Publicat el divendres, 2 de maig del 2014, a La Vanguardia
Arquitectos y neurocientíficos llevan una década aliados con la idea de proyectar edificios que ayuden a sus ocupantes a sentirse menos estresados. Son construcciones que permiten concentrarse, que favorecen el tratamiento de niños autistas, enfermos de alzheimer o el desarrollo de bebés prematurosPublicado el viernes, 2 de mayo del 2014, en La Vanguardia
Arquitectos y neurocientíficos llevan una década aliados con la idea de proyectar edificios que ayuden a sus ocupantes a sentirse menos estresados. Son construcciones que permiten concentrarse, que favorecen el tratamiento de niños autistas, enfermos de alzheimer o el desarrollo de bebés prematuros
A comienzos de los cincuenta Jonas Salk buscaba una vacuna contra la poliomelitis, enfermedad muy contagiosa que causaba estragos: sólo en Estados Unidos se producían cerca de 50.000 nuevos casos cada año, lo que suponía miles de pacientes que morían o quedaban lisiados o con parálisis. Salk trabajaba en la Escuela de Medicina de la Universidad de Pittsburgh (EE.UU.) y conocía los principios de la vacunación establecidos por Pasteur: inocular una forma de virus muerto, inocuo, en el organismo para que produzca anticuerpos resistentes a la enfermedad. Con todo, este biólogo creía que en el caso de la polio se podía lograr esa inmunidad inyectando un virus vivo, como en las vacunas de la viruela o la rabia. Pero algo fallaba una y otra vez. Por más que lo intentara en su oscuro laboratorio situado en un sótano de la universidad. En un intento de romper con su rutina, decidió tomarse unas vacaciones. Viajó a Italia, a la ciudad medieval de Asís, y allí, dando largos paseos, las ideas fluyeron de nuevo. Una de ellas le condujo a la vacuna que buscaba.
Salk estaba convencido de que la clave de su inspiración se hallaba en aquel lugar bucólico y que el diseño y el entorno en que se había sumergido le habían ayudado a abrir su mente. Tanto creía en la influencia de la arquitectura en las neuronas que se asoció con el arquitecto Louis Kahn para construir el Instituto Salk, ubicado en el barrio de La Jolla, en San Diego. La instalación debía acoger un centro de investigación y tenía que estar pensado para fomentar la creatividad entre los investigadores.
Durante años colaboraron para crear aquel edificio que, como solían decir, “tenía que ser digno de una visita de Picasso”. Y lo lograron. Hoy en día el Instituto Salk es un referente internacional en espacios neuroarquitectónicos, es decir que están diseñados teniendo en cuenta cómo funciona nuestro cerebro con el fin de fomentar el bienestar físico e intelectual.
Neuroarquitectura La semilla que dejó Jonas Salk acabó germinando en el 2003, año en el que nació la Academia de la neurociencia para la arquitectura en San Diego. En ella, expertos en ambas materias establecen sinergias para entender y conocer cómo el entorno modula el cerebro. Y no son los únicos que indagan en esta materia; poco a poco cada vez hay más escuelas de arquitectura que ofrecen introducciones a la neurociencia o colegios de arquitectos, como el de Catalunya que organizan seminarios y talleres en torno al tema. La idea es que si los diseños arquitectónicos incorporan principios neurológicos, seguramente potenciarán la creatividad y el confort de quienes ocupen esos edificios.
“Todo aquello que nos rodea, nos influye porque es información que llega al organismo. Y esa información hace que el cerebro ponga en marcha mecanismos de producción de hormonas que acaban produciendo sensaciones y emociones”, explica la doctora en biología Elisabet Silvestre, experta en biología del hábitat y que colabora con el Colegio Oficial de Arquitectos de Catalunya (COAC). Aunque la neuroarquitectura es un concepto bastante novedoso, que los arquitectos tomen en cuenta principios de salud a la hora de diseñar inmuebles no lo es. Y es lógico que sea así, porque más del 90% del tiempo que estamos despiertos al día lo pasamos dentro de edificios, y lamentablemente muchos de los cuales no están pensados y construidos para hacernos sentir bien.
