce un vino muy rico. Desde su atalaya, Moneo reflexiona en esta entrevista sobre la profesión de arquitecto en el siglo XXI y sobre el futuro de los estudiantes que ahora inician la carrera de arquitectura, sabedores de que las perspectivas de trabajo son escasas. “No sugeriría a nadie que deje de estudiar arquitectura porque hay crisis”, afirma Moneo.

 

¿Cómo asume su condición de arquitecto español con mayor proyección global?

Los reconocimientos uno los recibe con gusto, pero también con la sensación de no estar trabajando para que lleguen. En ese aspecto, la recepción del premio Pritzker en 1996 supuso la liberación de la fantasía relativa a que un día me lo pudieran dar. Fue un alivio. Bueno, no un alivio, pero hizo que contemplase sin ansiedad un posible reconocimiento.

 

¿A qué obliga un premio como este?

Yo no diría que comporte responsabilidades. Uno tiene ya la responsabilidad contraída con uno mismo y con el deseo de hacer las cosas bien. Uno no sólo trabaja bien por lo que pueda representar para los demás, sino para darse a uno mismo la medida de lo que vale. Aunque luego no siempre se llega adonde querríamos llegar. Detrás de cada obra hay aspectos logrados y puntos de debilidad.

 

¿Qué le diría a un joven atraído por los estudios de arquitectura que duda sobre si cursarlos o no, dada la coyuntura económica e inmobiliaria?

Yo volvería a ser arquitecto si se me diese de nuevo a elegir. No me atrevería a sugerir a nadie que dejara de estudiar arquitectura porque hay crisis, por la coyuntura aciaga que atraviesa el sector de la construcción. Los aspectos valiosos de la profesión siguen vivos. Aunque no sé si eso es totalmente verdad con la nueva estructura profesional.

 

¿Sugiere que un joven estudiante ya no tendrá las posibilidades que tuvo usted?

¡Es que hasta ahora la arquitectura nos ha permitido estar tan atentos a tantas cosas! Empezando por lo que la propia educación como arquitecto supone: un modo de estar en el mundo atraído por esa pregunta constante sobre a qué deben su forma las cosas. Pero no. No me atrevería a decirle a un estudiante que duda que no fuese arquitecto, porque aun en estas malas circunstancias hay lugar para una arquitectura posible, quizás menos exuberante, conspicua o espectacular que la que hemos visto en los últimos años.

 

Buena noticia: hay vida más allá de los edificios espectaculares a los que nos han acostumbrado.

Claro que sí. Hay otra manera de hacer las cosas, lejos de lo espectacular, y nadie va a decir que un joven arquitecto no pueda volcar en otro tipo de obras su talento o sensibilidad.

 

¿Y si, una vez terminados los estudios, no halla trabajo?

Aun suponiendo que no pudiese construir nunca, debería seguir adelante si de veras siente interés por la arquitectura. Incluso alguien que no esté implicado de hoz y coz en la construcción puede vivir el mundo de la arquitectura en el apartado de su estudio.

 

Por otra parte, siempre se puede emigrar. Usted lo hizo cuando era poco habitual.

Lo hice, y esa es la causa por la que mi carácter es ahora distinto del de entonces. Cuando yo era joven, algunos españoles teníamos, quizás por complejo de inferioridad, deseo de contactar con el exterior. Siempre me gustó salir al extranjero, para participar en los pequeños congresos o para trabajar. Y en los años setenta corrí el riesgo de ir a América, casi sin oficio ni beneficio, con algún contacto en las escuelas, dejando aquí una profesión que tenía un sesgo distinto.

 

Hoy se sale más por necesidad que por curiosidad.

Así es. La situación es muy otra. La globalización no se vive siempre como una recompensa sino como, en efecto, una necesidad.

 

En muchas escuelas hay ya más chicas que chicos. ¿Según su experiencia académica y profesional, qué aportan las mujeres a la arquitectura?

En general, creo que aportan seriedad, una cierta precisión, un mayor respeto al pensamiento que tienen acerca de sí mismas. Las mujeres suelen mostrar un respeto a los programas que a veces una arquitectura más varonil no tiene. Las mujeres siempre están un poco más atentas al componente pragmático, ese que algunos colegas que ven la arquitectura sólo desde la dimensión heroica están dispuestos a olvidar.

 

Decíamos que esta profesión que le ha valido a usted tanto reconocimiento es la misma que ahora da escasas expectativas a los que salen de las escuelas. ¿Qué ha pasado?

