La torre brutalista, construida en 1963 en el sur de Inglaterra, merece un proyecto de renovación que mantenga su estética original. Ahora, la sustitución de sus ventanas ha desatado la indignación de los residentes
Publicado en El País el 6de julio de 2024 | Daniel Díez Martínez | Foto: El edificio Arlington frente a la playa en Kent. ALAMY STOCK PHOTO
William Turner definió los cielos de Margate como “los más hermosos de toda Europa”. Los capturó en docenas de acuarelas luminiscentes y óleos crepusculares, tan delicados que parecían sueños. Un siglo después, un bloque de hormigón y vidrio de 60 metros de altura transformó aquel paisaje marino con violento optimismo. Era 1963, y la Arlington House se erigió como avanzadilla de un a la postre fallido proceso de transformación de aquella localidad costera al este de Londres en un centro turístico de renombre. Hoy, este coloso brutalista es el protagonista de una historia que ilustra en clave local problemas globales como la crisis de acceso a la vivienda, la pobre eficiencia energética en nuestros edificios o la falta de consideración hacia el patrimonio arquitectónico contemporáneo.
La Arlington House fue un proyecto ambicioso. El arquitecto Philip Russell Diplock concibió una torre de viviendas de 18 plantas forrada con paneles prefabricados de hormigón blanco y sílex calcinado diseñados para reflejar la luz del sol. Funcional y estructuralmente flexible, su ingeniosa planta en forma de diente de sierra y la banda de acristalamiento continuo en las fachadas este y oeste permitiría a todos los residentes de los 142 apartamentos del complejo disfrutar de unas vistas de infarto de las mismas playas que pronto serían escenario de violentas peleas entre mods y rockers. La verticalidad de la torre quedaría compensada con la horizontalidad de un podio proyectado para alojar más de medio centenar de locales comerciales y de ocio, un aparcamiento de 400 plazas, una estación de autobuses, aseos, taquillas y una gasolinera. Era un proyecto ambicioso. Quizá demasiado. O tal vez “un poco adelantado a su tiempo”, tal como declaró un portavoz del grupo promotor en julio de 1964 para justificar que, más de un año después de su construcción, solamente uno de los pisos y dos de los locales habían sido ocupados.
La función comercial del complejo nunca llegó a prosperar. Hace años, una importante cadena de supermercados británica quiso establecerse en los bajos del edificio, pero las negociaciones no llegaron a buen puerto. Hoy, los locales y el aparcamiento permanecen abandonados. Sin embargo, los apartamentos gozan de gran popularidad como residencia permanente o vacacional. Este último es el caso del flamante director del British Museum, Nicholas Cullinan, y el marchante de arte Mattias Vendelmans. Su refugio de fin de semana en la planta 14 de la Arlington House despliega un sistema caleidoscópico de mamparas de vidrio correderas y paneles de espejo dispuestos en paredes y techos que permiten incorporar el cielo que obsesionó a Turner en cada rincón del apartamento. El apartamento protagonizó recientemente la portada de la revista World of Interiors, la biblia mensual de la decoración.
Dos pisos más arriba vive David Walker, director del estudio de arquitectura William Matthews Associates. Se define como “un auténtico apasionado por la Arlington House”, no solo por su valor arquitectónico, sino por su espíritu comunitario. “Una de las cosas más maravillosas de este edificio es la diversidad de los que vivimos en él”, declara en una entrevista para ICON Design.
Ahora esta pluralidad está en riesgo. En un edificio en el que aproximadamente la mitad de los vecinos son propietarios, la otra mitad, que reside en régimen de alquiler, se encuentra a merced de un mercado inmobiliario agresivo. Recientemente, Freshwater Property Management Limited, la empresa titular del contrato de arrendamiento del bloque y propietaria de 36 pisos de alquiler, ha comunicado a sus inquilinos incrementos de hasta un 30%. “Esto refleja una tendencia que afecta a todo el país, no sólo a Margate”, lamenta Walker. ¿Estamos ante un proceso de gentrificación? “No lo creo. De momento, los residentes no están siendo expulsados y reemplazados por ricos de fuera de la ciudad. El precio de compra y alquiler sigue resultando parecido al de otras propiedades similares en la zona.”
Otra de las polémicas que rodean a la Arlington House tiene que ver con su estado de conservación. En 2001 un incendio causó la muerte de una persona y trece tuvieron que ser hospitalizadas. En 2019, un joven se precipitó al vacío mientras estaba sentado en el alféizar de la ventana fumando un cigarrillo. Además, durante años los ascensores se estropeaban con frecuencia, dejando a los residentes más mayores atrapados en sus casas. “Eran los ascensores originales de la década de 1960, así que el año pasado decidimos cambiarlos por unos nuevos”, explica Walker. “Durante la instalación, una subida de tensión quemó los motores y estuvimos sin ascensores durante un mes. Algunos residentes fueron realojados temporalmente, pero otros tuvieron que luchar para subir y bajar las escaleras. Afortunadamente, afloró un fantástico espíritu de comunidad que hizo que los vecinos nos organizáremos para ayudarnos los unos a los otros. Un año después, funcionan perfectamente”, dice con orgullo.