De hecho, la Organización Mundial de la Salud (OMS) habla de edificios enfermos; alerta de que aproximadamente un 30% de los inmuebles actuales no ayudan a que el organismo mantenga el equilibrio; y cuando eso pasa, aparece la enfermedad. Existen numerosas pruebas y estudios que demuestran que la arquitectura afecta al conjunto del organismo. De ahí que desde la OMS se impulse la construcción de fincas pensadas para su función: para vivir, para trabajar, para descansar, para enfermos de Alzhéimer, para educar a los niños, para cuidar a personas convalecientes.
Se ha visto, por ejemplo, que los alumnos que estudian en clases con enormes ventanales y mucha luz obtienen mejores resultados que aquellos que lo hacen en aulas más oscuras. Y que los pacientes se recuperan mejor en hospitales diáfanos rodeados de espacios verdes. También se ha comprobado que, en cambio, ciertos ambientes de ciudad pueden causar malestar, incomodidad o incluso agresividad.
“Todo eso tiene que ver con el funcionamiento del cerebro”, explica el neurocientífico Francisco Mora, doctor en Medicina por la Universidad de Granada y en neurociencia por la Universidad de Oxford. Mora apunta que el diseño de espacios puede estimular la creatividad, mantener la atención y concentración de estudiantes y favorecer la relajación, tal y como recoge en su último libro Neuroeducación (Alianza).
Diseñar para las neuronas Los últimos avances en neurociencia pueden explicar ahora de qué manera percibimos el mundo que nos rodea, cómo nos movemos en el espacio y cómo el espacio físico nos puede condicionar la capacidad de resolver problemas. Esto no es algo totalmente nuevo para los arquitectos, porque a comienzos del siglo XX, ya se preocuparon por erigir edificios pensando en la gente. Lo nuevo es el arsenal de conocimiento e instrumentos que aporta la neurobiología.
Uno de los pilares básicos para esta relación entre las dos disciplinas se erigió hace unos 25 años, cuando se descubrió que teníamos un cerebro plástico. Hasta entonces, se creía que el cerebro adulto perdía neuronas a medida que envejecía y que el organismo, a diferencia de lo que ocurría por ejemplo con las células de la piel, era incapaz de reemplazarlas. A finales de la década de los noventa, varias investigaciones, como la liderada por el neurobiólogo Fred Gage, demostraron que sí nacen nuevas neuronas a lo largo de toda nuestra existencia, sobre todo en el hipocampo, la región del cerebro dedicada a procesar nueva información y a almacenar las memorias y recuerdos. En el 2003, Gage presentó este descubrimiento en una convención de arquitectos, en el Instituto Americano de Arquitectura. Y enunció una idea: los cambios en el entorno cambian el cerebro, y por tanto, modifican nuestro comportamiento.
Otro avance importante que ha propiciado que la arquitectura se acerque a la neurociencia es que ahora se comprende mejor cómo el cerebro analiza, interpreta y reconstruye el espacio y el tiempo, lo que aporta valiosas pistas a los arquitectos a la hora de distribuir los edificios. Pero hay mucho más, como la luz. “Una iluminación artificial deficiente no ayuda al cerebro que debe esforzarse mucho más; eso en las empresas puede influir en una baja productividad y en las escuelas en un bajo rendimiento”, explica la bióloga experta en arquitectura Elisabet Silvestre. En el 2008, el Instituto de Neurociencias de los Países Bajos realizó un estudio en residencias geriátricas. Seleccionó al azar seis de los 12 centros públicos holandeses y en esos instalaron un sistema de luz artificial extra con el que aumentaron hasta 1000 lux la iluminación, en el resto era de 300 lux. Una oficina bien iluminada suele tener unos 400 lux y un estudio de televisión, unos 1.000. Pues bien, durante los tres años y medio que duró el estudio, los científicos analizaron cada seis meses las capacidades cognitivas de los ancianos que residían en esos centros. Los que vivían en los mejor iluminados tenían un 5% menos de pérdida de capacidad cognitiva y había un 19% menos de casos de depresión.
