El reciente fallecimiento de la arquitecta italiana Gae Aulenti ha provocado varios recordatorios en homenaje a su obra. Ha habido dos homenajes que me han parecido especialmente emotivos: el celebrado en el Teatro de la Scala de Milán para evocar su gran trabajo en la renovación de los escenarios operísticos de Italia y, con más modestia, lo que se concentró en el MNAC de Barcelona, ¿¿uno de sus productos arquitectónicos más exitosos. Ante el gran ventanal abierto a una de las perspectivas más significativas de la Barcelona del XX, los elogios se dirigieron a la calidad de la reforma del museo, tanto en el simple discurso museográfico como en la habilidad de transformar un edificio ecléctico, de calidad nada significativa, que representaba la incultura de la época de Primo de Rivera, pero que se había convertido en una referencia casi icónica que había que aprovechar como una oferta de espacio museístico.
La solución adoptada por Aulenti fue muy radical: dejar el testimonio del lenguaje original como un envolvente periférico, solo modificado para mejorar los detalles académicos del eclecticismo, y construir dentro un itinerario museístico con lenguaje y argumento propios en una especie de diálogo, en el que las intensidades o los desafíos están controlados como materia especialmente artística. Todos les agradecimos esta aportación a un tema tan frecuente como es la reutilización de los edificios antiguos. Pero casi todo el mundo participó en las referencias que podríamos llamar políticas. Todo el mundo coincidió en subrayar que Aulenti es la que salvó y sacó adelante el Museo Nacional de Catalunya, por encima de las inconveniencias y las desatenciones de los políticos de ese periodo y las rencillas entre cuadros enfrentados.
Aulenti y su grupo de colaboradores trabajaron 18 años con este proyecto, bajo cuatro directores sucesivos y no sé cuántos presidentes, no siempre continuistas ni respetuosos. Soportaron polémicas que, con excusas técnicas y programáticas, llegaban a ser batallas partidistas y aproximadamente electorales. Recuerdo varias: la oposición -aparentemente técnica pero políticamente sectaria- al proyecto de introducir agua como elemento paisajístico en un sector del Salón Oval; el escándalo del propósito del Mitjó de Tàpies; las discusiones sobre los límites cronológicos de la colección -cada juicio conllevaba la total modificación del proyecto-; la incertidumbre en los usos y el programa de la gran sala, que, al final, ha quedado inacabada; las batallas técnicas sobre la calidad constructiva del viejo edificio que avalaban la opinión de no seguir la restauración, y ceder el conjunto a la Fira. Y los interlocutores, en general, no eran ni muy ilustrados ni muy entusiastas y dejaban a la arquitecta en un absoluto aislamiento. Recuerdo, por ejemplo, una visita oficial a las obras durante la que a un importante miembro de la Generalitat se le escapó: «Sí. Aquí acabaremos haciendo un edificio muy bonito y muy caro y, después, no sabremos qué poner dentro». El buen hombre no conocía ni de referencia las fabulosas colecciones románicas y góticas, la mejor selección de pintura catalana de los siglos XIX y XX, las series de artes decorativas del gótico al modernismo, etcétera, que la ciudad y el país habían acumulado y habían expuesto en diversas circunstancias. El político que no vive en la cultura siempre va distraído y ni siquiera se aprovecha de las lecciones de otras épocas más ilustradas.
Muchas veces el proyecto estuvo a punto de irse a pique y siempre fue Aulenti la que plantó cara y supo pactar para ir tirando adelante. Muchas veces vimos cómo mantenía la lucha de la continuidad. Sin ella, el museo no existiría o estaría en otras condiciones. Por eso decíamos en esta reunión-recordatorio en el MNAC que los barceloneses le debíamos agradecer por encima de todo -tanto o más que la calidad de los resultados- el esfuerzo para hacer realidad una operación que parecía imposible porque faltaba la decisión y el conocimiento. Esta decisión y este conocimiento los aportó la propia Aulenti, con un gesto que debemos calificar casi en las esferas del patriotismo.
En efecto, fue un acto de patriotismo catalán conseguir que se rehiciera este gran museo con pocas ayudas y con muchos obstáculos, sin apoyo político propulsor. Cuando Aulenti vino a inaugurar el MNAC hacía poco que había presidido la inauguración del Museo de Orsay en París, con todos los honores junto a Mitterrand. En Barcelona, en cambio, aguantó la ceremonia y la falta de respeto de los políticos más comprometidos, atendiendo los caprichos artísticos y patrimoniales de algún burgués despectivo y agobiado. Y esto debe continuar porque en el homenaje del MNAC, el único político asistente fue Ferran Mascarell. ¡Y no había ningún representante de la dirección del museo!
Article publicat el 30 de desembre de 2012 a El Periódico