Lo que tienen en común Bombay, Shanghái y Dubái, además de la rima, es que son proyectos de urbe fracasados con el tiempo
Publicado en La Vanguardia el 24 de julio de 2022 | John William Wilkinson
Rara vez cumplen con el destino que les han asignado sus fundadores las ciudades del futuro surgidas de la nada. Uno de los casos más conocidos es el de San Petersburgo, la deslumbrante urbe barroca ideada por el zar Pedro el Grande (1672-1725) a fin de ubicar en la pantanosa orilla del mar Báltico una nueva capital para su imperio que fuera al mismo tiempo el buque insignia de su modernización. Lo de menos fueron los miles de obreros que morirían en el intento.
La inspiración para su gigantesco proyecto la había hallado en Ámsterdam, acaso la ciudad más vibrante, próspera y moderna de la época y en cuyos muelles trabajó un tiempo el zar disfrazado de estibador-espía. A su regreso a casa, Pedro mandó al arquitecto suizo Domenico Trezzini convirtiera las ciénagas del río Nevá en canales al estilo de los de su admirado Ámsterdam, que pronto contarían con barrocos palacios, iglesias y suntuosas viviendas diseñadas por arquitectos traídos de medio Europa.
La más importante contribución de Catalina la Grande (1729-1796) a San Petersburgo no sólo consistía en que llevara a buen término la construcción del Palacio de invierno sino dotarlo con impresionantes obras de arte destinadas a formar la base del futuro museo Hermitage. Eso sí, San Petersburgo seguía mirando a Europa, ya que ninguna de las piezas de la colección era de artistas rusos; y esta actitud no cambiaría hasta finales del XIX, cuando la ciudad fue inundada por una ola de nacionalismo ruso poco afín al de los zares.
Luego vendrían las revoluciones y San Petersburgo mudaría de nombre con cada nuevo cambio de régimen. Petrogrado, Leningrado… hasta finalmente recuperar su nombre original en 1991, tras la caída del muro de Berlín. Aun así, el San Petersburgo de ahora poco tiene que ver con la ciudad del futuro que imaginó el zar Pedro, ni tampoco con la de la niñez de Putin, que como todo el mundo sabe es peterburgués.
De San Petersburgo habla Daniel Brook en A history of future cities (Norton, 2013), junto con otras ciudades del futuro como Bombay, Shanghái, o Dubái, como también podía haber hablado de Madrid, Canberra o Brasilia. Pero lo cierto es que, al igual que pasa con los hijos, rara vez -por no decir nunca- salen como hubieran querido sus progenitores.
Bombay, la copia tropical de Londres
Bombay tuvo su origen en unas pequeñas islas pegadas a la costa occidental de India habitadas por humildes comunidades de pescadores. Experimentó un primer periodo de crecimiento bajo tutela portuguesa, antes de ser cedido a la Corona británica al casarse Carlos II de Inglaterra con Caterina de Braganza. Pero no viviría sus años de mayor esplendor hasta que tomara el control la Compañía Británica de las Indias Orientales, entre 1668 y 1858, año en que fue devuelto a la Corona británica.
Creado como una suerte de calco arquitectónico de Londres con ribetes tropicales, Bombay no tardó en convertirse en la segunda cuidad del Imperio británico y, de paso, la más progresiva y moderna de toda Asia. La idea se basaba en dotar a los hindúes con mentalidad británica, es decir, indios por fuera, ingleses por dentro. Por el camino, empero, se olvidaron de la cada vez más numerosa población que malvivía a cuatro pasos de los vistosos edificios neogóticos del centro, y que ahora son esos hiper poblados slums dejados de la mano de Dios.
Otros ejemplos de fracaso… y los que quedan
Los inicios de Shanghái fueron similares a los de Bombay: de un puñado de pueblos pesqueros próximos a la desembocadura del Yangtsé en el Pacífico, a transformarse en tiempo récord en un populoso emporio cuya prosperidad no solo atrajo a los británicos sino a franceses, portugueses y estadounidenses. En sus años de mayor gloria fue la bomba, incluso, o sobre todo, durante la guerra del Opio. Los comerciantes occidentales vivían a cuerpo de rey mientras hacían caso omiso a las leyes chinas. Pero bastante antes de la revolución de Mau, ya había entrado en una época de decadencia. Otro experimento urbanístico fallido.
En cuanto a Dubái, cuesta creer que su actual efervescencia kitsch no vaya a seguir los pasos de las otras ciudades del futuro retratadas por Brook en su libro cuya lectura invita a esperar lo peor para la Barcelona actual que se empeña en enmendar sin ton ni son el exitoso y clarividente plan de Cerdà. ¿Barceloneses por fuera, daneses por dentro? ¡Qué horror!