La altura del techo también nos afecta. En el 2007, John Meyers-Levy, un profesor de marketing de la Universidad de Minnesota, colocó a cien voluntarios en una sala que tenía tres metros de altura; y a otras 100 personas en una sala con un techo de 2,40 m. Entonces, les pidió que clasificaran una serie de deportes por categorías que ellos debían escoger. Meyers-Levy comprobó que aquellos que estaban en la sala con el techo más alto habían llegado a clasificaciones más abstractas y creativas, mientras que los del techo más bajo optaron por criterios más concretos. Quizás este tipo de techos son muy adecuados para un quirófano, en que el cirujano debe concentrarse bien en los detalles, mientras que techos altos puede que sean más apropiados para talleres de artistas o escuelas.
Las zonas verdes son otros de los elementos clave. En el 2007 se publicó un estudio realizado por Nancy Welles, una psicóloga ambiental de la Universidad de Cornell, quien había analizado el comportamiento de niños de entre 7 y 12 años tras una mudanza familiar. Welles se percató de que si los chavales desde la nueva casa tenían vistas a algún espacio natural, como un parque o un jardín, conseguían mejores resultados en un test de atención. Y lo mismo en las escuelas: los alumnos que aprenden en aulas que ofrecen vistas a espacios verdes obtienen mejores notas que quienes ven edificios. En los hospitales los enfermos se recuperan antes si pueden observar espacios naturales desde la habitación. Y para los niños con autismo, pasar tiempo en contacto con la naturaleza, calma el trastorno, los hace sentir relajados.
Contemplar la naturaleza tiene un efecto restaurador para la mente y aumenta nuestra capacidad de concentración. “Nuestros códigos cerebrales se forjaron a lo largo de un proceso evolutivo en que estábamos en espacios abiertos, en la sabana africana. En esos lugares nuestro cerebro hace cuatro millones de años pasó de pesar 500 gr a los 1.500 gr de ahora. Y tenemos circuitos que responden a ese tipo de lugares, y que, por ejemplo, hacen que nos estresemos, aunque sea de forma inconsciente, cuando estamos en habitaciones estrechas y oscuras”, señala el neurocientífico Francisco Mora. Otra investigación observó mediante resonancia magnética del cerebro a los participantes mientras miraban objetos. Descubrieron que cuando veían cosas puntiagudas, angulosas, rectas, se activaba la amígdala, región cerebral asociada al miedo, ansiedad y peligro. “El cerebro codifica ese tipo de formas como agresivas e inconscientemente se sitúa en un estado de alerta, de inseguridad. Y pasa no sólo con los muebles, también con los edificios. La arquitectura, por ejemplo, de Calatrava puede provocar esa sensación inconsciente”, señala Francisco Mora.
En la ciudad La neuroarquitectura no sólo se centra en los edificios, sino también en el diseño de las ciudades. Según la ONU, en el 2050 dos de cada tres personas en el mundo vivirán en una metrópoli. Y eso, al parecer, conlleva un alto peaje para nuestro cerebro. Existen varios estudios que señalan que la memoria, la capacidad de concentración y de atención se ven afectados negativamente en medios urbanos. Y que los urbanitas padecen mayores niveles de ansiedad, depresión, estrés crónico y riesgo a padecer trastornos mentales graves que quienes viven en el campo.
