BLANCO
2005
Percibo, año tras año, un exceso de reglamentación, unas ansias por parte de la administración de controlarlo todo, un miedo, en el fondo, a la libertad… Las licencias son -y deben de ser- regladas. Pero sin arquitectos que las apliquen, de manera flexible e inteligente, podría recurrirse a máquinas expendedoras de licencias, como esas que en los Estados Unidos sustituyen a los jueces en las separaciones de mutuo acuerdo. Y malo cuando el urbanismo no se resuelve desde el proyecto. Esa división entre poderes diluye responsabilidades bajo lo que en el ejército llaman obediencia debida y en la sociedad civil división de funciones: ni el juez que juzga es quien redacta la ley, “dura lex sed lex”, ni el que fusila es quien ordena el fusilamiento.
Pero entre arquitectos que redactan normativas y arquitectos que las aplican, entre músicos que componen y músicos que interpretan, cuando la música suena mal es que hay algo que no funciona. Y de lo que también estoy convencido es que no hay peores arquitectos en la administración que delante, de este lado del mostrador. De la manera en la que los políticos que tenemos no son peores que aquellos a quienes nos representan. Vista la producción, entiendes a veces, las enormes ansias de legislar, la necesidad de algunos por preservarlo todo. ¿Cómo conciliar los hechos?
Las licencias son regladas. Y especifican, en muchos municipios en los que trabajamos, que los edificios se acabarán “en pendiente y se cubrirán con teja árabe”. Pero hoy, hay materiales que permiten cumplir la misma función de la teja, cubiertas que funcionan perfectamente, que son más modernas y seguramente por ello, más acordes con la arquitectura de nuestro tiempo. Hay determinadas arquitecturas en las que el uso de tejas no ayuda precisamente, al no ser éstas parte de su vocabulario formal. Y no porque la teja, invento milenario donde los haya, no funcione, sino porque seguramente no es el material más adecuado a cuanto esa arquitectura quiere expresar.
Y la arquitectura, les guste o no a muchos, es un producto cultural, hija de su tiempo. Y la cosa va de matices. Una sola pincelada en vano puede destrozar la más delicada de las acuarelas… Uno aprendió, leyendo a Kundera que en la vida “una vez es sólo una vez”. Y no es muy distinto en arquitectura. El edificio que no has construido, otro lo hará en tu lugar. Y cuanto no has contado en un lugar, deberás contarlo en otro. No hay posibilidad de reparar los errores cometidos. “No hay elección: has de escoger”. A diario, miles de veces… Hoy se sigue construyendo con paredes de gero, pero también con panel sándwich y chapas metálicas. Se sigue pensando, al proyectar, en la ventilación cruzada, pero los modernos sistemas de aire acondicionado ayudan a resolver más de una situación. El apartamento tipo “loft” no deja de responder a una lógica industrial, y es fruto de las reconversiones del mundo en que vivimos. E incluso los más furibundos detractores de la civilización no sólo van en coche, sino en avión, hasta el lugar de la manifestación antiglobalización y luego ven las noticias por la televisión, de cuanto acaban de protagonizar, casi en tiempo real.
Con la voluntad de legislar y controlar, algunas normativas especifican incluso el color a emplear. Y propugnan colores tierra, como un mal menor, para así integrar las casas en su entorno. Por eso, cada vez hay más viviendas que se pintan de este color. Cualquier color menos el blanco. Se meten con el color por miedo a lo moderno. Incluso hay municipios de la costa catalana en los que están estudiando la posibilidad de dejar pintar las casas verde botella para que no se vean desde el mar. Y como las normativas se copian unas a otras, copian incluso los errores que pasan de municipio a municipio, cómo se extiende una mancha de aceite, como una gangrena, como un cáncer. Es cierto que blancas son las casas del movimiento moderno. Blancas son las casas de Le Corbusier, las “Villas blancas” con las que aprendimos a proyectar generaciones de arquitectos. Y blancas las de Gropius de la Bauhaus, y las de Alvar Aalto y, más recientemente, las de Siza Vieira o las de Souto da Moura en Portugal o las de Pawson o Chiperfield, en Inglaterra. Me gustaría rehuir de referencias locales pero no me costaría hablar de la obra de Sostres o la de Coderch (qué horrorosas deben de parecerles a quien no le gusta la arquitectura moderna las casas Ugalde, Catasús, Uriach o Rozes, tan blancas ellas, tan desafiantes) o las de Campo Baeza. Pero es que blancas son las casas de Mikonos y las de Santorini en Grecia, y las de Ibiza y las de Menorca en Baleares. Blancas son las casas de Andalucía y las de Túnez y, también son blancas las casas del casco viejo de Cadaqués o de Llançà. El blanco es un color limpio, es afirmación del hecho de construir (sostengo que tienen miedo) y es, además, fresco en verano. No convirtamos la vida en algo gris.
Un edificio, en un entorno consolidado, debe integrarse en su contexto. Y pocos aspectos tan determinantes como la elección del color para ayudar a que así sea. Aunque a veces uno decida integrarse por oposición, denunciando la vulgaridad de su entorno. Así hay edificios que se esconden en su caparazón y se vuelven ensimismados, según la estrategia del caracol y otros, se defienden, mostrando las púas, según la del armadillo. Pero a una vivienda unifamiliar aislada le bastaría con cumplir ciertos gálibos. A partir de ahí, será la pericia y el buen hacer de quienes la proyecten -y de quienes la construyan-, para que el resultado sea ejemplo y referencia o, una vez más, su reverso.
Octavio Mestre | Mayo de 2005
Foto: Habitatge a Cubelles, 1997