Publicat el 7 d’abril del 2014 al diari ABC
Llevan su firma algunos de los edificios más importantes de la ciudad, que les rinde homenaje con una exposición Publicado el 7 de abril de 2014 en el diario ABC
Llevan su firma algunos de los edificios más importantes de la ciudad, que les rinde homenaje con una exposición
Con un hijo de nueve años, su ama de llaves, las dos niñas de ésta y 40.000 dólares en el bolsillo. Así desembarcó el arquitecto español Rafael Guastavino (Valencia, 1842) en Nueva York. Era 1881, y la ciudad era un hervidero de fábricas, negocios y cientos de miles inmigrantes como él. Unos años más tarde, su compañía de construcción era la responsable de la espectacular bóveda que cubre el edificio principal de la Isla de Ellis, la puerta de entrada al sueño americano de millones de inmigrantes. Para muchos de ellos, Nueva York sería un infierno de hacinamiento e interminables jornadas de trabajo. Pero a los Guastavino les colocaría en el centro de una de las épocas doradas de la arquitectura de la ciudad, aunque su nombre cayera mucho tiempo en el olvido.
Un gran número de los edificios icónicos de la ciudad llevan la firma de Guastavino y su hijo, también llamado Rafael. Para neoyorquinos y visitantes, es casi imposible escapar de su sombra. Si alguien ha comido media docena de ostras en el Oyster Bar de la estación Grand Central, o un chuletón en Wolfsgang, el restaurante que antes era del Vanderbilt Hotel. Si ha paseado por el zoo del Bronx o por Prospect Park. Si ha ido a un concierto en el célebre Carnegie Hall, o visitado la catedral de San Juan el Divino. O si un día se ha quedado dormido en la línea 6 de Metro y ha acabado en una estación mágica y fantasma, City Hall, que ahora sólo se usa para cambiar los trenes de dirección. En todos esos lugares habrá estado bajo las bóvedas, arcos o galerías de los Guastavino, a quienes ahora el Museo de la Ciudad de Nueva York rinde homenaje con la exposición «Palacios para el pueblo: Guastavino y el arte del alicatado».
Tras el sueño americano
Guastavino padre llegó a Nueva York con la ambición de encontrar las grandes oportunidades que no había en España. No era joven (39 años) y apenas hablaba inglés, pero en Barcelona tenía una carrera consolidada, y había firmado obras sensacionales como la fábrica textil Batlló o el Teatro La Massa, en Vilassar de Dalt. Ya conocía EE.UU., donde participó con gran éxito en la Exposición del Centenario de Filadelfia, en 1876, explicando las bondades de la bóveda tabicada española, un sistema de construcción muy popular en el que se utilizan capas de ladrillos finos para construir estructuras muy ligeras, pero de gran resistencia.
Quizá también se mezclaron asuntos personales –tras varias infidelidades, su mujer se marchó a Argentina con sus otros dos hijos–, pero Guastavino pudo intuir que Nueva York era el caldo de cultivo perfecto para un arquitecto como él. La fiebre constructora de la ciudad –que aún no ha parado– sólo comenzaba; entonces, la construcción más alta, cuando los Guastavino bajaron del barco, eran los arcos del puente de Brooklyn, todavía en construcción. Y, con el recuerdo muy fresco del gran incendio de Chicago de 1871, la resistencia al fuego de las bóvedas tabicadas sería su gran herramienta de marketing. También contribuyó el triunfo del estilo «Beaux-Arts» en el que el ladrillo y la baldosa alicatada encajaban a la perfección.
La intencióni ió ded Guastavinoi padred era establecerse como arquitecto. Firmó algunos proyectos que pasaron sin pena ni gloria, hasta que logró su entrada triunfal de la mano del estudio de arquitectura más importante de la época, McKim, Mead & White. Guastavino ofreció construir la bóveda de la Biblioteca Pública de Boston con su técnica y sin coste para McKim. La obra le sirvió para publicitar sus habilidades y le empezaron a llover los encargos, sobre todo de estudios de arquitectos, para que ejecutaran sus bóvedas y techos. Guastavino mudó de arquitecto a constructor y, junto con su hijo, que desde la adolescencia colaboró en la empresa, desarrollaron la Guastavino Fireproof Construction Company.