“La ciudad se ha convertido en el origen de patologías y enfermedades”, alerta Mora. Estamos expuestos a olores, ruidos, tráfico, contaminación, espacios estrechos y reducidos. “Estamos muy estresados cuando convivimos con gente que se acerca demasiado a nuestro espacio, cuando nos hallamos en medio de aglomeraciones. En estos casos se registra una actividad muy alta en la amígdala, región relacionada con la detección de peligros, el miedo y el dolor, porque eso nos estresa y altera. También en la corteza cingulada, que focaliza la atención y tiene un rol relevante en la conducta emocional”. Al menos en experimentos llevados a cabo con roedores se sabe que los espacios masificados, los sonidos estridentes repentinos, las luces brillantes, los múltiples estímulos son potentes detonadores de la respuesta de estrés. Se segrega adrenalina, se activan las zonas del cerebro relacionadas con la atención y la vigilancia, aumenta el ritmo cardíaco.
Asimismo, la activación crónica de la respuesta de estrés se asocia con una desmejoría del sistema inmune, lo que acarrea problemas de salud y una tendencia a pillar infecciones víricas. Luego está la presión social, un aspecto que los científicos consideran muy dañino. “Tenemos un cerebro que ha absorbido un entorno que eran grandes extensiones de tierra abiertas y ahora hemos pasado de este medio idílico a ciudades con calles estrechas y abarrotadas. Y eso está disparando todos los sistemas de alerta y peligro del cerebro”, considera Mora.
El gran reto, señala la bióloga Elisabet Silvestre, es hacer de la ciudad un entorno saludable. “No tiene sentido que ahora todos pensemos en irnos a vivir al campo o a un ambiente más rural. Hay que diseñar y proyectar desde el punto de vista de un urbanismo más beneficioso para la salud física y emocional, que promueva la identidad y al individuo, a la vez que potencie al grupo, la socialización, la participación”.
Está claro que no podemos tirar abajo las urbes en que vivimos y comenzar a construirlas de cero, pero sí podemos apostar por una rehabilitación saludable introduciendo, por ejemplo, calles más anchas, edificios que aprovechen más la luz natural y, sobre todo, más zonas de vegetación; se ha visto que tienen un papel modulador de una mejor salud de las personas. “Ver árboles alarga la vida, minimiza los periodos de convalecencia en enfermos y mejora en general la calidad de vida. Se trata –asegura Silvestre– de hacer ciudades más sostenibles entendiendo los códigos neuronales de funcionamiento del cerebro”.
A comienzos de los cincuenta Jonas Salk buscaba una vacuna contra la poliomelitis, enfermedad muy contagiosa que causaba estragos: sólo en Estados Unidos se producían cerca de 50.000 nuevos casos cada año, lo que suponía miles de pacientes que morían o quedaban lisiados o con parálisis. Salk trabajaba en la Escuela de Medicina de la Universidad de Pittsburgh (EE.UU.) y conocía los principios de la vacunación establecidos por Pasteur: inocular una forma de virus muerto, inocuo, en el organismo para que produzca anticuerpos resistentes a la enfermedad. Con todo, este biólogo creía que en el caso de la polio se podía lograr esa inmunidad inyectando un virus vivo, como en las vacunas de la viruela o la rabia. Pero algo fallaba una y otra vez. Por más que lo intentara en su oscuro laboratorio situado en un sótano de la universidad. En un intento de romper con su rutina, decidió tomarse unas vacaciones. Viajó a Italia, a la ciudad medieval de Asís, y allí, dando largos paseos, las ideas fluyeron de nuevo. Una de ellas le condujo a la vacuna que buscaba.
Salk estaba convencido de que la clave de su inspiración se hallaba en aquel lugar bucólico y que el diseño y el entorno en que se había sumergido le habían ayudado a abrir su mente. Tanto creía en la influencia de la arquitectura en las neuronas que se asoció con el arquitecto Louis Kahn para construir el Instituto Salk, ubicado en el barrio de La Jolla, en San Diego. La instalación debía acoger un centro de investigación y tenía que estar pensado para fomentar la creatividad entre los investigadores.
