Publicado el 29 de septiembre de 2014 en EL PAIS
EDUARDO MENDOZA | En mis recorridos rutinarios por Barcelona paso con cierta frecuencia por la Sagrada Familia. Siempre me choca el gentío. Quizá porque recuerdo los años en que a Gaudí y a su obra nadie les daba bola. Edificios que hoy provocan aglomeraciones, eran pasto de la desidia. En La Pedrera había un bingo. La Sagrada Familia tenía la singularidad de estar a medio hacer. Gaudí no la pudo acabar y nos pasó los trastos a los barceloneses, como esos parientes pródigos, que dejan por herencia un revoltillo de legados y deudas. En mi infancia se hacía una cuestación anual para continuar las obras de la Sagrada Familia. Las cuestaciones eran una forma de recaudación y al mismo tiempo una modesta fiesta urbana. La del cáncer era la más seria; la de la Cruz Roja, la más salerosa. Más conocida por el sobrenombre de la Banderita, su faceta postinera la daban las mesas petitorias al aire libre, con mantel y baldaquino, a las que se sentaban esposas de autoridades con peineta y mantilla. La cuestación más chusca era la del Domund; provistos de unas huchas que eran paradigmas del estereotipo étnico, los niños recogían dinero para enviar a la China, a América y otros países emergentes donde hoy deberían hacer colectas para enviarnos donativos a nosotros.
Comparado con estas, la cuestación de la Sagrada Familia era un asunto local, como de medio pelo. Entre todos la acabaremos, era el lema. Quizá los que entonces aportaron su óbolo hoy podrían pedir dividendos de aquella inversión tan rentable. Pero entonces nadie podía prever semejante éxito de público y crítica a escala mundial. Un barcelonés no visitaba la Sagrada Familia si no era para acompañar a un forastero, y eso cuando ya había agotado otras atracciones, como subir al Tibidabo o dar una vuelta en las golondrinas del puerto. Yo fui un par de veces, cuando venían de visita mis parientes de Madrid. Si en esas ocasiones se producía, como ocurría entre críos, la ingenua y estéril pugna entre las respectivas ciudades, los madrileños atacaban diciendo que Madrid era la capital, a lo que nosotros respondíamos que sí, que bueno, pero que Barcelona tenía mar. Con suerte, quedaban anonadados. Ahora, si contraatacaban, estábamos perdidos, porque sacaban a relucir el museo del Prado, El Escorial o el Valle de los Caídos. La visita a la Sagrada Familia no nos redimía: un pedazo de iglesia, más curioso que bonito, con un par de hormigoneras a sus pies. Por supuesto, para visitar las torres no había que hacer cola, ni pagar, y uno podía subir como y cuando quisiera, si se veía con fuerzas y no tenía vértigo.
Ahora me sorprende el gentío, aunque haya podido seguir paso a paso el proceso de cambio. La vieja pugna entre las dos ciudades no ha subido mucho de nivel intelectual, pero ha cobrado una nueva intensidad. Con la Sagrada Familia ha ocurrido lo contrario. Más importancia, más tamaño y más banalidad. Sucesivas adiciones a las torres de Gaudí la han convertido en una basílica todavía sin acabar, pero ya con forma distinguible. Y enorme. No voy a hacer valoraciones arquitectónicas. A mí me gustaba más cuando parecía la ruina de una civilización extinguida, pero eso es solo mi opinión. En cuanto a si la obra posterior es o no fiel a la idea original de Gaudí, yo me inclino a pensar que no, por una razón puramente técnica. Gaudí concibió un edificio colosal con unos materiales y una tecnología que hoy resultan increíblemente toscos. Como muchas catedrales y templos de todas las religiones, la dificultad y el riesgo en la construcción eran parte esencial de la ofrenda. Hoy materiales, maquinaria y sistemas de cálculo nuevos, permiten acometer obras de una audacia inconcebible hace un siglo, pero eso supone a la vez un cambio de estética, del que se resiente un sueño antiguo hecho realidad en otro momento. ¿Cuenta el mérito y el esfuerzo en el resultado de la obra de arte? Quizá la pregunta está mal planteada. Vayan a ver y opinen, si no les arredran las colas y el precio de la entrada.
Foto portada extraida de EL PAIS | La sagrada familia en 1900 | CORDON PRESS