El centro francés muestra proyectos de RCR (AxA) y Josep Mías y plantea cómo exponer la obra arquitectónica
Publicado en El País el 10 de noviembre de 2020
¿Por qué de todos los arquitectos que hoy construyen por el mundo el responsable del departamento de arquitectura del Centro Pompidou, Frédéric Migayrou, ha elegido el estudio RCR de Olot y el de Josep Mías de Barcelona para mostrar sus obras durante ocho meses e incorporarlas a la colección del museo? Los primeros son creadores locales, pero de frontera. Más cerca del sur de Francia que de Barcelona, su estudio hace más de una década que trabaja en territorio francés. Llegaron allí hace casi dos décadas para levantar el Museo Soulages en la ciudad de Rodez. Luego, mucho antes de que recibieran el Pritzker en 2017, fueron nombrados chevaliers (Carme Pigem incluida) de la Orden de las Artes y las Letras en 2008 –más tarde recibirían el grado de oficial– y, en 2015, fueron también condecorados con la medalla de oro de la Academia de Arquitectura francesa.
Mías, por su parte, representa para Migayrou un talento imprevisible e indefinible: “alguien que delimita el espacio y deshace la frontera entre interior y exterior”. Las 42 maquetas de hilo de acero galvanizado –que el que trabajara asociado a Enric Miralles durante una década ha donado al buque francés– son de una ligereza deslumbrante: esculturas filiformes que no siempre se corresponden con la rotundidad de los trabajos. Migayrou, que es profesor en la escuela Bartlett de Londres donde también da clase Mías, destaca justamente ese valor: el resumen esencial de un proyecto que, lejos de seguir el orden marcado por el primer esbozo, se redibuja y redefine con la construcción.
Rafael Aranda, Carme Pigem y Ramón Vilalta (RCR) hacen una arquitectura que apela más a la creación artística que a la construcción espacial. Sin embargo, la fuerza de sus intervenciones consigue dialogar con el lugar y, con frecuencia, mejorarlo. Es como si insuflaran otra dimensión a los espacios dotándolos de peso específico, de materia. Sus trabajos –mayoritariamente construidos en la comarca de La Garrotxa y más recientemente en Francia– son rotundos y paradójicos. Siendo plásticos, son austeros, y buscan la emoción a partir de un tratamiento seco, exigente, de la modernidad. La idea detrás es la reducción y la simplificación, pero también la suma del tacto y la huella. Su búsqueda es la ambición artística. El objetivo no es la levedad.
Tal vez por eso, el primer concurso que ganaron fue un faro –horizontal– que parecía una flecha disparada desde un acantilado de Punta Aldea en Gran Canaria. La propuesta era limpia y rotunda. No trataba de molestar, llegaba para darle la vuelta a la tipología, y a la arquitectura, sin lastimarla ni alterar su principio clásico de permanencia. Ese proyecto, nunca construido, abre la muestra que, durante ocho meses, puede verse en el Centro Pompidou de París. Algo así como llegar a exponer en la máquina de la vanguardia convertida ahora en su cofre.
La permanencia a la que aspira RCR es lo que antes nos atrevíamos a llamar eternidad. Y tan alta ambición exige una dedicación con frecuencia extenuante y, suele acarrear una consecuente distancia: lo que permanece es inalterable y por lo tanto, admirado o temido, es decir, distante. El trabajo de estos tres proyectistas entra por los ojos y descubre una manera de pensar la arquitectura casi religiosa donde la materia, la luz y el espacio forman un todo tan escultórico como difícilmente alcanzable.
Ese valor, y el rigor dedicado a sus trabajos, les dio el Premio Pritzker en 2017 y con él un reconocimiento internacional que ya habían comenzado a recibir en Francia, donde llegaron para firmar el Museo Soulages en la primera década del siglo XX. Soulages es uno de los pintores abstractos vivos más conocidos en Francia, pero, como RCR, un creador solitario, único. Cuando el Centro Pompidou se interesó por el archivo de los arquitectos de Olot, juntos seleccionaron ocho proyectos que resumían su trayectoria: del faro inicial a los últimos en París –la Île Seguin que construyen a las afueras de la capital–, pasando por clásicos como el Estadio de Olot, donde hicieron correr una pista de atletismo entre los árboles.
Con todo, más allá de la selección, la muestra –cuya visita ha quedado ahora interrumpida, pero que podrá visitarse durante ocho meses– plantea una ambición: ¿cómo contar la arquitectura? Y la respuesta está llena de riesgos.
El estudio CaboSanRoque firma una propuesta que, con prisas, puede resultar caótica. Ilumina a un tiempo los croquis, la maqueta y la proyección de un vídeo que muestra –y permite escuchar– la vida en uno de los ocho proyectos. Como hicieron en Venecia, RCR insisten en acercar la arquitectura a su vivencia. El ingenio de iluminar solo un proyecto para contarlo de tres maneras –y oscurecer el resto- ofrece una información completa a quien tiene la tranquilidad de dedicar a cada obra tres minutos. Y de leer las instrucciones de uso antes de mirar la exposición. Sin pausa para entender ese modo de operar, nada se entiende en esa muestra. Lo decíamos, se busca la calma, se aspira a la eternidad.
En la sala anterior, Josep Mías –un fiel discípulo de Enric Miralles justamente por la manera de plantearse la arquitectura desde cero en lugar de convertirse en epígono– elige una exposición más tradicional para descubrir una obra mucho más arriesgada y, por lo tanto, con más posibilidades de fallar. Esta segunda muestra entra por los ojos: las maquetas de alambre dibujan espacios utópicos. Parecen los hilos que inician los trabajos. Paradójicamente, en la versión orfebre de Mías, la muestra sí se lee a la trepidante velocidad actual. Hay asombro. Hay descubrimiento y hay curiosidad. Pero ¿se explica la arquitectura? ¿Se entiende mejor? Difícilmente se explica un edificio en una muestra. Con todo, se consigue forzar una mirada más curiosa sobre algo tan cercano que con frecuencia no vemos.