Durante años colaboraron para crear aquel edificio que, como solían decir, “tenía que ser digno de una visita de Picasso”. Y lo lograron. Hoy en día el Instituto Salk es un referente internacional en espacios neuroarquitectónicos, es decir que están diseñados teniendo en cuenta cómo funciona nuestro cerebro con el fin de fomentar el bienestar físico e intelectual.
Neuroarquitectura La semilla que dejó Jonas Salk acabó germinando en el 2003, año en el que nació la Academia de la neurociencia para la arquitectura en San Diego. En ella, expertos en ambas materias establecen sinergias para entender y conocer cómo el entorno modula el cerebro. Y no son los únicos que indagan en esta materia; poco a poco cada vez hay más escuelas de arquitectura que ofrecen introducciones a la neurociencia o colegios de arquitectos, como el de Catalunya que organizan seminarios y talleres en torno al tema. La idea es que si los diseños arquitectónicos incorporan principios neurológicos, seguramente potenciarán la creatividad y el confort de quienes ocupen esos edificios.
“Todo aquello que nos rodea, nos influye porque es información que llega al organismo. Y esa información hace que el cerebro ponga en marcha mecanismos de producción de hormonas que acaban produciendo sensaciones y emociones”, explica la doctora en biología Elisabet Silvestre, experta en biología del hábitat y que colabora con el Colegio Oficial de Arquitectos de Catalunya (COAC). Aunque la neuroarquitectura es un concepto bastante novedoso, que los arquitectos tomen en cuenta principios de salud a la hora de diseñar inmuebles no lo es. Y es lógico que sea así, porque más del 90% del tiempo que estamos despiertos al día lo pasamos dentro de edificios, y lamentablemente muchos de los cuales no están pensados y construidos para hacernos sentir bien.
De hecho, la Organización Mundial de la Salud (OMS) habla de edificios enfermos; alerta de que aproximadamente un 30% de los inmuebles actuales no ayudan a que el organismo mantenga el equilibrio; y cuando eso pasa, aparece la enfermedad. Existen numerosas pruebas y estudios que demuestran que la arquitectura afecta al conjunto del organismo. De ahí que desde la OMS se impulse la construcción de fincas pensadas para su función: para vivir, para trabajar, para descansar, para enfermos de Alzhéimer, para educar a los niños, para cuidar a personas convalecientes.
Se ha visto, por ejemplo, que los alumnos que estudian en clases con enormes ventanales y mucha luz obtienen mejores resultados que aquellos que lo hacen en aulas más oscuras. Y que los pacientes se recuperan mejor en hospitales diáfanos rodeados de espacios verdes. También se ha comprobado que, en cambio, ciertos ambientes de ciudad pueden causar malestar, incomodidad o incluso agresividad.
“Todo eso tiene que ver con el funcionamiento del cerebro”, explica el neurocientífico Francisco Mora, doctor en Medicina por la Universidad de Granada y en neurociencia por la Universidad de Oxford. Mora apunta que el diseño de espacios puede estimular la creatividad, mantener la atención y concentración de estudiantes y favorecer la relajación, tal y como recoge en su último libro Neuroeducación (Alianza).
Diseñar para las neuronas Los últimos avances en neurociencia pueden explicar ahora de qué manera percibimos el mundo que nos rodea, cómo nos movemos en el espacio y cómo el espacio físico nos puede condicionar la capacidad de resolver problemas. Esto no es algo totalmente nuevo para los arquitectos, porque a comienzos del siglo XX, ya se preocuparon por erigir edificios pensando en la gente. Lo nuevo es el arsenal de conocimiento e instrumentos que aporta la neurobiología.
