Publicat el 23 de març de 2014 a El Periódico
El fallecimiento del arquitecto Manuel de las Casas (Talavera de la Reina, 1940) ha sido, hace pocos días, un bache importante en el panorama de la arquitectura española.Publicado el 23 de marzo de 2014 en El Periódico
El fallecimiento del arquitecto Manuel de las Casas (Talavera de la Reina, 1940) ha sido, hace pocos días, un bache importante en el panorama de la arquitectura española. Y no solo por la pérdida de la solvencia y la generosidad de un amigo y un gran profesional, manifestadas incluso en el contenido, la historia y las raíces culturales de toda su obra. Ahora, en el momento de las necrologías, cuando queremos explicar qué ha representado en los esfuerzos de recuperación de los contenidos morales de la modernidad que el franquismo había condenado a muerte, no sabemos muy bien por dónde empezar.
¿Hablaremos primero de su labor en el Ministerio de Cultura como jefe del Servicio de Restauración de Monumentos o en el Ministerio de Obras Públicas como director de Arquitectura? ¿O daremos prioridad al empuje pedagógico que le llevó a fundar una nueva Escuela de Arquitectura en Toledo para ensayar una experiencia que sirviera de modelo para la reforma de las escuelas de arquitectura de todo el Estado? ¿O empezaremos con un análisis de sus obras más significativas, en las que juegan como protagonistas muchas de sus meditaciones críticas, material básico para la definición de un lenguaje en el que el compromiso poético reside en la misma concisión constructiva?
La mejor manera de situar culturalmente a un artista y un intelectual en su escenario social es partir del análisis de la obra propia. Pero Manuel de las Casas es una excepción evidente, porque, quizá sin proponérselo, se ha convertido en un hito representativo de los episodios españoles -digamos, mejor, madrileños- en la reimplantación de la arquitectura moderna. Terminó la carrera en 1964, cuando la batalla por la modernidad ya era vencida gracias al empuje de la generación anterior con maestros tan eficaces como Vázquez Molezún, Saenz de Oiza y Alejandro de la Sota. Estaba, pues, en disposición de dar a la arquitectura y el urbanismo una presencia oficial y participar en la entronización de la arquitectura moderna en las estructuras estatales y en la adecuada normalidad de los nuevos funcionarios.
Esta es una de las diferencias en la evolución del movimiento moderno en Madrid y Barcelona. En Madrid todo tendía a ser incorporado a un sistema general: se reconocían los avances experimentales e incluso las búsquedas individualizadas, pero preocupaba más la modernización de los servicios públicos y el compromiso para un posible cambio de sistema profesional. Y Manuel de las Casas era un hecho sintomático en el ámbito de la refundación de todas las áreas profesionales de la arquitectura y el urbanismo: catedrático de universidad, asesor de muchos planes modélicos en el renacimiento del urbanismo, empleado del ministerio en tareas de control tecno-político, realizador de muchos proyectos oficiales ofrecidos como modelos de eficacia regeneradora, organizador de un despacho profesional con colaboraciones bien orientadas, altavoz crítico de cada experiencia y de cada propósito. Pero sobre todo representaba el esfuerzo por mejorar una estructura política -o, digamos mejor, una eficacia gubernamental- en la incipiente introducción en la obra pública del valor individual de los profesionales independientes de reconocida valía. Podríamos decir que Las Casas representa bastante bien la dignificación de los arquitectos que, por encima de las coqueterías estilísticas de la clientela particular, conformista y aideológica, se introdujeron en la obra pública recreando una primera dignificación de la hasta entonces desacreditada posición del funcionario. La generación de Las Casas, pues, pudo dar dos pasos adelante. Uno, liberarse de la lucha programática para la introducción de una cultura arquitectónica que tenía el peligro de convertirse en un estilo neutro sin contenido ideológico. El otro, haber establecido un tono de calidad en la participación de los buenos profesionales independientes en los proyectos de la obra pública, superando el aislamiento y el desprecio que sufrieron los supervivientes de la guerra. Esto permitió una mejora del sistema y afirmar el prestigio de los profesionales al servicio de las entidades públicas.
