Las reformas recientes en las calles hacen añorar aquellos tiempos en que la ciudad era un referente estético internacional
Publicado en La Vanguardia el 19 de septiembre de 2020 | Sergio Vila-sanjuán
Para las generaciones más jóvenes puede resultar difícil conceptuar hoy Barcelona como una ciudad caracterizada por su excepcional diseño.
Pero lo fue, lo fue.
Uno puede entender y hasta simpatizar con el proyecto de una metrópolis más sostenible y ecológica, más regulada en su tráfico (aunque preferiblemente de forma escalonada y racional). Sin embargo l a situación de las calles después de este verano, invadidas por bloques y barreras de hormigón, con aceras pintadas de colores chillones marcando juegos infantiles, y parapetos amarillos guardando improvisadas terrazas, tendrá sus virtudes, pero la de un diseño fino y elegante no figura entre ellas. Las urgencias de la pandemia no lo justifican todo. Y no se capta un espíritu ordenador con criterios estéticos tras una operación que parece realizada a trompicones.
¿Qué ha cambiado entre nosotros a estos efectos? Remontémonos por un momento al mito.¿En qué consistió La Barcelona del diseño?
Con ese título publicó Viviana Narotzky en 2007 un completo estudio histórico que editó Santa&Cole, precisamente una firma emblemática de la disciplina. En sus páginas la autora recuerda que “para bien o para mal, es imposible hablar de Barcelona en los años ochenta y principios de los noventa sin hablar de diseño”, ya que en esa época se dio “una perfecta simbiosis de la ciudad y la profesión”.
Hubo en la capital catalana un “boom del diseño y la arquitectura urbana” que constituyó “uno de los fenómenos culturales más notables de la transición española a la democracia”, señala Narotzky, y coincido con ella, porque viví esa época. El diseño en sus distintas manifestaciones, entendido como la combinación de funcionalidad, modernidad y belleza, imprimió el sello distintivo que en aquel momento la ciudad necesitaba.
Los objetos de diseño “pasaron de ser bienes exclusivos y socialmente restrictivos a ser masivamente conocidos y consumidos”. Comercios de éxito como Vinçon y Pilma lo favorecieron. En el campo arquitectónico, el nuevo diseño urbano preolímpico, impulsado por el ayuntamiento socialista, imprimió a la ciudad uno de los grandes cambios de su historia. La Universidad de Harvard lo premió. El mobiliario urbano también se renovó radicalmente.
Este ‘boom’ del diseño para algunos resultó excesivo, y hasta se caricaturizó (“¿estudias o diseñas?”, se decía) , pero durante ese tiempo Barcelona brillaba internacionalmente por su estética. Naturalmente existió una cara B del fenómeno, no todo en la ciudad era estilismo y alegría, pero la cara A fue muy relevante.
“El diseño ocupa en la mente de los jóvenes catalanes el lugar que en otros sitios suele reservarse a la música pop o a la moda”, escribía, exagerando un poco, el periodista británico Robert Elms. El diseño de interiores, minimalista y frío, marcaba la vida nocturna. Bares como ZigZag o Bijou, cuidados al detalle, premiados, constituían escaparates que las revistas internacionales recogían y celebraban. La ciudad no ha querido o no ha podido conservarlos: desaparecieron hace tiempo.
Pero el año 2003 Barcelona aún celebraba un Año del Diseño con centenares de eventos . El arquitecto-jefe de la ciudad, Josep Acebillo, cuidaba celosamente de que las fachadas de los locales comerciales guardaran cierta estética y coherencia: sana costumbre desaparecida en la era de los supermercados 24 horas y sus rótulos chillones. Y eso que contamos desde el 2014 con un Museu del Disseny que guarda la memoria de las artes aplicadas catalanas.
Con la reforma actual tutelada por la teniente de alcalde Janet Sanz el debate está abierto. El maestro Lluís Permanyer, tras acudir como referencia a aquel momento histórico en que “el diseño se cuidó hasta extremos asombrosos”, ha denunciado en las páginas de La Vanguardia que en nuestras calles ahora “plantan bolardos como mondadientes” y “abominables bloques paridos en Nueva Jersey en 1950”. El veterano cronista de Barcelona concluye que “nos inunda el caos y la fealdad, con excusas torpes, infantiles: es la mediocridad”.
La empresaria Anna Gener critica por su parte en El Periódico que en esta transformación no ha aflorado “ningún criterio estético, ninguna voluntad de seducir. Como si la belleza de Barcelona no fuera algo que merezca la pena respetar. Como si no fuéramos unos privilegiados por tener un patrimonio urbanístico y arquitectónico admirado en el mundo entero. Como si no tuviéramos la obligación de cuidar nuestra herencia. Como si la fealdad no fuera la puerta de la decadencia”.
Por el contrario el arquitecto Juli Capella (AxA), que fue uno de los grandes prescriptores de los años del diseño como codirector (con Quim Larrea) de las revistas De Diseño y Ardi, se muestra favorable. “Creo que en el aspecto urbanístico, los años ochenta y ahora se parecen bastante. Se está actuando con determinación y un objetivo común, mejorar el espacio público. Son momentos de ensayos, con sus errores y sus aciertos -en los ochenta también hubo polémicas con las plazas duras y otros atrevimientos- pero hay un sólido proyecto conceptual: la persona por encima de todo. Pasada la típica reacción a lo nuevo, se verán las virtudes y se corregirán las pifias”, me argumenta.
Habrá que verlo, en efecto. A la tan barcelonesa tienda Vinçon, cerrada en junio del 2015, al ZigZag y otros locales que marcaron época ya no los resucita nadie. Pero cuando, caminando por la calle, topo con las recias bolas de hormigón grisáceo, no puedo sino añorar al menos una parte del espíritu de aquellos años del diseño, y su vocación de combinar lo funcional, lo moderno y lo elegante. Ojalá se manifieste de nuevo.