Uno de los pilares básicos para esta relación entre las dos disciplinas se erigió hace unos 25 años, cuando se descubrió que teníamos un cerebro plástico. Hasta entonces, se creía que el cerebro adulto perdía neuronas a medida que envejecía y que el organismo, a diferencia de lo que ocurría por ejemplo con las células de la piel, era incapaz de reemplazarlas. A finales de la década de los noventa, varias investigaciones, como la liderada por el neurobiólogo Fred Gage, demostraron que sí nacen nuevas neuronas a lo largo de toda nuestra existencia, sobre todo en el hipocampo, la región del cerebro dedicada a procesar nueva información y a almacenar las memorias y recuerdos. En el 2003, Gage presentó este descubrimiento en una convención de arquitectos, en el Instituto Americano de Arquitectura. Y enunció una idea: los cambios en el entorno cambian el cerebro, y por tanto, modifican nuestro comportamiento.
Otro avance importante que ha propiciado que la arquitectura se acerque a la neurociencia es que ahora se comprende mejor cómo el cerebro analiza, interpreta y reconstruye el espacio y el tiempo, lo que aporta valiosas pistas a los arquitectos a la hora de distribuir los edificios. Pero hay mucho más, como la luz. “Una iluminación artificial deficiente no ayuda al cerebro que debe esforzarse mucho más; eso en las empresas puede influir en una baja productividad y en las escuelas en un bajo rendimiento”, explica la bióloga experta en arquitectura Elisabet Silvestre. En el 2008, el Instituto de Neurociencias de los Países Bajos realizó un estudio en residencias geriátricas. Seleccionó al azar seis de los 12 centros públicos holandeses y en esos instalaron un sistema de luz artificial extra con el que aumentaron hasta 1000 lux la iluminación, en el resto era de 300 lux. Una oficina bien iluminada suele tener unos 400 lux y un estudio de televisión, unos 1.000. Pues bien, durante los tres años y medio que duró el estudio, los científicos analizaron cada seis meses las capacidades cognitivas de los ancianos que residían en esos centros. Los que vivían en los mejor iluminados tenían un 5% menos de pérdida de capacidad cognitiva y había un 19% menos de casos de depresión.
La altura del techo también nos afecta. En el 2007, John Meyers-Levy, un profesor de marketing de la Universidad de Minnesota, colocó a cien voluntarios en una sala que tenía tres metros de altura; y a otras 100 personas en una sala con un techo de 2,40 m. Entonces, les pidió que clasificaran una serie de deportes por categorías que ellos debían escoger. Meyers-Levy comprobó que aquellos que estaban en la sala con el techo más alto habían llegado a clasificaciones más abstractas y creativas, mientras que los del techo más bajo optaron por criterios más concretos. Quizás este tipo de techos son muy adecuados para un quirófano, en que el cirujano debe concentrarse bien en los detalles, mientras que techos altos puede que sean más apropiados para talleres de artistas o escuelas.
Las zonas verdes son otros de los elementos clave. En el 2007 se publicó un estudio realizado por Nancy Welles, una psicóloga ambiental de la Universidad de Cornell, quien había analizado el comportamiento de niños de entre 7 y 12 años tras una mudanza familiar. Welles se percató de que si los chavales desde la nueva casa tenían vistas a algún espacio natural, como un parque o un jardín, conseguían mejores resultados en un test de atención. Y lo mismo en las escuelas: los alumnos que aprenden en aulas que ofrecen vistas a espacios verdes obtienen mejores notas que quienes ven edificios. En los hospitales los enfermos se recuperan antes si pueden observar espacios naturales desde la habitación. Y para los niños con autismo, pasar tiempo en contacto con la naturaleza, calma el trastorno, los hace sentir relajados.
