En record d’Oriol Bohigas i Guardiola
Oriol Bohigas en la cosa de la ciudad y la arquitectura fue, nada menos, un maestro. Buena suerte sobre todo para Barcelona que le debe tanto, pero también para el resto de los arquitectos españoles a los que ha legado, con sus enseñanzas, pero también con la defensa de nuestro quehacer, no exenta de aguda autocrítica, un patrimonio intelectual y ciudadano de gran dimensión. La mejor manera de recordar a un referente como Oriol, no es glosando lo que hizo en el ámbito de su ciudad y la arquitectura, ya valorado y reverenciado por la historia, sino recordar y hacer nuestras algunas de sus enseñanzas que afectan a la manera de enfrentarnos a lo que nos rodea, que pertenecen por tanto a su actitud intelectual y que, por atemporales y permanentes, son hoy de profunda actualidad. Por ser breve me referiré solo a tres de estas enseñanzas en el ánimo de que su recordatorio nos anime a los que nos hemos quedado a luchar por la necesidad de la buena arquitectura y por la búsqueda de la dignidad y el valor en su práctica.
Nos enseñó que la arquitectura pertenece a la dimensión pública y , que lejos de encerrarnos en nuestros mundo de especulación objetual, hemos de ser conscientes de la dimensión estructural que nuestro trabajo implica, no rechazando la necesidad de manejar los rangos sociales, políticos y económicos que definen la realidad compleja de la ciudad y la arquitectura. Ojalá hoy hubiera personas como él que sepan, desde la arquitectura, con inteligencia y sensibilidad, asumir el compromiso político que es el compromiso con la ciudad. Quizás nuestro prestigio no estaría tan devaluado. Nos enseñó igualmente a no inventar fuera de esa realidad falsos problemas, falsos “adjetivos”, para justificar nuestros objetos. La realidad, especialmente si hablamos de ciudad, es por si misma suficientemente compleja y rica para, con el objetivo de mejorarla, haciéndola más justa, constituirse en objetivo de nuestro trabajo. Lo importante son los fundamentos y no las apariencias o los medios que son coyunturales. Y para que esto fuera posible nos dejo claro con su ejemplo que la vida es, entre otras cosas, un continuo interrogatorio, intenso y certero, respecto a esta realidad, pues la verdadera inteligencia, la que resulta necesaria no solo para hacer mejor arquitectura o mejor ciudad sino sencillamente para ser uno mismo, es la que se configura como resultado de este continuo interrogar. Recuerdo cada vez que estuve con él, siendo lo que más me impresionó la agudeza pero también la claridad y sencillez de sus puntos de vista respecto a cualquier cuestión que fuera objeto de la charla -casi siempre en relación con la ciudad-. Una claridad que en modo alguno podía ser alcanzable como fruto de la visión inmediata sino, por el contrario, de una manera muy personal, profunda y sintética de preguntar y desmenuzar esta siempre presente complejidad. Sus observaciones, una vez consideradas, resultaban de gran claridad y agudeza, parecían incluso obvias a “toro pasado”, sorprendiéndonos con el hecho de que no se nos había ocurrido antes a nosotros mismos. Eran, con toda seguridad fruto de un continuo interrogatorio hacia las cosas que le rodeaban, un interrogatorio forjado en el tiempo y que seguramente había devenido en método pero era, en todo caso, una necesidad derivada de ese continuo sentido crítico propio de las inteligencias honestas.
Repito, la mejor manera de recordarlo es haciendo útil sus enseñanzas y ello en un momento en el que más que nunca la arquitectura necesita recuperar un liderazgo público de calidad y servicio.
Francisco Mangado