Llegaron a tener doce oficinas en todo el país, fundaron su propia fábrica de ladrillos y baldosas para poder atender la demanda y registraron patentes sobre métodos de construcción y materiales. La muerte de Guastavino padre en 1908 no frenó a la compañía. Con Rafael Guastavino Jr. al frente llegarían algunos de los proyectos más espectaculares y una actividad frenética: en 2010 la compañía trabajaba en un centenar de obras a lo largo de la costa Oeste. Los Guastavino se convirtieron en los constructores favoritos de los mejores arquitectos de la época. No sólo McKim, también Gilbert o Morris Hunt, contaron con ellos. «Guastavino here» (Aquí Guastavino), sin más indicaciones, se puede leer en los planos de los arquitectos, lo que demuestra la confianza en su ejecución. Los Guastavino participaron en cerca de mil obras en EE.UU., 250 en Nueva York, entre ellas joyas como la estación de Metro de City Hall, bautizada como «la catedral subterránea», o la inmensa cúpula de San Juan el Divino, cuya construcción reunía a curiosos venidos de toda la ciudad: los albañiles trabajaban sobre los ladrillos colocados el día anterior. Ejecutaron infinidad de edificios públicos, pabellones universitarios, iglesias, sinagogas o residencias para los Rockefeller, Astor o Vanderbilt. Algunas de sus mejores obras, como la añorada Pennsilvania Station y un par de galerías del Metropolitan, fueron destruidas. Muchas más están por descubrir. En Nueva York, cualquier visitante puede cazar un Guastavino desconocido. Sólo hay que mirar al techo. Arriba, el Oyster Bar de la estación Grand Central de Nueva York. Junto a estas líneas, los Guastavino. A la drcha., el padre y fundador del negocio. A la izqda., su hijo.
Con un hijo de nueve años, su ama de llaves, las dos niñas de ésta y 40.000 dólares en el bolsillo. Así desembarcó el arquitecto español Rafael Guastavino (Valencia, 1842) en Nueva York. Era 1881, y la ciudad era un hervidero de fábricas, negocios y cientos de miles inmigrantes como él. Unos años más tarde, su compañía de construcción era la responsable de la espectacular bóveda que cubre el edificio principal de la Isla de Ellis, la puerta de entrada al sueño americano de millones de inmigrantes. Para muchos de ellos, Nueva York sería un infierno de hacinamiento e interminables jornadas de trabajo. Pero a los Guastavino les colocaría en el centro de una de las épocas doradas de la arquitectura de la ciudad, aunque su nombre cayera mucho tiempo en el olvido.
Un gran número de los edificios icónicos de la ciudad llevan la firma de Guastavino y su hijo, también llamado Rafael. Para neoyorquinos y visitantes, es casi imposible escapar de su sombra. Si alguien ha comido media docena de ostras en el Oyster Bar de la estación Grand Central, o un chuletón en Wolfsgang, el restaurante que antes era del Vanderbilt Hotel. Si ha paseado por el zoo del Bronx o por Prospect Park. Si ha ido a un concierto en el célebre Carnegie Hall, o visitado la catedral de San Juan el Divino. O si un día se ha quedado dormido en la línea 6 de Metro y ha acabado en una estación mágica y fantasma, City Hall, que ahora sólo se usa para cambiar los trenes de dirección. En todos esos lugares habrá estado bajo las bóvedas, arcos o galerías de los Guastavino, a quienes ahora el Museo de la Ciudad de Nueva York rinde homenaje con la exposición «Palacios para el pueblo: Guastavino y el arte del alicatado».