Los españoles hemos vivido un romance con la actividad constructora desde la transición hasta ahora. Los arquitectos han tenido ocasión de contribuir a llenar un gran vacío de equipamientos. Había el convencimiento de que el ahorro familiar estaba mejor invertido en la propiedad inmobiliaria que en otra parte. Y de repente, de la noche a la mañana…

 

La crisis.

Sí. Todavía me acuerdo del otoño del 2007, cuando aparecieron las subprime en el horizonte. Después, la caída fue en picado. Muchos sueños profesionales y muchos hábitos de consumo colapsaron. El país despertó y se dio cuenta de que tenía que vivir de otro modo. Y ese cambio cogió a los arquitectos en medio.

 

¿Qué responsabilidad de lo ocurrido atribuye a los clientes, públicos o privados?

Las culpas están repartidas. Hubo excesos, claro, del lado de la especulación, donde se dieron faltas de respeto, de entendimiento y de capacidad para renunciar a determinados trabajos de naturaleza especuladora en la costa o en la periferia de las ciudades. Por otro lado, siendo la Administración y las instituciones las que hicieron de clientes de arquitectos ilustrados, o iluminados, llegaron a pensar más en el gusto de verse tan inteligentes y sofisticados al elegir a ciertos arquitectos que luego en exigirles unas condiciones de trabajo. La arquitectura permite la expresión individual, ya sea cultural o ideológica. Pero cuando detrás del encargo hay un cliente empujando en una dirección u otra, entonces él es el último responsable.

 

¿Qué responsabilidades corresponden a los arquitectos?

Las administraciones pueden haber sido demasiado ingenuas o generosas, equivocadamente. Sin embargo, la libertad del proyectista debe acompasarse con un programa y unas necesidades que aquí no siempre se han respetado. Fuera de España es distinto. Fuera, el ejercicio profesional enseña que las instituciones, públicas o privadas, suelen saber más que sus homólogas españolas de lo que quieren y de cómo lograrlo del arquitecto.

 

¿Qué responsabilidad atribuye a los arquitectos más famosos, que deberían observar un comportamiento ejemplar y, a veces, han contribuido con formas espectaculares o gratuitas a esta deriva?

Un arquitecto debe sentirse cómodo con el programa. No puede decir: “Me pidieron tal cosa y no he tenido inconveniente en hacerla”. Hemos visto hacer muchos proyectos llamados al fracaso. Por su propio enunciado. Personalmente, he intentado estar donde creía que podía estar sin lesionar los intereses del cliente ni los de la sociedad. Esto me parece elemental y lo reclamaría a todos. Se trata de observar unas normas de comportamiento, una ética.

 

¿Ha rechazado encargos por estimar que le pedían algo llamativo, un producto de marca más que una obra sensata?

He rechazado algunos, sí. He rehusado entrar en concursos restringidos o públicos cuyo enunciado no me parecía adecuado para resolver la cuestión urbanística de turno. Pienso en una tipología como las ciudades de la cultura, por ejemplo. Eso siempre me ha parecido difícil, por artificioso; hasta el extremo de sentir una sensación de rechazo. O pienso en el Campo de las Naciones, en los alrededores dela Feria de Madrid.

 

¿Cree pues que algunas propuestas constructivas son inviables?

Quizás sí. Pero no por la complicación que puedan tener. Todos los proyectos tienen algo de problemático. Ahora bien, lo primero que tiene que hacer el arquitecto al atender esas demandas es ver si tienen la suficiente sustancia como para generar una respuesta interesante.

 

¿Qué factores son determinantes para usted a la hora de afrontar un proyecto?

Los relacionados con el lugar y el programa. Y también con la naturaleza del proyecto. Hay programas que son trascendentes, hay otros marcados por el equívoco y la banalidad. Cuanto más enraizado esté el proyecto en la oportunidad de dar una respuesta auténtica a una pregunta necesaria, mejor irán las cosas. Esa es la base para que un proyecto salga bien. Para que sea pertinente la respuesta tiene que serlo antes la pregunta. A partir de ahí, se puede correr algún riesgo, con la esperanza de que valga la pena hacerlo. Se trata de que, al final de tu búsqueda, lo que has encontrado esté bien. El ejercicio de la libertad en términos de proyecto arquitectónico tiene que producirse con sentido, con significado. Nadie puede dar gato por liebre en arquitectura. Y, cuando se da, tarde o temprano el gato acaba saltando.

¿En qué medida pesa, al proyectar, la cultura del arquitecto?

