Publicat el 23 de Novembre a El País – Cultura
- Calamidades de todo tipo salpican algunos proyectos de grandes figurasde la arquitectura mundial debido a la experimentación, el descuido o la codicia
Publicado el 23 de Noviembre en El País – Cultura
- Calamidades de todo tipo salpican algunos proyectos de grandes figurasde la arquitectura mundial debido a la experimentación, el descuido o la codicia
Hace dos meses, un grupo de periodistas se reunió en un café de la City londinense. En una acera, frente a Fenchurch Street, dejaron una sartén con un huevo y esperaron a que se friera. Era una apuesta ganadora. Estaban junto a una fachada ideada por el uruguayo Rafael Viñoly que, días antes, había reflejado los rayos solares que deformaron la carrocería de un coche aparcado. El arquitecto y la empresa constructora admitieron el error sin llegar a aclararlo. Afincado en Nueva York, el autor del flamante aeropuerto Carrasco de Montevideo se excusó en la burocracia de subconsultoras que rige la construcción británica. Sin embargo, no era la primera vez que tenía problemas. En Las Vegas, su hotel Vdara solucionó otro exceso de calentamiento con una capa antirreflectante. Y el arquitecto, apelando al cambio climático.
Sea por el calentamiento global, por el exceso de riesgos asumidos o por el número de encargos que acumulan algunos arquitectos, los problemas sacuden a buena parte de los proyectistas estrella. Hablamos de problemas, no de desastres. Estos últimos se producen cuando pierde la vida una persona —en ocasiones decenas de ellas— y suelen tener detrás más codicia que incompetencia. Con todo, en una profesión todavía altamente artesanal, pocos edificios se libran de polémicas que cuestionan la naturaleza funcional de la arquitectura.
Hace tres años el Massachusetts Institute of Technology anunció en el periódico editado por sus estudiantes, The Tech, que había retirado la denuncia contra el autor del Guggenheim de Bilbao. A Frank Gehry le pedían los casi 1,5 millones de euros que se habían gastado reparando el Stata Center, un laboratorio terminado en 2004. A las goteras se habían sumado grietas y moho en las fachadas. Aunque Gehry describió su proyecto como “dos robots borrachos de juerga” la universidad no se quejaba de esas formas, acusaba al arquitecto de negligencia. Él repuso que “los problemas constructivos son inevitables en el diseño de espacios complejos”.
Algo de esa afirmación —que evidentemente ni soluciona ni justifica nada— es cierto. Y abre otra pregunta. ¿Hasta dónde merece la pena arriesgar? En arquitectura se arriesga para conseguir una nueva tipología, para lograr formas inesperadas o ensayar nuevos materiales. Aunque la historia del siglo XX está salpicada de fracasos del primer grupo (sobre todo en vivienda social), son las formas sorprendentes y los materiales innovadores los que concentran más problemas. El propio Gehry se vio obligado a lijar la fachada de su Auditorio Disney en Los Ángeles cuando, en 2004, y como los de Viñoly, ese edificio provocó el calentamiento de los inmuebles del vecindario.
El sol y el agua están detrás de muchos de los problemas de los arquitectos. En Dallas, lo que había sido considerado como un gran logro arquitectónico, el Nasher Center —una galería privada que expone, bajo luz natural, obras de Rodin— firmado por Renzo Piano y Peter Walker también peligra por el rayo, fulminante, que rebota desde la fachada de vidrio de la vecina Museum Tower. Este rascacielos con el nombre del inmueble que está destrozando nació, precisamente, para aprovechar el rédito comercial del nuevo “distrito de las artes”. La fachada ya ha quemado varias plantas del jardín que corona la azotea de la galería y amenaza ahora sus contenidos.
¿Qué sucede cuando instituciones culturales se convierten en el motor de otros negocios? El caso de Dallas demuestra que se exponen a los mismos riesgos que las propias finanzas.
Entre las estrellas españolas, las incidencias de Rafael Moneo tienen que ver con el agua. Aunque han pasado diez años desde que entregó la embajada española en Washington, hace unos días recibió una notificación del Ministerio de Asuntos Exteriores exigiéndole dos millones de euros. Moneo ha interpuesto un recurso contra el Ministerio. “Esta reclamación no deja de sorprenderme cuando el Estado, por razones que desconozco, renunció a exigir nada al constructor”, explica. No cree ser responsable de lo que le imputan ya que “los problemas fueron con el constructor y acabaron resolviéndose por el Estado en un proceso de mediación”.
