Publicat el 24 de febrer de 2014 a El País
Muchos de los 60.000 arquitectos españoles entienden su profesión como un servicio a la sociedad.Publicado el 24 de febrero de 2014 en El País
Muchos de los 60.000 arquitectos españoles entienden su profesión como un servicio a la sociedad. Sin embargo, y a pesar de que —según una encuesta del Sindicato de Arquitectos (Sarq)— solo el 24% logra superar los 1.000 euros mensuales, “siguen siendo percibidos como un grupo que se mueve por interés propio económico o creativo” sostiene una de ellos, Patricia Reus (1975). Oriol Bohigas (1925), arquitecto desde los 50, explica: “Entonces no se consideraba —como ahora— que el objetivo profesional fuera acabar empleados de una sociedad de explotación inmobiliaria o colaborar acríticamente con ellas”. Pero lo cierto es que con las infraestructuras del país construidas y con el número de arquitectos multiplicado de 3.600 en 1970 a los 60.000 actuales, urge redefinir el oficio.
De abogados a periodistas, son muchas las profesiones liberales que han atravesado una transformación similar. El doctor Manolo Reus, recién jubilado de su puesto en el Hospital Universitario Virgen de la Arrixaca en Murcia, diagnostica que “los arquitectos tienen un camino por delante parecido al que recorrieron los médicos cuando el desarrollo de la sanidad pública en España forzó su paso de la élite profesional y social a una clase media valorada, respetada y —como ha demostrado la marea blanca— respaldada por la sociedad”. Padre y suegro de los arquitectos Blancafort-Reus, recuerda que los médicos eran prohombres influyentes en su ciudad: “Hubo uno famoso que se opuso frontalmente a la creación de la seguridad social porque decía que acabaría con el poder de las familias que controlaban la profesión”. Pero está claro que la democratización de la salud tras la Segunda Guerra Mundial fue un logro “y, contra esa inercia, no se puede luchar”. Establecer paralelismos entre profesiones es complejo, sobre todo cuando la precariedad laboral hermana a tantas. Sin embargo, el paso de cobrar a clientes-pacientes a tener un sueldo por curar marcó un cambio en la relación entre la clase médica y la sociedad. Justo lo que, con un retraso de décadas, busca ahora la arquitectura.
Todo empezó con el acceso a una educación superior generalizada que ha aumentado la cifra de escuelas de arquitectura de 3 a 31 en 40 años. Los nuevos proyectistas no solo no heredan ya la profesión de sus padres sino que, además, provienen de estratos sociales diversos y tras años de formación necesitan ganar dinero. Así, no se pueden permitir trabajar de aprendices durante años. Su sindicato tiene menos de un lustro y aunque abordó el problema de los empleados no retribuidos, no ha solucionado las carencias en la gestión de una ocupación que todavía debate si quiere —o debe— pasar de artesanal a empresarial. Hacerlo exige cambios y sacrificios. No hacerlo, también.
Entre la opción de las grandes firmas —que aspiran a los mayores proyectos y necesitan muchos encargos para mantenerse— y las pequeñas —más artesanales y que deben unirse para acometer grandes proyectos— se debate el futuro de los arquitectos en España. La tercera vía pasa por emigrar. Y la cuarta, por reinventar la profesión. De todo ello sobran ejemplos. Y, paradójicamente, existe el consenso de que la arquitectura puede salir ganando de una situación como esta. Eso piensan los sevillanos Juanjo López de la Cruz (1974) y María González (1975), que viven de su sueldo como profesores y diferencian entre las repercusiones laborales y los efectos en la arquitectura: “No parece posible que todos los nuevos arquitectos puedan acceder al trabajo tradicional de proyectar y construir. Sin embargo, esta situación ha llevado a experimentar en territorios poco explorados como la escasez de medios o la reutilización”.
