Nos deja un prodigio creativo que saboreó precozmente las mieles del éxito, hizo del mundo su tablero de dibujo y se permitió ensayar modelos y tipologías diversas surfeando entre ismos
Publicado en El Periodico el 14 de enero de 2022
Ricardo Bofill fue el primer arquitecto con proyección internacional tras la Guerra Civil española. El que salió fuera y triunfó precozmente. Nacido en 1939 en Barcelona, comenzó a estudiar arquitectura a les 16 años. Participó en la creación de un sindicato de estudiantes auspiciado por el PSUC (partido comunista catalán) y fue expulsado de la universidad. El mito de que nunca obtuvo el título de arquitecto es absurdo, ha demostrado ser uno de los grandes, colegiado o no. Su padre era arquitecto y constructor, y su madre de origen judío –según testimonio del propio Bofill– estaba convencida de tener un hijo genio.
Su trayectoria como arquitecto es del todo excepcional, concatenando diversos estilos, incluso contradictorios, a lo largo de más de 60 años de ejercicio profesional en más de 40 países con 1.000 proyectos diseñados. En 1963 creó su Taller de Arquitectura, una auténtica rareza en la época, donde congregó, de forma pionera, un equipo interdisciplinario, que más tarde se pondría tan de moda. Allí colaboraron los filósofos, poetas, artistas, sociólogos o economistas.
Tras unas primeras obras de estilo realista local, pasa a dar un gran salto en 1973 creando, en una antigua cementera, el complejo de viviendas Walden 7 y su propio taller vivienda, La fábrica. Durante ese periodo ensayó un sistema habitativo alternativo a la vivienda burguesa con una estética formalista espacial muy atrevida. A principio de los 70 trasladó su actividad a Francia, y desarrolló un estilo posmoderno monumentalista, con la intención de dignificar barrios periféricos. En esa época Bofill salta la escena internacional, siendo uno de los pioneros del ‘star system’ arquitectónico de los años 80 y 90. Desde entonces su estilo cambia según las condiciones de cada país, y tanto utiliza el muro cortina en un rascacielos en Chicago, como materiales tradicionales en obras en países árabes. También inicia proyectos de gran escala de barrios y remodelaciones urbanas, imbuido por el espíritu mediterráneo de ciudad.
La huella de Bofill en España es extensa, destaca en Barcelona el Teatro Nacional, las terminales del aeropuerto, una de sus obras más elogiadas, o el hotel Vela, una de las más polémicas, sobre todo por su emplazamiento, pero cuya forma fue copiada en Dubái y otras localizaciones. En Valencia y en Madrid creó los parques del cauce del Turia y el Manzanares, respectivamente.
La personalidad de Bofill se aleja del estereotipo de arquitecto al uso. Fue iconoclasta y a la vez ‘establishment’. Siempre estuvo alejado de las capillitas, fue un acérrimo individualista y un ‘outsider’ del gremio: “Mi obra no tiene la trayectoria académica de los Pritzker”, que sin duda habría merecido. Frecuentó la Gauche Divine y su vida personal saltó a la prensa rosa, pero siempre le guió su instinto creativo, seguir diseñando, “la vida en sí es un proyecto”. A nivel político apoyó como urbanista la candidatura convergente a la alcaldía de Barcelona, como contrapunto al prolongado dominio de Oriol Bohigas –fallecido hace apenas un mes– en las filas socialistas.
Nos deja un prodigio creativo que saboreó precozmente las mieles del éxito, hizo del mundo su tablero de dibujo y se permitió ensayar modelos y tipologías diversas surfeando entre ismos con mayor o menor fortuna. En Argelia en los años 70 descubrió el encanto del nomadismo y lo asumió como sistema vital y laboral. Pero siempre mantuvo su ancla en el Taller de Arquitectura de Barcelona, en la cementera reconvertida, de donde saldrían, significativamente, cientos de miles de metros cuadrados de edificaciones por todo el mundo.