Contemplar la naturaleza tiene un efecto restaurador para la mente y aumenta nuestra capacidad de concentración. “Nuestros códigos cerebrales se forjaron a lo largo de un proceso evolutivo en que estábamos en espacios abiertos, en la sabana africana. En esos lugares nuestro cerebro hace cuatro millones de años pasó de pesar 500 gr a los 1.500 gr de ahora. Y tenemos circuitos que responden a ese tipo de lugares, y que, por ejemplo, hacen que nos estresemos, aunque sea de forma inconsciente, cuando estamos en habitaciones estrechas y oscuras”, señala el neurocientífico Francisco Mora. Otra investigación observó mediante resonancia magnética del cerebro a los participantes mientras miraban objetos. Descubrieron que cuando veían cosas puntiagudas, angulosas, rectas, se activaba la amígdala, región cerebral asociada al miedo, ansiedad y peligro. “El cerebro codifica ese tipo de formas como agresivas e inconscientemente se sitúa en un estado de alerta, de inseguridad. Y pasa no sólo con los muebles, también con los edificios. La arquitectura, por ejemplo, de Calatrava puede provocar esa sensación inconsciente”, señala Francisco Mora.
En la ciudad La neuroarquitectura no sólo se centra en los edificios, sino también en el diseño de las ciudades. Según la ONU, en el 2050 dos de cada tres personas en el mundo vivirán en una metrópoli. Y eso, al parecer, conlleva un alto peaje para nuestro cerebro. Existen varios estudios que señalan que la memoria, la capacidad de concentración y de atención se ven afectados negativamente en medios urbanos. Y que los urbanitas padecen mayores niveles de ansiedad, depresión, estrés crónico y riesgo a padecer trastornos mentales graves que quienes viven en el campo.
“La ciudad se ha convertido en el origen de patologías y enfermedades”, alerta Mora. Estamos expuestos a olores, ruidos, tráfico, contaminación, espacios estrechos y reducidos. “Estamos muy estresados cuando convivimos con gente que se acerca demasiado a nuestro espacio, cuando nos hallamos en medio de aglomeraciones. En estos casos se registra una actividad muy alta en la amígdala, región relacionada con la detección de peligros, el miedo y el dolor, porque eso nos estresa y altera. También en la corteza cingulada, que focaliza la atención y tiene un rol relevante en la conducta emocional”. Al menos en experimentos llevados a cabo con roedores se sabe que los espacios masificados, los sonidos estridentes repentinos, las luces brillantes, los múltiples estímulos son potentes detonadores de la respuesta de estrés. Se segrega adrenalina, se activan las zonas del cerebro relacionadas con la atención y la vigilancia, aumenta el ritmo cardíaco.
Asimismo, la activación crónica de la respuesta de estrés se asocia con una desmejoría del sistema inmune, lo que acarrea problemas de salud y una tendencia a pillar infecciones víricas. Luego está la presión social, un aspecto que los científicos consideran muy dañino. “Tenemos un cerebro que ha absorbido un entorno que eran grandes extensiones de tierra abiertas y ahora hemos pasado de este medio idílico a ciudades con calles estrechas y abarrotadas. Y eso está disparando todos los sistemas de alerta y peligro del cerebro”, considera Mora.
El gran reto, señala la bióloga Elisabet Silvestre, es hacer de la ciudad un entorno saludable. “No tiene sentido que ahora todos pensemos en irnos a vivir al campo o a un ambiente más rural. Hay que diseñar y proyectar desde el punto de vista de un urbanismo más beneficioso para la salud física y emocional, que promueva la identidad y al individuo, a la vez que potencie al grupo, la socialización, la participación”.
Está claro que no podemos tirar abajo las urbes en que vivimos y comenzar a construirlas de cero, pero sí podemos apostar por una rehabilitación saludable introduciendo, por ejemplo, calles más anchas, edificios que aprovechen más la luz natural y, sobre todo, más zonas de vegetación; se ha visto que tienen un papel modulador de una mejor salud de las personas. “Ver árboles alarga la vida, minimiza los periodos de convalecencia en enfermos y mejora en general la calidad de vida. Se trata –asegura Silvestre– de hacer ciudades más sostenibles entendiendo los códigos neuronales de funcionamiento del cerebro”.