Hablamos de una profesión que arranca en el Renacimiento, con el arquitecto asociado a la figura de quienes practican las artes. Esto ha hecho pensar que la arquitectura en punta va acompañada de un amplio abanico de valores culturales. Y así es. Cuando lees un buen texto crítico te das cuenta de cómo una arquitectura acompaña a un tiempo. Toda arquitectura está comprometida con la cultura en la que el arquitecto se siente inmerso.

 

¿Y cuáles son las claves del presente momento cultural?

Ya no sabemos muy bien en qué cuerpo cultural estamos embebidos, y eso hace que en el trabajo de algunos arquitectos se exacerben los aspectos individuales. Se han depositado tantas responsabilidades en el arquitecto, que parece como si sólo la expresión individual contase. Lo cual no es del todo verdad. Todas esas arquitecturas tan radicales en sus aspectos formales luego están construidas de una forma
muy homogénea, dada la globalización de las técnicas constructivas.

 

Usted conoce bien la historia de la arquitectura. ¿Cree que eso le ha ayudado o le ha limitado?

Es difícil, para alguien nacido en la primera mitad del siglo XX, no tener muy presente la historia. No querría parecer pedante al hablar de los ecos hegelianos de una historia que nos rodea. He sentido esa presencia y ese gusto por entender lo que ha sido la evolución de las formas en la historia. Luego, con la práctica profesional, lo he extendido a una idea de continuidad que sí está muy presente en cómo se produce el modo físico en que vivimos. Por tanto no me incomoda pensar que lo que construyo tiene que estar en relación con obras anteriores, y abriendo el juego para cosas que vengan después.

 

¿Qué valor concede, en arquitectura, a la innovación formal?

La misma noción de continuidad de la que hablaba antes obliga a la novedad. Es casi imposible replicar exactamente una forma en arquitectura. Ni las que parecen más sumisas o sometidas en términos figurativos. La historia del crecimiento de nuestras ciudades comporta un desplazamiento continuo, ahí no cabe replicar. Cualquiera que pasee con ojos abiertos por la gran urbe lo verá.

 

¿A qué le gustaría dedicar más tiempo? ¿A qué menos?

En mi estudio seguimos teniendo trabajo, pero menos que hace seis o siete años. Eso me permite sentir algo menos de presión. Me gustaría viajar más. Ya viajo mucho, pero preferiría hacerlo más libremente, sin sensación de cumplir con algún compromiso. En este momento me dedico también a hacer un buen vino en la bodega que compré en Olmedo. A todo eso me gustaría dedicarle más tiempo. También me gustaría escribir, y ya escribo bastante, pero siempre con la urgencia de preparar una conferencia o un prólogo. Me gustaría ser capaz de fijar algunas reflexiones que se pudieran entender como más personales. Algo voy haciendo, pasando a limpio.

 

¿Qué objetivos tenía cuando empezó su carrera? ¿Serían hoy los mismos?

Posiblemente, no. La profesión ha cambiado. Los trabajos más importantes van a los estudios muy grandes, por su fama previa y su aparato productivo. El Palacio de Correos de Madrid es obra de Antonio Palacios, un arquitecto que ganó el concurso con 22 o 23 años. Hoy es difícil que una convocatoria pública importante favorezca a alguien tan joven. Quizás estén a su alcance concursos pequeños. Cuando yo empecé, tuve la suerte de ver muy de cerca a gente entonces ya importante, como Sáenz de Oiza y Jørn Utzon, cuyos modelos de comportamiento profesional eran muy claros.

 

¿Les considera sus maestros?

Sí. Y no sé si hoy los jóvenes son capaces de identificar este tipo de modelos como nosotros lo hicimos. Siempre hay un modo de entrar en contacto con esas grandes unidades arquitectónicas. Quizás también un joven abogado acepte entrar en un gran bufete, a sabiendas de que no obtendrá de entrada el trabajo de su vida, pero sí mucho conocimiento. La gente tiene que saber lo que le apetece ser o dónde quiere estar.

 

¿Diría usted que la tradicional visión humanística, omnicomprensiva, de la arquitectura es hoy más infrecuente?

Hoy la gente habla poco de estas cosas. Hoy los aspectos de organización y de escala económica cuentan de un modo definitivo, seguramente demasiado. La gestión está en la base de proyectos y diseños: con qué financiación contarán, qué beneficio producirán. El cliente a veces se conforma con ese último envoltorio que el arquitecto le ofrece. En realidad, el arquitecto está cautivo, porque cuanto más grande es el edificio, más difícil le será dejar su impronta.

