La arquitecta Carme Pinós (AxA) nos abre las puertas de su estudio de Barcelona, una casa de la Diagonal que acumula recuerdos, trabajos y libros. Este otoño, la Bienal de Arquitectura de Euskadi hará una retrospectiva sobre ella.
Publicado en El País el 8 de octubre de 2021 | Ana Fernández Abad
De pequeña, Carme Pinós (Barcelona, 67 años) se sentía toda una aventurera. «Cuando tenía 13 años en el colegio de niñas al que iba, era la época franquista, nos preguntaban qué queríamos ser. Mi padre me tenía asignado que tenía que ser química, así que yo escribí química, pero en la segunda línea puse arqueólogo. Teníamos una finca en Lérida en la que había muchos restos, descubrieron un poblado íbero, un cementerio árabe, estábamos siempre buscando cosas en la montaña», recuerda. Acabó siendo arquitecta, pero no ha perdido ese espíritu inquieto que ha marcado una carrera reconocida: ha impartido clases en Harvard o Columbia y el MoMA o el Pompidou atesoran maquetas de sus obras. Y ahora, en solo un año, va a protagonizar dos retrospectivas. La primera, Escenarios para la vida, estuvo de febrero a mayo en la Fundación ICO de Madrid. La segunda, Contexto y conceptos, será la gran cita de la Bienal Internacional de Arquitectura de Euskadi Mugak y podrá visitarse desde el 27 de octubre en el Instituto de Arquitectura de Euskadi de San Sebastián.
Pinós acaba de llegar a Barcelona de un viaje a Oporto por motivos de trabajo. Reconoce que está cansada por los madrugones de los vuelos, pero no escatima tiempo para hablar de su trayectoria. Sonríe a través de la pantalla del ordenador y reafirma que la curiosidad es el motor que la lleva moviendo durante sus cuatro décadas en una profesión que no estaba en su lista del colegio pero sin la que ella no entiende su vida: «Siempre he tenido mucha curiosidad por la historia, por saber qué había antes; de ahí mi obsesión por el contexto. Cuando tengo un proyecto, inspecciono el lugar, me gusta saberlo todo. Soy entre detective, antropólogo y arqueólogo, y con todo esto empiezo a hacer mi arquitectura». Su padre, Tomás Pinós, fue un médico reputado, director del servicio de Patología Digestiva en el Hospital de la Santa Creu i Sant Pau de Barcelona. Ella dice que, además, fue quien le inculcó el amor por el arte. «Nos llevaba a ver museos, monumentos, siempre estábamos visitando pueblos lindos», evoca. La mediana de tres hermanos, y única chica, Carme llegó cuando él tenía 63 años. «Era un personaje que había nacido en el siglo XIX, un gentleman, siempre con su abrigo, sus guantes… Jamás vi a papá sin sombrero. A mí me educó en el gusto en el vestir, íbamos al Dique Flotante [una de las casas de moda de referencia de la ciudad], que eran clientes suyos, a los desfiles. Me enseñó el amor a la presencia, no podía soportar ver a alguien mal arreglado. Y esto me ha quedado».
De hecho, su primer impulso fue estudiar patronaje. Quería hacerse su propia ropa y lo compatibilizó con la universidad: «Me encantaba. En el fondo, la moda tiene mucho que ver con la arquitectura, es el primer cobijo, te vistes para protegerte y presentarte. Y también se dibuja plano, en los exámenes nos ponían un vestido y tenías que transformarlo en dos dimensiones. Pero luego lo dejé porque la arquitectura me pedía mucho». Nunca se ha arrepentido de haberle consagrado su vida a esta exigente práctica: «Me he convertido en muy arquitecto, todos mis diseños nacen de resolver problemas, de buscar soluciones que formen parte de las vivencias que nos acompañan a diario». Comenzó su carrera junto a Enric Miralles, con quien compartió trabajo y vida durante una década y ganó el Premio Nacional en 1995. El piso de 400 metros cuadrados del número 490 de la Diagonal en el que hoy sigue trabajando fue su estudio en lo que ella denomina «la época de Enric».
Es una estupenda casa burguesa proyectada por el prolífico marqués de Sagnier en 1912. En ella Pinós ha ido añadiendo capas; conserva elementos originales de la vivienda, acumula maquetas antiguas y nuevas, planos de proyectos, prototipos de su línea de mobiliario, Objects, y libros, muchos libros. «Yo estoy totalmente a favor de la rehabilitación, de no hacer tabla rasa, pero a veces, cuando no vale la pena, no hay que conservar las cosas. Si hay que empezar de nuevo, se empieza de nuevo». Fue lo que hizo al separarse de Miralles, afrontar un nuevo inicio, poner su nombre al frente de un estudio de arquitectura a los 36 años, a principios de los noventa, cuando no era muy habitual ver a mujeres que encabezaran su propio despacho. «Resulta todo más complejo. Que confíen en ti, que no tengan prejuicios… Nunca me ha gustado quejarme, prefiero mirar hacia delante, pero es evidente que ser mujer en este mundo que es masculino desde hace muchos años es complicado. Se están cambiando cosas muy rápido, me he encontrado jefas de obra, esto era impensable hace unos años, pero no está todo cambiado».
La transformación que sí aprecia en su sector, y que no le agrada, es la del aumento de las exigencias que rodean los proyectos. «El mundo se hace cada vez más burocrático, los pequeños despachos como el mío son muy difíciles de llevar, todo es más estándar, las grandes ingenierías nos están ganando la carrera, y esta arquitectura de autor, que suena tan bien, está difícil», reflexiona, «la crisis de 2008 hizo mucho daño a nuestra profesión, y a medida que el tiempo pasa, las normativas son más duras, para entrar en un concurso tienes que hacer mucho papeleo, todo se complica». Su estudio no deja de trabajar, Pinós ha creado rascacielos (Torre Cube I y II, en Guadalajara, México), viviendas en Byron Bay (Australia) o Vallecas y equipamientos públicos como la Escola Massana de Barcelona. «Siempre digo que la arquitectura ha estado al lado del poder, y las torres son el máximo signo de poder de las empresas hoy, todas quieren la más alta. Pero la arquitectura no es hacer una torre. Para mí hacer arquitectura es hacer ciudad, vivencias», apunta.
Ella no concibe la ostentación, que la monumentalidad se imponga a la usabilidad: «A veces parece que los arquitectos construyen hablando con las nubes, porque hay estas ganas de mostrar poder, se olvida la escala humana, y la gran arquitectura tiene que hablar con las nubes y también hablar con la escala humana. Tener siempre lo doble, la grandiosidad y la calidez de susurrar palabras». En el futuro no hay nada en concreto que desee hacer, y a la vez desea hacerlo todo, «cada proyecto es un reto», sostiene. Para Pinós, la aventura no acaba nunca: «Sueño que me vuelvan a llegar proyectos grandes que hagan que los números salgan, pero yo hago tan feliz una pequeña casa como una torre. Me encanta la responsabilidad de ser arquitecto. Me lo tomo como un desafío y no me pesa nunca esa responsabilidad. Al contrario».