Una gran guardería | Quim Monzó

He dedicado horas a pensar argumentos a favor del nuevo urbanismo municipal

Hace semanas que intento encontrar argumentos a favor de las nuevas prácticas digamos urbanísticas del Ayuntamiento de Barcelona. La opinión abrumadoramente mayoritaria entre la ciudadanía es que se trata de una barrabasada. Es para llevar un poco la contraria, desmarcarme del mainstream y hacerme el original, que he dedicado horas a pensar qué se puede decir a su favor.

He fracasado. No he sabido encontrarle ningún argumento positivo. Los paralelepípedos de hormigón que hay en muchas calzadas (y que supuestamente deben entenderse como ampliación de aceras para disfrute de los peatones) ni se entienden como ampliación de aceras ni los peatones se las hacen suyas. ¿Y las calles pintadas de colorines? A los que estudiamos el código de circulación nos sale humo de la cabeza de tanto calcular qué indican exactamente, porque ninguna señal horizontal estipulada se corresponde. De la brutalidad de las nuevas terrazas –situadas en la calzada, en carriles donde antes aparcaban coches y hechas de pilones y barreras Nueva Jersey de color amarillo– escribió el domingo Joan de Sagarra, cuya autoridad en materia de terrazas queda fuera de toda duda. El asalvajamiento de las aceras –donde las plantas crecen ahora desaforadamente en los alcorques y en las grietas de las losas y los panots rotos– parece pensado para compensar el deforestamiento de la Amazonia. El Ayuntamiento lo llama “renaturalización de Barcelona”. Visto el éxito de esta renaturalización descontrolada, el Consistorio “ha empezado a son­dear a los barceloneses para ver hasta qué punto están dispuestos a implicarse en el mantenimiento del verde urbano”, explica Ramon Suñé en las páginas de Vivir. Cornuts i pagar el mojito .

Soy de la opinión de que todo esto empezó en las guarderías (ay, perdón: escoles bressol ) de los años ochenta y noventa, a las que los que ahora ocupan los cargos de poder acudían mientras esperaban a tener la edad de estudiar primaria. En las guarderías de aquella época se empezó a fomentar una supuesta creatividad que se basaba en el uso sistemático de plastilina y rotuladores llamativos. Los colorines llenaban las paredes y las ventanas de aquellos centros, fuera en forma de soles sonrientes, de casas con chimeneas humeantes o simplemente de manchas más o menos redondeadas. ¡Ninguna indicación estética que coartara la libertad de las criaturas! Con estas premisas ¿nos va a extrañar que aquellos antiguos párvulos hayan decidido ahora convertir la ciudad en una inmensa guardería?