El único Pritzker español considera su trabajo en Washington “una obra de arquitectura tradicional —o si quieres convencional— ideada a partir de las directrices de la propiedad y empleando materiales de nuestro país (ladrillo, persianas y azulejos)”. Y explica que el proyecto no planteaba dificultades y, por lo tanto, no debía dar sorpresas. Sin embargo, cuando estas aparecieron en forma de filtraciones en los adoquines de las terrazas —“que no se han comportado como anticipaban los certificados”—, el estudio ofreció al Ministerio “informes, visitas con expertos y hasta proyectos para rehacer las terrazas. En ello estábamos cuando recibimos la reclamación”.
“Hay momentos en que los arquitectos corren riesgos proponiendo sistemas constructivos desconocidos o alternativas formales complejas. No era el caso de la residencia del embajador en Washington”, insiste Moneo. Así, no solo el riesgo reporta problemas en arquitectura. Y, en ocasiones, ni siquiera sirve la experiencia.
Aunque Viñoly ha declarado que sus problemas en Londres no son atribuibles a que no corrigiera el error previo en Las Vegas, llama la atención que las calamidades se repitan en los trabajos de proyectistas como Santiago Calatrava. A los resbalones en la pasarela Zubi-Zuri —que cruza la ría de Bilbao— se sumaron los de la de Vistabella, en Murcia, y las reclamaciones que acumula su más reciente puente sobre el gran canal veneciano. Los tres proyectos tienen un pavimento común de losetas de vidrio que resbalan al humedecerse y se rompen con frecuencia.
De Calatrava se dice entre bromas que concentra más denuncias que premios. Lo curioso es que, con frecuencia, es él quien comienza el pleito. Sucedió en Oviedo, por ejemplo, donde pidió a la empresa promotora Jovellanos XXI un pago de 7,28 millones de euros por las obras del Palacio de Congresos. La firma contestó solicitando indemnizaciones por valor de 10,55 millones. ¿La razón? Sumaron lo que el seguro no cubrió tras romperse un encofrado y la falta de movilidad de la cubierta que, tras una inversión de 6,95 millones de euros, quedó estática. Así, a pesar de que el arquitecto reclamara, el pasado verano el juez dictaminó que sea él quien abone 3,27 millones de euros a la empresa promotora.
La mayoría de los proyectistas intentan evitar los juzgados. Norman Foster, más que ningún otro, ha hecho de la perfección constructiva su baza como arquitecto. Y sabe que una retirada a tiempo es una victoria. La última sucedió en agosto, cuando el arquitecto municipal de Moscú, Sergei Kuznetsov, declaró que Foster debía trabajar “personalmente” en la ampliación del Museo Pushkin (presupuestada en 475 millones de euros) y amenazó con organizar otro concurso si el trato no era “cara a cara” y no —como sucede con tantos arquitectos estrella— a través de sus subordinados.
Tras las críticas de Kuznetsov Lord Foster reveló que él ya se había adelantado enviando, el 5 de junio, su carta de dimisión. La BBC citó las razones: a pesar de su esfuerzo por trabajar y colaborar, profesionales rusos estaban desarrollando su proyecto.
Más allá de las goteras y los reflejos, los préstamos no autorizados amenazan con convertirse en las mayores trabas de los arquitectos estrella. Y la solución en un juzgado no es, en muchas ocasiones, una vía posible. Así, ni Zaha Hadid ni su cliente irán a juicio en China. Y eso que su caso raya el surrealismo. Cuando el año que viene se inauguren los tres edificios curvos que componen el Wangjing Soho de Pekín, el proyecto tendrá una copia idéntica en Chongqing a 1.500 kilómetros. Preguntada por este periódico, Hadid argumenta: “Nuestro cliente opina que denunciar le daría al otro proyecto mayor publicidad. Por eso abandonamos el caso”.
Con todo, el proyecto pirata se está construyendo más deprisa y anuncia su inauguración para este año. “La réplica y la repetición de los edificios del siglo pasado pueden superarse con inmuebles que se integren en las comunidades”, dice la arquitecta, cuyos sinuosos diseños parecen pertenecer más a la marca Hadid que a ningún lugar concreto. Alega que es la conexión con el lugar lo que se pierde al pasar de la globalización a la banalización de la arquitectura. Sin embargo, tal vez porque la tradición arquitectónica china ponía más énfasis en preservar la manera de hacer las cosas que las cosas en sí, ese país no tiene leyes que protejan los derechos de autor arquitectónicos. Así, el promotor de la obra pirata declaró a la revista Der Spiegel que no quiso copiar el edificio de Hadid: “Solo quise superarlo”.
