Publicado el lunes, 12 de mayo del 2014, en El Mundo
El antiguo ferrocarril elevado atrae más visitantes que la Estatua de la LibertadPublicado el lunes, 12 de mayo del 2014, en El Mundo
El antiguo ferrocarril elevado atrae más visitantes que la Estatua de la Libertad
A la altura de la calle 30 con la Novena Avenida, los raíles del tren elevado que recorría el oeste de Manhattan giran en una pronunciada curva hacia el río Hudson. Pasan sobre las locomotoras en reposo de la estación de Pensilvania y se asoman al final de la isla.
A la sombra de los andamios de dos nuevos rascacielos, decenas de obreros asfaltan con gravilla brillante el último tramo de la High Line, parque de diseño y museo al aire libre desde 2009 y una de las mayores atracciones de la ciudad. Muchos de los trabajadores han ayudado a rehabilitar la estructura desde el principio de su rescate. Funden la madera con el cemento en los bancos y hacen soportes metálicos con los restos de las vías para plantar nuevos árboles, sujetar los marcos recubiertos donde jugarán los niños en unos meses o hacer sitio para las nuevas esculturas que se instalarán en otoño.
El año pasado, cuando apenas habían empezado las obras, ya expuso aquí la suiza Carol Bove. Las entradas de los tours limitados se agotaron para todo el verano en junio. Para la inauguración del final de la High Line, llegarán a esta curva las enormes esculturas del argentino Adrián Villar Rojas. El escultor suele utilizar en sus obras patatas, cáscaras de huevo o de naranja y hierba. Esta vez también integrará semillas encontradas entre los raíles y otros materiales reciclados del parque. Villar Rojas dice que quiere representar “el constante crecimiento y cambio de Nueva York” y a la vez “la fragilidad de la civilización”.
Esta noche llega la tierra nueva, pero la mayoría de las plantas son las que han crecido libres durante décadas por las semillas que han dejado los pájaros o el viento.
“En este último tramo se puede caminar entre los raíles originales y ver la vegetación en un estado muy parecido a cómo la encontramos”, explica Megan Freed, la portavoz de la asociación que gestiona la High Line y quien pasea a EL MUNDO por las obras cerradas al público.
Más popular que el MoMA
Los visitantes merodean al otro lado de una reja para intentar ver cómo serán los últimos metros de los dos kilómetros y medio de la popular High Line. Unos cinco millones de personas pasarán por el parque este año, más de los que visitan la Estatua de la Libertad o el MoMA. “Y pensar que los fundadores calculaban que tendríamos 300.000 visitantes”, exclama Freed.
Los fundadores son Joshua David y Robert Hammond, dos vecinos del oeste de Manhattan que se conocieron en 1999 en una reunión de la asociación de la zona sobre la demolición de la estructura.
El ferrocarril elevado -unos 10 metros del suelo- fue construido entre 1929 y 1934 para evitar los accidentes que causaban los trenes de mercancías en medio de las ya caóticas calles de Manhattan, abigarradas de coches de carruajes, tranvías y peatones. Las vías llegaban hasta una estación que ya no existe en TriBeCa, pero la mayor parte del viaducto fue destruido en 1960. El último tren pasó en abril de 1980 cargado de pavos congelados. Las vías sufrieron entonces el deterioro habitual en la ciudad en esa década, pero el lugar siempre tuvo sus enamorados. La High Line sale en la primera escena de ‘Manhattan’, justo cuando Woody Allen dice: “Capítulo uno. Él adoraba Nueva York”.
Antes que David y Hammond, el primer aspirante a rescatador fue Peter Obletz, ex mánager de danza, consultor de transportes y apasionado de trenes que soñaba con que las vías volvieran a funcionar un día. Compró por 10 dólares toda la estructura a la empresa de ferrocarril que quería deshacerse de ella para no tener que pagar por su destrucción y se gastó la mayor parte de su dinero en luchar contra el Departamento de Transportes de Nueva York, que consiguió desautorizar la venta en 1987. Obletz murió en 1996 a los 50 años. Su funeral se celebró entre trenes: en la estación Grand Central Terminal.
Cuando aparecieron por casualidad en aquella reunión vecinal de 1999, David colaboraba para varias revistas y Hammond tenía una empresa de gafas de sol. No sabían nada de trenes, pero propusieron crear Friends of the High Line para salvar la estructura, convirtiéndola en un parque y museo, un proyecto que ya se había hecho en París. Algunos decían que eran sólo “dos tíos con un logo”. Pero tuvieron la suerte de que el visionario Michael Bloomberg fuera elegido alcalde en 2001. No sólo apadrinó el proyecto, sino que les enseñó cómo conseguir más dinero acudiendo a la filantropía. Y así nació un parque botánico, centro de exposiciones y pasaje con vistas en los viejos raíles.
El último tramo a punto de abrir ahora era el “más cuestionado”, según cuenta la portavoz, por la construcción de nuevos rascacielos de lujo alrededor de ese final. La empresa de transportes propietaria no donó este segmento a la ciudad hasta que estuvo segura de que las inmobiliarias no aceptaron que los viejos raíles y los rascacielos pudiesen “convivir” con la High Line.
La última batalla ha sido justo donde empezó la de Peter Obletz. En 1978, vivía debajo de este último tramo, en la calle 30 y la Undécima Avenida, en un viejo edificio del ferrocarril que había alquilado y junto a dos antiguos vagones que se dedicaba a restaurar. Un día se le ocurrió subir por una escalerilla metálica exterior hacia la estructura que le hacía sombra. Apareció en este rincón cerca del Hudson y descubrió una “inimaginable tranquilidad” a 10 metros sobre Manhattan.