 

Los jóvenes capean la crisis buscando salidas en la especialización, en lo alternativo, en lo colectivo, practicando una arquitectura que da prioridad a la gestión de los recursos materiales y económicos, sin alardes estéticos. ¿Qué opina de eso?

Los conceptos de pobreza, debilidad o minimalismo han estado muy presentes en el último cuarto del siglo XX. No creo que haya estricta correspondencia entre recursos disponibles y calidad de la obra. Al final, mucha arquitectura intelectualmente sutil y culturalmente pregnante se ha hecho también con medios limitados. La primera de Álvaro Siza, por ejemplo. O la de Luis Barragán.

 

Permítame reiterarle la pregunta anterior.

Yo no compartiría la visión de quienes dicen que la arquitectura se disuelve en el advocacy planning –ese urbanismo guiado por el afán de justicia social– y que cabe la vuelta a una actitud rousseauniana en la que la autoconstrucción conduzca a una sociedad ideal. Cabría hacer distinciones entre una arquitectura con propósitos sociales y una arquitectura disuelta. Hay necesidad de lo que la arquitectura tradicional ha hecho. Y la habrá.

 

¿Cree que hay en nuestra sociedad el mismo nivel de cultura arquitectónica que, pongamos por caso, literaria, cinematográfica o musical?

Quizás no. Pero es innegable que durante los últimos treinta años se ha dado mayor difusión a la arquitectura de determinados arquitectos, y que ha aumentado la presencia de la disciplina en los diarios. Ahora hay más gente interesada por la arquitectura. Pero se dan menos conversaciones de cierta enjundia entre los profesionales. Yo intento recuperarlas en la enseñanza.

 

¿Cuántos años lleva como docente en Harvard?

Desde 1985. Son ya casi treinta años. Ahora voy menos, una semana al mes durante el trimestre primaveral.

 

¿Qué dos reglas básicas daría usted a personas sin una gran formación arquitectónica para que pudieran apreciar los valores de un edificio?

Si un edificio tiene algún valor, de inmediato llama la atención, también la de quienes no están cultivados arquitectónicamente. Quiero decir que los mejores edificios no pasan inadvertidos.

 

Los peores, tampoco.

Es verdad. Intentaré exponerlo de otra manera: un buen edificio es aquel que te obliga a mirarlo otra vez, porque tiene algo latente, algo que no debe escapar a ninguna mirada.

 

Déme otra regla.

Un buen edificio es aquel que se acomoda debidamente en el ámbito donde se levanta. Eso quiere decir que en él hay algo acorde con su entorno, alusiones a lo que le rodea, e incluso a las memorias o sentimientos que evoca de otras arquitecturas. Todo eso no lo verá el que no se fija en el edificio. El que se fije, sí. Mirando se aprende mucho.

 

Hace ya años que superó la edad de la jubilación, pero sigue activo y con una densa agenda de trabajo. ¿Por qué?

Me mantienen en la brecha las ganas de hacer cosas, de venir al estudio, de ver a la gente que trabaja conmigo y de comentar cómo avanzan los proyectos. Me atrae mucho esa idea de hablar e incidir en el discurso por la mejora del diseño. Mientras uno tenga ganas de hacer las cosas, debe hacerlas.

 

En algunas fases de su carrera, ha tenido usted una cartera de pedidos abultada. Pero ha preferido mantener un estudio reducido, ahora compuesto por unas veinte personas. Foster llegó a tener mil empleados. Herzog & De Meuron tienen quinientos…

Hace un cuarto de siglo podíamos haber crecido, sí. Teníamos muchas ofertas de trabajo. Pero preferí estar muy involucrado personalmente en el trabajo del estudio. Nunca me atrajo ampliar demasiado la base operativa, preferí conservar unos métodos de trabajo. En el fondo, he sido bastante fiel a lo que aprendí al principio.

 

Algunos arquitectos organizan su estudio para que les sobreviva. ¿Es su caso?

Creo que no. Tengo dos hijas arquitectas, pero desearía que pudieran hacer su vida profesional ajenas a una pauta establecida por una oficina familiar. Preferiría que mis hijas, que son muy capaces, pudieran desarrollar sus talentos profesionales con independencia del mío. Que trabajen en lo suyo. Alguna vez me han ayudado directamente en algún proyecto. Pero tienen sus propios despachos. Y seguirán su camino.