Hace dos meses, un grupo de periodistas se reunió en un café de la City londinense. En una acera, frente a Fenchurch Street, dejaron una sartén con un huevo y esperaron a que se friera. Era una apuesta ganadora. Estaban junto a una fachada ideada por el uruguayo Rafael Viñoly que, días antes, había reflejado los rayos solares que deformaron la carrocería de un coche aparcado. El arquitecto y la empresa constructora admitieron el error sin llegar a aclararlo. Afincado en Nueva York, el autor del flamante aeropuerto Carrasco de Montevideo se excusó en la burocracia de subconsultoras que rige la construcción británica. Sin embargo, no era la primera vez que tenía problemas. En Las Vegas, su hotel Vdara solucionó otro exceso de calentamiento con una capa antirreflectante. Y el arquitecto, apelando al cambio climático.
Sea por el calentamiento global, por el exceso de riesgos asumidos o por el número de encargos que acumulan algunos arquitectos, los problemas sacuden a buena parte de los proyectistas estrella. Hablamos de problemas, no de desastres. Estos últimos se producen cuando pierde la vida una persona —en ocasiones decenas de ellas— y suelen tener detrás más codicia que incompetencia. Con todo, en una profesión todavía altamente artesanal, pocos edificios se libran de polémicas que cuestionan la naturaleza funcional de la arquitectura.
Hace tres años el Massachusetts Institute of Technology anunció en el periódico editado por sus estudiantes, The Tech, que había retirado la denuncia contra el autor del Guggenheim de Bilbao. A Frank Gehry le pedían los casi 1,5 millones de euros que se habían gastado reparando el Stata Center, un laboratorio terminado en 2004. A las goteras se habían sumado grietas y moho en las fachadas. Aunque Gehry describió su proyecto como “dos robots borrachos de juerga” la universidad no se quejaba de esas formas, acusaba al arquitecto de negligencia. Él repuso que “los problemas constructivos son inevitables en el diseño de espacios complejos”.
Algo de esa afirmación —que evidentemente ni soluciona ni justifica nada— es cierto. Y abre otra pregunta. ¿Hasta dónde merece la pena arriesgar? En arquitectura se arriesga para conseguir una nueva tipología, para lograr formas inesperadas o ensayar nuevos materiales. Aunque la historia del siglo XX está salpicada de fracasos del primer grupo (sobre todo en vivienda social), son las formas sorprendentes y los materiales innovadores los que concentran más problemas. El propio Gehry se vio obligado a lijar la fachada de su Auditorio Disney en Los Ángeles cuando, en 2004, y como los de Viñoly, ese edificio provocó el calentamiento de los inmuebles del vecindario.
El sol y el agua están detrás de muchos de los problemas de los arquitectos. En Dallas, lo que había sido considerado como un gran logro arquitectónico, el Nasher Center —una galería privada que expone, bajo luz natural, obras de Rodin— firmado por Renzo Piano y Peter Walker también peligra por el rayo, fulminante, que rebota desde la fachada de vidrio de la vecina Museum Tower. Este rascacielos con el nombre del inmueble que está destrozando nació, precisamente, para aprovechar el rédito comercial del nuevo “distrito de las artes”. La fachada ya ha quemado varias plantas del jardín que corona la azotea de la galería y amenaza ahora sus contenidos.
¿Qué sucede cuando instituciones culturales se convierten en el motor de otros negocios? El caso de Dallas demuestra que se exponen a los mismos riesgos que las propias finanzas.
Entre las estrellas españolas, las incidencias de Rafael Moneo tienen que ver con el agua. Aunque han pasado diez años desde que entregó la embajada española en Washington, hace unos días recibió una notificación del Ministerio de Asuntos Exteriores exigiéndole dos millones de euros. Moneo ha interpuesto un recurso contra el Ministerio. “Esta reclamación no deja de sorprenderme cuando el Estado, por razones que desconozco, renunció a exigir nada al constructor”, explica. No cree ser responsable de lo que le imputan ya que “los problemas fueron con el constructor y acabaron resolviéndose por el Estado en un proceso de mediación”.