Tras el sueño americano
Guastavino padre llegó a Nueva York con la ambición de encontrar las grandes oportunidades que no había en España. No era joven (39 años) y apenas hablaba inglés, pero en Barcelona tenía una carrera consolidada, y había firmado obras sensacionales como la fábrica textil Batlló o el Teatro La Massa, en Vilassar de Dalt. Ya conocía EE.UU., donde participó con gran éxito en la Exposición del Centenario de Filadelfia, en 1876, explicando las bondades de la bóveda tabicada española, un sistema de construcción muy popular en el que se utilizan capas de ladrillos finos para construir estructuras muy ligeras, pero de gran resistencia.
Quizá también se mezclaron asuntos personales –tras varias infidelidades, su mujer se marchó a Argentina con sus otros dos hijos–, pero Guastavino pudo intuir que Nueva York era el caldo de cultivo perfecto para un arquitecto como él. La fiebre constructora de la ciudad –que aún no ha parado– sólo comenzaba; entonces, la construcción más alta, cuando los Guastavino bajaron del barco, eran los arcos del puente de Brooklyn, todavía en construcción. Y, con el recuerdo muy fresco del gran incendio de Chicago de 1871, la resistencia al fuego de las bóvedas tabicadas sería su gran herramienta de marketing. También contribuyó el triunfo del estilo «Beaux-Arts» en el que el ladrillo y la baldosa alicatada encajaban a la perfección.
La intencióni ió ded Guastavinoi padred era establecerse como arquitecto. Firmó algunos proyectos que pasaron sin pena ni gloria, hasta que logró su entrada triunfal de la mano del estudio de arquitectura más importante de la época, McKim, Mead & White. Guastavino ofreció construir la bóveda de la Biblioteca Pública de Boston con su técnica y sin coste para McKim. La obra le sirvió para publicitar sus habilidades y le empezaron a llover los encargos, sobre todo de estudios de arquitectos, para que ejecutaran sus bóvedas y techos. Guastavino mudó de arquitecto a constructor y, junto con su hijo, que desde la adolescencia colaboró en la empresa, desarrollaron la Guastavino Fireproof Construction Company.
Llegaron a tener doce oficinas en todo el país, fundaron su propia fábrica de ladrillos y baldosas para poder atender la demanda y registraron patentes sobre métodos de construcción y materiales. La muerte de Guastavino padre en 1908 no frenó a la compañía. Con Rafael Guastavino Jr. al frente llegarían algunos de los proyectos más espectaculares y una actividad frenética: en 2010 la compañía trabajaba en un centenar de obras a lo largo de la costa Oeste. Los Guastavino se convirtieron en los constructores favoritos de los mejores arquitectos de la época. No sólo McKim, también Gilbert o Morris Hunt, contaron con ellos. «Guastavino here» (Aquí Guastavino), sin más indicaciones, se puede leer en los planos de los arquitectos, lo que demuestra la confianza en su ejecución. Los Guastavino participaron en cerca de mil obras en EE.UU., 250 en Nueva York, entre ellas joyas como la estación de Metro de City Hall, bautizada como «la catedral subterránea», o la inmensa cúpula de San Juan el Divino, cuya construcción reunía a curiosos venidos de toda la ciudad: los albañiles trabajaban sobre los ladrillos colocados el día anterior. Ejecutaron infinidad de edificios públicos, pabellones universitarios, iglesias, sinagogas o residencias para los Rockefeller, Astor o Vanderbilt. Algunas de sus mejores obras, como la añorada Pennsilvania Station y un par de galerías del Metropolitan, fueron destruidas. Muchas más están por descubrir. En Nueva York, cualquier visitante puede cazar un Guastavino desconocido. Sólo hay que mirar al techo. Arriba, el Oyster Bar de la estación Grand Central de Nueva York. Junto a estas líneas, los Guastavino. A la drcha., el padre y fundador del negocio. A la izqda., su hijo.