Con todo, la arquitecta Patricia Reus opina que el trabajo individual bien hecho por unos cuantos no es suficiente para alterar la percepción generalizada que existe sobre los arquitectos en España como una clase engreída y alejada de la realidad que, sin embargo, contrasta con la valoración profesional que reciben en el extranjero. Así, ¿cómo acercar la excelente formación a la resolución de los problemas de la sociedad? En esa pregunta radica la gran asignatura pendiente de la arquitectura española. Puede que también el paso hacia una nueva clase media de la profesión. Entre los más jóvenes, la formación y las perspectivas laborales se están transformando. Y no solo para mal.
Ana García Puyol tendrá 27 años cuando, en primavera, se gradue en la Escuela de Arquitectura de Harvard. Forma parte de una generación que gracias a becas públicas (Séneca, Bancaja y Talentia) ha logrado ampliar estudios en el extranjero. No hay arquitectos en su familia y confiesa que la realidad profesional del arquitecto, y su estilo de vida sin horarios, la sorprendió. Ya habituada a los días sin fin, ha optado por la segunda fila: la ingeniería para desarrollar sistemas constructivos de estructuras y fachadas especiales con geometrías complejas. Será una arquitecta que ayude a otros arquitectos.
Dos generaciones por encima, Ángela García de Paredes (1958) representa —asociada a su marido Ignacio García Pedrosa (1957)— otra de las caras de la profesión. Hija de José María García de Paredes (autor de numerosos auditorios españoles) y con amplio reconocimiento nacional, explica que, en los últimos años, su estudio se ha reducido a la mitad (de seis colaboradores a tres) y que “la dificultad de ganar un concurso ha sido sustituida por la falta absoluta de concursos”. Con todo, trabajando en pocas obras, y dedicándose a la docencia, su vida resulta privilegiada para proyectistas más jóvenes, como Aurora Adalid (1980) que compatibiliza la investigación con la mediación, la gestión de recursos con la consultoría y el diseño con el urbanismo. “Ni en mis mejores sueños esperaba un trabajo tan diverso”, comenta optimista.
Como García Puyol, Reus o López de la Cruz y González, Adalid tampoco proviene de una familia de arquitectos. Quiso ser bióloga pero sus dibujos la acercaron a la arquitectura. Crecida en el marco de la especulación y la burbuja, el urbanismo le parecía “un mundo tenebroso, pero determinadas actuaciones en el barrio madrileño donde crecí despertaron mi conciencia sobre la importancia del patrimonio común urbano”. La indignación sobre cómo se tomaban decisiones la puso en marcha.
Así, abanderada de un nuevo modo de hacer en grupo, desde su trabajo en el colectivo Zuloark, asegura que los proyectos de autoría múltiple y la innovación en el reparto de responsabilidades forman parte del cambio de la profesión. “La nueva mirada hacia la ciudad como algo que es de todos, permanecerá”, vaticina. “Muchos proyectos desaparecerán, pero el cambio en la forma de habitar y compartir, se quedará”, explica. También García Puyol está a favor de dar más participación a los ciudadanos en lo que se construye en sus barrios pagado con sus impuestos, “pero la gestión debe hacerse desde los organismos públicos para que los arquitectos tengan un programa definido que ya haya escuchado e incorporado las ideas de los vecinos”, sostiene.
Sobre la desaparición de los arquitectos con sello propio y la recuperación de un oficio atento a las necesidades y dispuesto a reparar y repararse, Adalid cuenta que la tensión entre lo artístico y lo técnico desaparece con la madurez “porque eres capaz de priorizar y elegir cuál es el lugar para cada cosa. El desafío creativo lo encuentras en las necesidades reales a las que buscas solución”.