El único Pritzker español considera su trabajo en Washington “una obra de arquitectura tradicional —o si quieres convencional— ideada a partir de las directrices de la propiedad y empleando materiales de nuestro país (ladrillo, persianas y azulejos)”. Y explica que el proyecto no planteaba dificultades y, por lo tanto, no debía dar sorpresas. Sin embargo, cuando estas aparecieron en forma de filtraciones en los adoquines de las terrazas —“que no se han comportado como anticipaban los certificados”—, el estudio ofreció al Ministerio “informes, visitas con expertos y hasta proyectos para rehacer las terrazas. En ello estábamos cuando recibimos la reclamación”.
“Hay momentos en que los arquitectos corren riesgos proponiendo sistemas constructivos desconocidos o alternativas formales complejas. No era el caso de la residencia del embajador en Washington”, insiste Moneo. Así, no solo el riesgo reporta problemas en arquitectura. Y, en ocasiones, ni siquiera sirve la experiencia.
Aunque Viñoly ha declarado que sus problemas en Londres no son atribuibles a que no corrigiera el error previo en Las Vegas, llama la atención que las calamidades se repitan en los trabajos de proyectistas como Santiago Calatrava. A los resbalones en la pasarela Zubi-Zuri —que cruza la ría de Bilbao— se sumaron los de la de Vistabella, en Murcia, y las reclamaciones que acumula su más reciente puente sobre el gran canal veneciano. Los tres proyectos tienen un pavimento común de losetas de vidrio que resbalan al humedecerse y se rompen con frecuencia.
De Calatrava se dice entre bromas que concentra más denuncias que premios. Lo curioso es que, con frecuencia, es él quien comienza el pleito. Sucedió en Oviedo, por ejemplo, donde pidió a la empresa promotora Jovellanos XXI un pago de 7,28 millones de euros por las obras del Palacio de Congresos. La firma contestó solicitando indemnizaciones por valor de 10,55 millones. ¿La razón? Sumaron lo que el seguro no cubrió tras romperse un encofrado y la falta de movilidad de la cubierta que, tras una inversión de 6,95 millones de euros, quedó estática. Así, a pesar de que el arquitecto reclamara, el pasado verano el juez dictaminó que sea él quien abone 3,27 millones de euros a la empresa promotora.
La mayoría de los proyectistas intentan evitar los juzgados. Norman Foster, más que ningún otro, ha hecho de la perfección constructiva su baza como arquitecto. Y sabe que una retirada a tiempo es una victoria. La última sucedió en agosto, cuando el arquitecto municipal de Moscú, Sergei Kuznetsov, declaró que Foster debía trabajar “personalmente” en la ampliación del Museo Pushkin (presupuestada en 475 millones de euros) y amenazó con organizar otro concurso si el trato no era “cara a cara” y no —como sucede con tantos arquitectos estrella— a través de sus subordinados.
Tras las críticas de Kuznetsov Lord Foster reveló que él ya se había adelantado enviando, el 5 de junio, su carta de dimisión. La BBC citó las razones: a pesar de su esfuerzo por trabajar y colaborar, profesionales rusos estaban desarrollando su proyecto.
Más allá de las goteras y los reflejos, los préstamos no autorizados amenazan con convertirse en las mayores trabas de los arquitectos estrella. Y la solución en un juzgado no es, en muchas ocasiones, una vía posible. Así, ni Zaha Hadid ni su cliente irán a juicio en China. Y eso que su caso raya el surrealismo. Cuando el año que viene se inauguren los tres edificios curvos que componen el Wangjing Soho de Pekín, el proyecto tendrá una copia idéntica en Chongqing a 1.500 kilómetros. Preguntada por este periódico, Hadid argumenta: “Nuestro cliente opina que denunciar le daría al otro proyecto mayor publicidad. Por eso abandonamos el caso”.
Con todo, el proyecto pirata se está construyendo más deprisa y anuncia su inauguración para este año. “La réplica y la repetición de los edificios del siglo pasado pueden superarse con inmuebles que se integren en las comunidades”, dice la arquitecta, cuyos sinuosos diseños parecen pertenecer más a la marca Hadid que a ningún lugar concreto. Alega que es la conexión con el lugar lo que se pierde al pasar de la globalización a la banalización de la arquitectura. Sin embargo, tal vez porque la tradición arquitectónica china ponía más énfasis en preservar la manera de hacer las cosas que las cosas en sí, ese país no tiene leyes que protejan los derechos de autor arquitectónicos. Así, el promotor de la obra pirata declaró a la revista Der Spiegel que no quiso copiar el edificio de Hadid: “Solo quise superarlo”.