La nueva movilidad y la alarma sanitaria han llevado la ciudad al límite
Publicado en La Vanguardia el 13 de septiembre de 2020 | Joaquín Luna
A la ciudad de Barcelona le empieza a pasar lo que Ben Gurión, padre del Estado de Israel, diagnosticaba con agudeza de la región: “Demasiada historia para tan poco territorio”.
Las terrazas se han expandido, y lo que parece –y es– una novedad positiva en tiempos de persianas bajadas termina por dar la impresión de que las calles no dan para tanto. Barcelona no da más de sí.
Al despertar del confinamiento, los ciudadanos descubrieron una Barcelona cambiada: menos carriles para circular y la aparición, cual bazar chino, de objetos sobre las calzadas –¿quién va a sentarse en un banco de piedra en plena calle Girona a centímetros de un autobús?–, cuyos nombres parecen salidos de un manual de urbanismo de la Rumanía de Ceausescu, carriles pintados e inciertos que los peatones no utilizan y son fagocitados por los reyes del mambo (bicicletas y patines) y unas marcas en el suelo de colorines de gusto dudoso.
Como diría un cursi, una explosión de colores y alegría. Las Fallas, pero sin pólvora.
Aplicando a Barcelona lo que Ben Gurión dijo de Israel: demasiadas cosas y novedades para tan poco territorio
Lo último es la expansión de las terrazas, que han pasado de las ordenanzas estrictas, las normas tiquismiquis y la vigilancia a lo Gran Hermano a una expansión muy mediterránea (sección Mediterráneo oriental).
–Tenemos que sacar adelante nuestros negocios y los clientes agradecen estar al aire libre. Lo necesitan.
Argumenta así la encargada de una terraza “multiplicada” en la avenida Pi i Margall. Los hechos la avalan porque las mesas están ocupadas la mayor parte del día y permiten socializar, echar unas risas e incluso fumar sin mascarilla. En contrapartida, la arteria ha perdido al menos un 20 por ciento de la menguada capacidad de aparcamiento en zona azul, una medida que huele a irreversible.
Se diría, paseando por otras calles, como la Rambla Catalunya, que este cable echado a bares y cafeterías es la soga del coche.
La ampliación de las terrazas está avalada por la ocupación pero parece la coartada para apuntillar al automóvil
El jueves, día tonto de sol y lluvia, la calle Aragó fue cortada a primera hora de la tarde para reservar espacios para la Diada. La medida provocó un atasco considerable e inesperado que hizo aflorar –y lo que te rondaré morena– el malhumor de los conductores, esa gente tan reacia a ver que de un gran problema –la pandemia, el confinamiento y la crisis– pueden salir cosas tan buenas para su ciudad y nefastas para ellos. ¿Son conscientes de los bocinazos, intercambios de improperios y desesperaciones de las próximas semanas por esta simultaneidad de la crisis económica y unas medidas radicales que, de la noche a la mañana, tratan de acabar con décadas de barcelonesa buena circulación, en contraste con Madrid?
Una calle afectada por el atasco y los cortes enrevesados y muy terracera –la Rambla de Catalunya– mostraba ese jueves que las mesas ganadas al aparcamiento se quedan vacías. “La gente prefiere las mesas de la acera central”, indica un camarero. En el restaurante Cinco Jotas, por ejemplo, ni siquiera habían puesto sombrilla contra la lluvia en las mesas instaladas a expensas de la zona azul, rara vez ocupadas dada la proximidad del tráfico. Sin exagerar, la distancia entre el pasajero de un coche y el hipotético cliente de mesas “ganadas” en muchas calles está lejos de la distancia social.
–Parece que quieren que nos peleemos unos contra otros.
Así habla un taxista. He aquí el motivo: las mesas instaladas por un restaurante en el primer tramo de la Travessera de Gràcia lo han hecho a costa de la zona de carga y descarga, trasladada a su vez a la cercana parada de taxis. Transportistas y taxistas terminarán discutiendo: aquí no puede prevalecer el “¡yo estoy trabajando!” que zanja discusiones. Muchos bares, como en la calle Aribau, han conquistado los chaflanes, ese invento que tanto favorecía el estacionamiento para carga y descarga.
Bares y restaurantes han ganado espacio gracias a las terrazas (y la ciudad, aires falleros y de bazar chino)
El paisaje urbano –ya me perdonarán la expresión– está cambiando y transmite más confusión. Más letra pequeña. Más señales detallando horarios…
Las terrazas están concurridas, día y noche –una precisión: la noche en Barcelona termina a las doce en punto, un hito muy escandinavo que algunos jalean aunque esto parezca un pueblo pasada la medianoche–. Bravo. Pero esta novedad, como tantas, arroja un perjudicado, tradición local obliga: el peatón barcelonés, que percibe hostilidad y un entorno que se va afeando. Se siente insignificante. Uno tiene la impresión de que a Barcelona le empiezan a sobrar cosas, innovaciones y experimentos, y termina por pensar que, efectivamente, sobran cosas.
Empezando por él mismo.