El profesor del CEU —una de las Escuelas que producen 2.000 titulados anuales— Santiago de Molina (1972) cita a Alvar Aalto: “La arquitectura hace lo que puede con lo que puede”, demostrando, de paso, que eso ha ocurrido siempre. Como sucediera con los médicos, la necesidad de adaptar la arquitectura a la realidad exige acercarse a las necesidades reales, pero también amplía el espectro de la profesión. Sin embargo, y a pesar de que —según una encuesta del Sindicato de Arquitectos (Sarq)— solo el 24% logra superar los 1.000 euros mensuales, “siguen siendo percibidos como un grupo que se mueve por interés propio económico o creativo” sostiene una de ellos, Patricia Reus (1975). Oriol Bohigas (1925), arquitecto desde los 50, explica: “Entonces no se consideraba —como ahora— que el objetivo profesional fuera acabar empleados de una sociedad de explotación inmobiliaria o colaborar acríticamente con ellas”. Pero lo cierto es que con las infraestructuras del país construidas y con el número de arquitectos multiplicado de 3.600 en 1970 a los 60.000 actuales, urge redefinir el oficio.
De abogados a periodistas, son muchas las profesiones liberales que han atravesado una transformación similar. El doctor Manolo Reus, recién jubilado de su puesto en el Hospital Universitario Virgen de la Arrixaca en Murcia, diagnostica que “los arquitectos tienen un camino por delante parecido al que recorrieron los médicos cuando el desarrollo de la sanidad pública en España forzó su paso de la élite profesional y social a una clase media valorada, respetada y —como ha demostrado la marea blanca— respaldada por la sociedad”. Padre y suegro de los arquitectos Blancafort-Reus, recuerda que los médicos eran prohombres influyentes en su ciudad: “Hubo uno famoso que se opuso frontalmente a la creación de la seguridad social porque decía que acabaría con el poder de las familias que controlaban la profesión”. Pero está claro que la democratización de la salud tras la Segunda Guerra Mundial fue un logro “y, contra esa inercia, no se puede luchar”. Establecer paralelismos entre profesiones es complejo, sobre todo cuando la precariedad laboral hermana a tantas. Sin embargo, el paso de cobrar a clientes-pacientes a tener un sueldo por curar marcó un cambio en la relación entre la clase médica y la sociedad. Justo lo que, con un retraso de décadas, busca ahora la arquitectura.
Todo empezó con el acceso a una educación superior generalizada que ha aumentado la cifra de escuelas de arquitectura de 3 a 31 en 40 años. Los nuevos proyectistas no solo no heredan ya la profesión de sus padres sino que, además, provienen de estratos sociales diversos y tras años de formación necesitan ganar dinero. Así, no se pueden permitir trabajar de aprendices durante años. Su sindicato tiene menos de un lustro y aunque abordó el problema de los empleados no retribuidos, no ha solucionado las carencias en la gestión de una ocupación que todavía debate si quiere —o debe— pasar de artesanal a empresarial. Hacerlo exige cambios y sacrificios. No hacerlo, también.
Entre la opción de las grandes firmas —que aspiran a los mayores proyectos y necesitan muchos encargos para mantenerse— y las pequeñas —más artesanales y que deben unirse para acometer grandes proyectos— se debate el futuro de los arquitectos en España. La tercera vía pasa por emigrar. Y la cuarta, por reinventar la profesión. De todo ello sobran ejemplos. Y, paradójicamente, existe el consenso de que la arquitectura puede salir ganando de una situación como esta. Eso piensan los sevillanos Juanjo López de la Cruz (1974) y María González (1975), que viven de su sueldo como profesores y diferencian entre las repercusiones laborales y los efectos en la arquitectura: “No parece posible que todos los nuevos arquitectos puedan acceder al trabajo tradicional de proyectar y construir. Sin embargo, esta situación ha llevado a experimentar en territorios poco explorados como la escasez de medios o la reutilización”.