Ahora, son las ventanas las que están dando problemas. Algunos vecinos se quejan de que son muy viejas, que “traquetean, aúllan y tiemblan”, y denuncian que las facturas de calefacción resultan escandalosas. “Se trata de unas hermosas ventanas correderas de aluminio anodizado dispuestas para crear bandas horizontales continuas que se alternan con los antepechos de hormigón. Pueden abrirse en toda su anchura, y los marcos son muy delgados, lo cual nos permite disfrutar de unas increíbles vistas panorámicas”, detalla Walker. “Sin embargo, no se han mantenido adecuadamente, por lo que los años y el ambiente marino las han deteriorado. Solamente tienen una hoja de vidrio, no se deslizan tan suavemente como deberían y permiten la entrada de corrientes de aire, así que los pisos pueden ser fríos en invierno”.
Hace unos meses, la empresa gestora presentó un proyecto de sustitución de las ventanas originales por unas con doble acristalamiento “acorde con la normativa y los estándares modernos”, según declararon sus responsables. La intervención se enmarcaría en “un plan más amplio de reparación y renovación que, una vez completado, contribuirá a restaurar este edificio emblemático”. La propuesta desató la indignación de los residentes, que respondieron al anuncio con más de 150 cartas de protesta.
“Las ventanas tienen más de sesenta años y sabemos que tendremos que reemplazarlas tarde o temprano. Por tanto, la cuestión no es si se deben cambiar o no, sino cuáles se pondrán en su lugar”, matiza Walker. Y continúa: “El objetivo debería ser encontrar un modelo que se adapte al espíritu del diseño original y que cumpla con las regulaciones vigentes. Es posible instalar ventanas nuevas con doble acristalamiento que resulten similares a las que tenemos, es decir, correderas y con un marco delgado de aluminio anodizado. Sin embargo, la gestora pretende sustituirlas por unas ventanas oscilobatientes. Es una solución pésima, que tendrá un gran impacto negativo tanto en la imagen exterior como en la percepción interior de los apartamentos. Los marcos originales fueron diseñados para minimizar cualquier interferencia visual con el paisaje. Los que proponen son mucho más gruesos y toscos, completamente inapropiados para este edificio. Nos arruinarán las vistas a todos”, sentencia el arquitecto.
Más allá de criterios arquitectónicos, energéticos y estéticos, existen otras razones de índole económico que motivan la negativa de los vecinos. “Sospechamos que la decisión de cambiar las ventanas no sólo tiene que ver con aumentar la eficiencia energética del edificio y reducir los costes de calefacción. Los paneles de revestimiento de la fachada también se están deteriorando. Estos trabajos de reparación y limpieza exigen la colocación de andamios, lo que resulta caro y muy molesto. El arrendatario principal tomó la decisión de hacer todos los trabajos al mismo tiempo, lo que podría costar más de 40.000 libras (unos 47.000 euros) por apartamento. Es un precio que muchos de los residentes actuales no podrán asumir”.
Conservar un edificio resulta caro. A este respecto, conviene no ser ingenuos: las grandes obras de la historia de la arquitectura no siguen en pie solamente porque se construyeron maravillosamente. Nos gastamos muchísimo dinero en trabajos de restauración para mantenerlos en un estado lo más fiel posible al original. Que un proyecto sea o no merecedor de estos recursos puede ser bastante subjetivo. En 2011, los residentes de la Arlington House intentaron incluir su hogar en el registro de monumentos nacionales de la English Heritage, un reconocimiento que le habría otorgado cierto grado de protección para defenderse de actuaciones como las que denuncian Walker y sus vecinos. Sin embargo, la solicitud fue rechazada por considerar que “la importancia local del proyecto, que marca una fase especialmente ambiciosa del desarrollo de la ciudad costera en la posguerra, no se traduce en un interés histórico a escala nacional”.
El caso de la Arlington House protagoniza otro capítulo más en el candente debate de la restauración de la arquitectura moderna. Y es que adaptar edificios que fueron construidos hace décadas a las normativas y a las exigencias medioambientales del siglo XXI puede ser una misión imposible. ¿Es realmente necesario? Si nunca permitiríamos que los muros de mármol de Carrara, Prato y Siena de la catedral de Santa María del Fiore se forraran con planchas de poliestireno para reducir las pérdidas por transmisión térmica, la pregunta es: ¿por qué somos tan transigentes cuando se trata del legado arquitectónico reciente?