Es muy gratificante que la muerte de Las Casas haya impactado profundamente al mundo de la arquitectura y el urbanismo, porque sus obras eran el testimonio de exigencia de calidad y de autonomía creativa en el inicio de una nueva organización profesional. Y analizadas estas obras en detalle encontraríamos anuncios prematuros de polémicas ya más actuales, más concretadas en términos arquitectónicos: el intento de solucionar la serie de contradicciones que han configurado el siglo XX: historia / realidad social; innovación / adecuación; servilismo ideológico / proclamación revolucionaria; artes decorativas / estética industrial, etcétera. Y no solo por la pérdida de la solvencia y la generosidad de un amigo y un gran profesional, manifestadas incluso en el contenido, la historia y las raíces culturales de toda su obra. Ahora, en el momento de las necrologías, cuando queremos explicar qué ha representado en los esfuerzos de recuperación de los contenidos morales de la modernidad que el franquismo había condenado a muerte, no sabemos muy bien por dónde empezar.
¿Hablaremos primero de su labor en el Ministerio de Cultura como jefe del Servicio de Restauración de Monumentos o en el Ministerio de Obras Públicas como director de Arquitectura? ¿O daremos prioridad al empuje pedagógico que le llevó a fundar una nueva Escuela de Arquitectura en Toledo para ensayar una experiencia que sirviera de modelo para la reforma de las escuelas de arquitectura de todo el Estado? ¿O empezaremos con un análisis de sus obras más significativas, en las que juegan como protagonistas muchas de sus meditaciones críticas, material básico para la definición de un lenguaje en el que el compromiso poético reside en la misma concisión constructiva?
La mejor manera de situar culturalmente a un artista y un intelectual en su escenario social es partir del análisis de la obra propia. Pero Manuel de las Casas es una excepción evidente, porque, quizá sin proponérselo, se ha convertido en un hito representativo de los episodios españoles -digamos, mejor, madrileños- en la reimplantación de la arquitectura moderna. Terminó la carrera en 1964, cuando la batalla por la modernidad ya era vencida gracias al empuje de la generación anterior con maestros tan eficaces como Vázquez Molezún, Saenz de Oiza y Alejandro de la Sota. Estaba, pues, en disposición de dar a la arquitectura y el urbanismo una presencia oficial y participar en la entronización de la arquitectura moderna en las estructuras estatales y en la adecuada normalidad de los nuevos funcionarios.
Esta es una de las diferencias en la evolución del movimiento moderno en Madrid y Barcelona. En Madrid todo tendía a ser incorporado a un sistema general: se reconocían los avances experimentales e incluso las búsquedas individualizadas, pero preocupaba más la modernización de los servicios públicos y el compromiso para un posible cambio de sistema profesional. Y Manuel de las Casas era un hecho sintomático en el ámbito de la refundación de todas las áreas profesionales de la arquitectura y el urbanismo: catedrático de universidad, asesor de muchos planes modélicos en el renacimiento del urbanismo, empleado del ministerio en tareas de control tecno-político, realizador de muchos proyectos oficiales ofrecidos como modelos de eficacia regeneradora, organizador de un despacho profesional con colaboraciones bien orientadas, altavoz crítico de cada experiencia y de cada propósito. Pero sobre todo representaba el esfuerzo por mejorar una estructura política -o, digamos mejor, una eficacia gubernamental- en la incipiente introducción en la obra pública del valor individual de los profesionales independientes de reconocida valía. Podríamos decir que Las Casas representa bastante bien la dignificación de los arquitectos que, por encima de las coqueterías estilísticas de la clientela particular, conformista y aideológica, se introdujeron en la obra pública recreando una primera dignificación de la hasta entonces desacreditada posición del funcionario. La generación de Las Casas, pues, pudo dar dos pasos adelante. Uno, liberarse de la lucha programática para la introducción de una cultura arquitectónica que tenía el peligro de convertirse en un estilo neutro sin contenido ideológico. El otro, haber establecido un tono de calidad en la participación de los buenos profesionales independientes en los proyectos de la obra pública, superando el aislamiento y el desprecio que sufrieron los supervivientes de la guerra. Esto permitió una mejora del sistema y afirmar el prestigio de los profesionales al servicio de las entidades públicas.
Es muy gratificante que la muerte de Las Casas haya impactado profundamente al mundo de la arquitectura y el urbanismo, porque sus obras eran el testimonio de exigencia de calidad y de autonomía creativa en el inicio de una nueva organización profesional. Y analizadas estas obras en detalle encontraríamos anuncios prematuros de polémicas ya más actuales, más concretadas en términos arquitectónicos: el intento de solucionar la serie de contradicciones que han configurado el siglo XX: historia / realidad social; innovación / adecuación; servilismo ideológico / proclamación revolucionaria; artes decorativas / estética industrial, etcétera.