La fealdad de España ha sido por falta de sensibilidad y avaricia. Léase corrupción. La han permitido los ayuntamientos, de derechas preferentemente, pero del PSOE también
Publicado en El Periódico el 5 de mayo de 2022
España es preciosa, un país con una riqueza natural y patrimonial excelsa. Pero, ciertamente, sus ciudades y pueblos se han ido afeando desde el franquismo hasta nuestros días. Sin que la llegada de la democracia corrigiese el rumbo. Al contrario, precipitándolo. Hoy nuestra urbanización y arquitectura es notablemente anodina, insolente o incluso insultante. Muchos así lo percibimos, pero lo ha escrito con rigor y contundencia Andrés Rubio en su libro ‘España fea’ (Debate), con una portada fea –suponemos que adrede–, con el aberrante hotel Algarrobico aún desafiante. Considera que el desmadre urbanístico ha sido el mayor fracaso de la democracia. Pero en el Congreso jamás ha habido un debate al respecto de tal evidencia.
Sobre belleza o fealdad, es decir sobre gustos, se dice que no hay nada escrito. A lo que el arquitecto Federico Correa añadía altivamente: “Eso es que usted ha leído poco”. Sí existe el gusto. Hay construcciones horripilantes y preciosas. Para los eruditos y para la gente en general. ¿Y qué pasa si es feo un edificio de viviendas? Mientras funcione… Aparentemente poca cosa, pero es que la fealdad suele ir relacionada con la avaricia, la impericia y hasta la delincuencia. Basta analizar cómo está el litoral español y demás pelotazos urbanísticos. Rafael Sánchez Ferlosio lo advertía en una columna épica, publicada en ‘El País’ en 1994, titulada ‘La fealdad’: “No despreciéis el poder de la fealdad, porque es la puerta de la estupidez y esta lo es a su vez de la maldad.” El arquitecto Luis Feduchi encabeza el prólogo de este libro con una cita de Theodor Adorno: “La impresión de fealdad surge de un principio de violencia, de destrucción”, en la misma dirección no esteticista. Y esa fue la tesis del añorado Oriol Bohigas,cuando dictó la conferencia ‘Más feo que el Escorial’, refiriéndose al imposible proyecto del Centro de Arte Reina Sofía de Madrid en un antiguo hospital. No atendía a veleidades estéticas, sino profundamente éticas, respecto a la calidad que deben tener los equipamientos. Que a los catalanes –levantinos, Unamuno dixit– nos pierde la estética, es tan verídico como que encontramos ética en todo lo material.
La fealdad de España ha sido por falta de sensibilidad y avaricia. Léase corrupción. La han permitido los ayuntamientos, de derechas preferentemente, pero del PSOE también. Y el desastre ha sido en todas y cada una de las comunidades autónomas, que tienen plenas competencias en el asunto. El litoral catalán da pena. Un poco menos que el valenciano, eso sí. Por otro lado, no olvidemos que todo proyecto ha de llevar preceptivamente la firma de un arquitecto. Cada vez que ves un bodrio, algún colega –o tú mismo– ha contribuido a erigirlo. Dar la culpa a promotores especuladores es la fácil cantinela exculpatoria. Sin licencia municipal y sin proyecto visado no pueden afear el paisaje, por mucho que se empeñen. Y ciertamente que se empeñan. Por tanto, partidos políticos y arquitectos son los principales responsables del desaguisado. Y además cómplices por no denunciarlo.
La belleza menguante de nuestros pueblos y ciudades ha ido paralela a la despreocupación de la administración por su territorio. Con Aznar, España entera llegó a ser un inmenso coto libre para edificar, al grito de tonto el último. Chalets acosados o mamotretos rascacielos.
Que nuestro territorio es ahora más feo que el de Francia, Italia o Alemania es de cajón. Pero lo sorprendente es que sea un periodista de viajes, promotor de la galería de arte MadisMad, quien nos avergüence al describirlo con rigor y denunciar que no hemos hecho nada al respecto. Su tono no es quejica y se atreve a dar también ejemplos de buenas prácticas: el periodo de Bohigas en Barcelona, de su discípulo Xerardo Estévez en Santiago o las ‘superillas’ actuales en Barcelona. Eso da esperanzas y brillo al estudio, que, si no, hubiese sido para llorar. Y como dice el maestro Oscar Tusquets, “de lo feo nada se aprende”. Mejor disfrutar de buenas bellas prácticas.
Rubio pide en su libro que cada lector haga lo que pueda al respecto, según su capacidad de maniobra. Debería ser de obligada lectura para políticos, arquitectos municipales y juntas de colegios de arquitectos.