Con todo, la arquitecta Patricia Reus opina que el trabajo individual bien hecho por unos cuantos no es suficiente para alterar la percepción generalizada que existe sobre los arquitectos en España como una clase engreída y alejada de la realidad que, sin embargo, contrasta con la valoración profesional que reciben en el extranjero. Así, ¿cómo acercar la excelente formación a la resolución de los problemas de la sociedad? En esa pregunta radica la gran asignatura pendiente de la arquitectura española. Puede que también el paso hacia una nueva clase media de la profesión. Entre los más jóvenes, la formación y las perspectivas laborales se están transformando. Y no solo para mal.
Ana García Puyol tendrá 27 años cuando, en primavera, se gradue en la Escuela de Arquitectura de Harvard. Forma parte de una generación que gracias a becas públicas (Séneca, Bancaja y Talentia) ha logrado ampliar estudios en el extranjero. No hay arquitectos en su familia y confiesa que la realidad profesional del arquitecto, y su estilo de vida sin horarios, la sorprendió. Ya habituada a los días sin fin, ha optado por la segunda fila: la ingeniería para desarrollar sistemas constructivos de estructuras y fachadas especiales con geometrías complejas. Será una arquitecta que ayude a otros arquitectos.
Dos generaciones por encima, Ángela García de Paredes (1958) representa —asociada a su marido Ignacio García Pedrosa (1957)— otra de las caras de la profesión. Hija de José María García de Paredes (autor de numerosos auditorios españoles) y con amplio reconocimiento nacional, explica que, en los últimos años, su estudio se ha reducido a la mitad (de seis colaboradores a tres) y que “la dificultad de ganar un concurso ha sido sustituida por la falta absoluta de concursos”. Con todo, trabajando en pocas obras, y dedicándose a la docencia, su vida resulta privilegiada para proyectistas más jóvenes, como Aurora Adalid (1980) que compatibiliza la investigación con la mediación, la gestión de recursos con la consultoría y el diseño con el urbanismo. “Ni en mis mejores sueños esperaba un trabajo tan diverso”, comenta optimista.
Como García Puyol, Reus o López de la Cruz y González, Adalid tampoco proviene de una familia de arquitectos. Quiso ser bióloga pero sus dibujos la acercaron a la arquitectura. Crecida en el marco de la especulación y la burbuja, el urbanismo le parecía “un mundo tenebroso, pero determinadas actuaciones en el barrio madrileño donde crecí despertaron mi conciencia sobre la importancia del patrimonio común urbano”. La indignación sobre cómo se tomaban decisiones la puso en marcha.
Así, abanderada de un nuevo modo de hacer en grupo, desde su trabajo en el colectivo Zuloark, asegura que los proyectos de autoría múltiple y la innovación en el reparto de responsabilidades forman parte del cambio de la profesión. “La nueva mirada hacia la ciudad como algo que es de todos, permanecerá”, vaticina. “Muchos proyectos desaparecerán, pero el cambio en la forma de habitar y compartir, se quedará”, explica. También García Puyol está a favor de dar más participación a los ciudadanos en lo que se construye en sus barrios pagado con sus impuestos, “pero la gestión debe hacerse desde los organismos públicos para que los arquitectos tengan un programa definido que ya haya escuchado e incorporado las ideas de los vecinos”, sostiene.
Sobre la desaparición de los arquitectos con sello propio y la recuperación de un oficio atento a las necesidades y dispuesto a reparar y repararse, Adalid cuenta que la tensión entre lo artístico y lo técnico desaparece con la madurez “porque eres capaz de priorizar y elegir cuál es el lugar para cada cosa. El desafío creativo lo encuentras en las necesidades reales a las que buscas solución”.
El profesor del CEU —una de las Escuelas que producen 2.000 titulados anuales— Santiago de Molina (1972) cita a Alvar Aalto: “La arquitectura hace lo que puede con lo que puede”, demostrando, de paso, que eso ha ocurrido siempre. Como sucediera con los médicos, la necesidad de adaptar la arquitectura a la realidad exige acercarse a las necesidades reales, pero también amplía el espectro de la profesión.