A la altura de la calle 30 con la Novena Avenida, los raíles del tren elevado que recorría el oeste de Manhattan giran en una pronunciada curva hacia el río Hudson. Pasan sobre las locomotoras en reposo de la estación de Pensilvania y se asoman al final de la isla.
A la sombra de los andamios de dos nuevos rascacielos, decenas de obreros asfaltan con gravilla brillante el último tramo de la High Line, parque de diseño y museo al aire libre desde 2009 y una de las mayores atracciones de la ciudad. Muchos de los trabajadores han ayudado a rehabilitar la estructura desde el principio de su rescate. Funden la madera con el cemento en los bancos y hacen soportes metálicos con los restos de las vías para plantar nuevos árboles, sujetar los marcos recubiertos donde jugarán los niños en unos meses o hacer sitio para las nuevas esculturas que se instalarán en otoño.
El año pasado, cuando apenas habían empezado las obras, ya expuso aquí la suiza Carol Bove. Las entradas de los tours limitados se agotaron para todo el verano en junio. Para la inauguración del final de la High Line, llegarán a esta curva las enormes esculturas del argentino Adrián Villar Rojas. El escultor suele utilizar en sus obras patatas, cáscaras de huevo o de naranja y hierba. Esta vez también integrará semillas encontradas entre los raíles y otros materiales reciclados del parque. Villar Rojas dice que quiere representar “el constante crecimiento y cambio de Nueva York” y a la vez “la fragilidad de la civilización”.
Esta noche llega la tierra nueva, pero la mayoría de las plantas son las que han crecido libres durante décadas por las semillas que han dejado los pájaros o el viento.
“En este último tramo se puede caminar entre los raíles originales y ver la vegetación en un estado muy parecido a cómo la encontramos”, explica Megan Freed, la portavoz de la asociación que gestiona la High Line y quien pasea a EL MUNDO por las obras cerradas al público.
Más popular que el MoMA
Los visitantes merodean al otro lado de una reja para intentar ver cómo serán los últimos metros de los dos kilómetros y medio de la popular High Line. Unos cinco millones de personas pasarán por el parque este año, más de los que visitan la Estatua de la Libertad o el MoMA. “Y pensar que los fundadores calculaban que tendríamos 300.000 visitantes”, exclama Freed.
Los fundadores son Joshua David y Robert Hammond, dos vecinos del oeste de Manhattan que se conocieron en 1999 en una reunión de la asociación de la zona sobre la demolición de la estructura.
El ferrocarril elevado -unos 10 metros del suelo- fue construido entre 1929 y 1934 para evitar los accidentes que causaban los trenes de mercancías en medio de las ya caóticas calles de Manhattan, abigarradas de coches de carruajes, tranvías y peatones. Las vías llegaban hasta una estación que ya no existe en TriBeCa, pero la mayor parte del viaducto fue destruido en 1960. El último tren pasó en abril de 1980 cargado de pavos congelados. Las vías sufrieron entonces el deterioro habitual en la ciudad en esa década, pero el lugar siempre tuvo sus enamorados. La High Line sale en la primera escena de ‘Manhattan’, justo cuando Woody Allen dice: “Capítulo uno. Él adoraba Nueva York”.
Antes que David y Hammond, el primer aspirante a rescatador fue Peter Obletz, ex mánager de danza, consultor de transportes y apasionado de trenes que soñaba con que las vías volvieran a funcionar un día. Compró por 10 dólares toda la estructura a la empresa de ferrocarril que quería deshacerse de ella para no tener que pagar por su destrucción y se gastó la mayor parte de su dinero en luchar contra el Departamento de Transportes de Nueva York, que consiguió desautorizar la venta en 1987. Obletz murió en 1996 a los 50 años. Su funeral se celebró entre trenes: en la estación Grand Central Terminal.
Cuando aparecieron por casualidad en aquella reunión vecinal de 1999, David colaboraba para varias revistas y Hammond tenía una empresa de gafas de sol. No sabían nada de trenes, pero propusieron crear Friends of the High Line para salvar la estructura, convirtiéndola en un parque y museo, un proyecto que ya se había hecho en París. Algunos decían que eran sólo “dos tíos con un logo”. Pero tuvieron la suerte de que el visionario Michael Bloomberg fuera elegido alcalde en 2001. No sólo apadrinó el proyecto, sino que les enseñó cómo conseguir más dinero acudiendo a la filantropía. Y así nació un parque botánico, centro de exposiciones y pasaje con vistas en los viejos raíles.
El último tramo a punto de abrir ahora era el “más cuestionado”, según cuenta la portavoz, por la construcción de nuevos rascacielos de lujo alrededor de ese final. La empresa de transportes propietaria no donó este segmento a la ciudad hasta que estuvo segura de que las inmobiliarias no aceptaron que los viejos raíles y los rascacielos pudiesen “convivir” con la High Line.
La última batalla ha sido justo donde empezó la de Peter Obletz. En 1978, vivía debajo de este último tramo, en la calle 30 y la Undécima Avenida, en un viejo edificio del ferrocarril que había alquilado y junto a dos antiguos vagones que se dedicaba a restaurar. Un día se le ocurrió subir por una escalerilla metálica exterior hacia la estructura que le hacía sombra. Apareció en este rincón cerca del Hudson y descubrió una “inimaginable tranquilidad” a 10 metros sobre Manhattan.