Los arquitectos y Bond Street | Anatxu Zabalbeascoa

Los arquitectos y Bond Street | Anatxu Zabalbeascoa

Publicado el viernes 11 de julio de 2014 en EL PAÍSPublicado el viernes 11 de julio de 2014 en EL PAÍS

Hace unos días, el colectivo Arquitectes per l’Arquitectura celebró en Barcelona un congreso (SOStainable Architecture) en el que se dieron cita notables –y verdaderos- expertos en sostenibilidad como el físico Antonio Turiel (autor del blog The Oil Crash) o el político británico Chris Goodall (responsable de la web Carbon Commentary) entre otros profesionales. También había arquitectos, políticos e historiadores que expusieron teorías y experiencias en inglés durante tres días. El hecho de que la discusión fuera en inglés (se sobreentiende que sin aparatos de traducción simultánea) es revelador. Permite incluso ser optimista. ¿Se hubiera podido proponer una discusión así hace solo una década? ¿Cuántos de nuestros políticos hubieran podido asistir? Sin embargo también resulta tan revelador como desolador constatar el poco interés que este congreso (de asistencia gratuita) despertó entre la comunidad arquitectónica catalana a la que iba dirigido. Ninguno de los arquitectos que han calificado sus obras como sostenibles, bioclimáticas, ecológicas o verdes se acercó por allí. No creo que los ponentes convencieran a ninguno de los entre 30 y 40 asistentes (según la jornada): todos llegaron ya convencidos de que la sostenibilidad no podía ser ni un disfraz ni un negocio.

Para ilustrar a políticos, economistas o empresarios (uno de ellos, Peter Sweatman, había puesto a Calatrava como ejemplo de talento arquitectónico) el arquitecto y editor holandés Hans Ibelings recurrió a una pirámide que relaciona la arquitectura y la industria de la moda. En la base ancha estaría el equivalente a Zara, la gran construcción, la masa profesional. En la parte media estaría Prada, los grupúsculos de elegidos y en la cima de la pirámide, los sastres de Bond Street y, con ellos, el problema de la arquitectura: todos los arquitectos quieren ser sastres de Bond Street.

Continuando con la analogía moda-edificación, y más allá de que la profesión de sastre sea un oficio no caduco pero sí elitista y, consecuentemente, minoritario, no creo que sea ese el problema de la arquitectura. Un tipo dispuesto a perder un día entero para hacer un ojal no puede dañar una profesión. El problema está en la base, es allí donde en realidad se deciden las formas –y el funcionamiento- de las ciudades. Es a la base adonde deberían regresar tantos arquitectos dispuestos a vender llamativas piezas de prêt à porter como si se tratara de la alta costura de los diseños a medida.

Pocos días después, en Madrid, asistí, en la Universidad Europea de Madrid, a una conferencia impartida por Josep Llinás en la que el barcelonés hablaba de arquitectura y realidad. Lo hizo criticándose a sí mismo ante los alumnos: “Durante décadas me sentí culpable por la casa que le hice a mis padres en Bagur”. Llinás contó que aquella vivienda en la playa había sido su primer encargo y que las finas columnas y el estilizado parasol metálico no impedían que la casa -cerrada a la calle y abierta a sur con una fachada acristalada- se calentase tan exageradamente como para obligar a toda su familia –los padres, cinco hermanos y luego sus parejas- a reunirse en el único rincón de la sala donde el sol no deslumbraba.

Llinás no contó que ese proyecto le ganó, paradójicamente, el reconocimiento de sus colegas cuando fue publicado en las más notables revistas de arquitectura del momento. Sí explicó, sin embargo, que con ese proyecto aprendió la diferencia entre arquitectura y realidad. Su trayectoria demuestra que no olvidó lo aprendido. Y hoy, con más de 60 años y una juventud contagiosa, asegura que ha conseguido hacer las paces consigo mismo y ya no se siente culpable.

 

Foto portada: El País

Hace unos días, el colectivo Arquitectes per l’Arquitectura celebró en Barcelona un congreso (SOStainable Architecture) en el que se dieron cita notables –y verdaderos- expertos en sostenibilidad como el físico Antonio Turiel (autor del blog The Oil Crash) o el político británico Chris Goodall (responsable de la web Carbon Commentary) entre otros profesionales. También había arquitectos, políticos e historiadores que expusieron teorías y experiencias en inglés durante tres días. El hecho de que la discusión fuera en inglés (se sobreentiende que sin aparatos de traducción simultánea) es revelador. Permite incluso ser optimista. ¿Se hubiera podido proponer una discusión así hace solo una década? ¿Cuántos de nuestros políticos hubieran podido asistir? Sin embargo también resulta tan revelador como desolador constatar el poco interés que este congreso (de asistencia gratuita) despertó entre la comunidad arquitectónica catalana a la que iba dirigido. Ninguno de los arquitectos que han calificado sus obras como sostenibles, bioclimáticas, ecológicas o verdes se acercó por allí. No creo que los ponentes convencieran a ninguno de los entre 30 y 40 asistentes (según la jornada): todos llegaron ya convencidos de que la sostenibilidad no podía ser ni un disfraz ni un negocio.

Para ilustrar a políticos, economistas o empresarios (uno de ellos, Peter Sweatman, había puesto a Calatrava como ejemplo de talento arquitectónico) el arquitecto y editor holandés Hans Ibelings recurrió a una pirámide que relaciona la arquitectura y la industria de la moda. En la base ancha estaría el equivalente a Zara, la gran construcción, la masa profesional. En la parte media estaría Prada, los grupúsculos de elegidos y en la cima de la pirámide, los sastres de Bond Street y, con ellos, el problema de la arquitectura: todos los arquitectos quieren ser sastres de Bond Street.

Continuando con la analogía moda-edificación, y más allá de que la profesión de sastre sea un oficio no caduco pero sí elitista y, consecuentemente, minoritario, no creo que sea ese el problema de la arquitectura. Un tipo dispuesto a perder un día entero para hacer un ojal no puede dañar una profesión. El problema está en la base, es allí donde en realidad se deciden las formas –y el funcionamiento- de las ciudades. Es a la base adonde deberían regresar tantos arquitectos dispuestos a vender llamativas piezas de prêt à porter como si se tratara de la alta costura de los diseños a medida.

Pocos días después, en Madrid, asistí, en la Universidad Europea de Madrid, a una conferencia impartida por Josep Llinás en la que el barcelonés hablaba de arquitectura y realidad. Lo hizo criticándose a sí mismo ante los alumnos: “Durante décadas me sentí culpable por la casa que le hice a mis padres en Bagur”. Llinás contó que aquella vivienda en la playa había sido su primer encargo y que las finas columnas y el estilizado parasol metálico no impedían que la casa -cerrada a la calle y abierta a sur con una fachada acristalada- se calentase tan exageradamente como para obligar a toda su familia –los padres, cinco hermanos y luego sus parejas- a reunirse en el único rincón de la sala donde el sol no deslumbraba.

Llinás no contó que ese proyecto le ganó, paradójicamente, el reconocimiento de sus colegas cuando fue publicado en las más notables revistas de arquitectura del momento. Sí explicó, sin embargo, que con ese proyecto aprendió la diferencia entre arquitectura y realidad. Su trayectoria demuestra que no olvidó lo aprendido. Y hoy, con más de 60 años y una juventud contagiosa, asegura que ha conseguido hacer las paces consigo mismo y ya no se siente culpable.

 

Foto portada: El País