Publicado el sábado, 21 de junio del 2014, en EL PAIS
Una corriente humanista replantea la forma de construir desde la austeridad y la sencillezPublicado el sábado, 21 de junio del 2014, en EL PAIS
Una corriente humanista replantea la forma de construir desde la austeridad y la sencillez
Una ciudad amurallada. El perímetro, lo primero que se construyó, recorta Masdar en el desierto. Separada de Abu Dabi por un mar de arena, esta ciudad 100% sostenible comenzó a levantarse hace seis años, cuando su autor, Norman Foster, la presentó como “la primera capaz de generar su propia energía y de reciclar todos sus residuos”. El cerco que la rodea y su trazado remiten a las urbes medievales (amuralladas, densas y con calles estrechas), y su ejecución (con pérgolas y celosías), a las coloniales españolas, cuya retícula urbana se ordenaba atendiendo al sol y a las brisas. Así, bajo esa apariencia plagada de referencias históricas, son los vehículos subterráneos propulsados por energía solar los únicos que parecen hablar en futuro en ese nuevo oasis enclaustrado que plantea la duda de si el planeta puede ser sostenible a trozos. Tal vez sea el momento de afrontar que la arquitectura no puede llegar a cualquier precio donde nunca ha llegado.
También en la costa norte de Perú el paisaje es desértico y también los arquitectos Carlos Andrés Restrepo y Elizabeth Milagros Añaños tuvieron que lidiar con la aridez. Solo que, lejos de aislarla, ellos propusieron abrir la escuela Santa Elena, repararla haciendo más habitable el lugar que ocupa en el caserío de Piedritas. Los proyectistas querían ir más allá de la supervivencia y alcanzar las sensaciones que la mejor arquitectura puede aportar. Para lograrlo no echaron mano de la última tecnología, que no podían pagar, sino de los habitantes del lugar. Fueron ellos quienes identificaron las necesidades y las carencias que implica habitar el desierto, insistiendo en la importancia de la sombra y los patios. Atendiendo a esas prioridades, los arquitectos arreglaron el edificio existente y su entorno para convertir un inmueble aislado en un lugar. Así, escuchando y no imponiendo, actuando como guías más que como autores, Restrepo y Añaños dibujaron un perfil distinto de arquitecto para el nuevo siglo.
Son muchos, y están por todo el mundo, los ejemplos que demuestran que la arquitectura está llegando a donde nunca antes llegó. Y no son solo las emergencias las que ponen en marcha a profesionales de la talla del último Pritzker, Shigeru Ban, cuya catedral de cartón se inauguró el año pasado en Christchurch (Nueva Zelanda). De la misma manera que solo en el siglo XX la arquitectura abordó el problema de la vivienda social, muchos proyectistas del siglo XXI están llevando su disciplina a donde nunca antes hubo interés en que llegara.
En Colombia, también la escuela Santo Domingo Savio de Medellín supone una acción contraria a la de Masdar al convertir no el desierto, sino lo opuesto, una gran aglomeración de viviendas precarias, en un rincón urbano. Proyectado por el colectivo Obranegra, el edificio desciende por la ladera convertido en los cimientos de una gran plaza-mirador en la que los vecinos puedan hacer algo que nunca habían tenido espacio para hacer en su barrio: celebraciones, deportes o pasar la tarde en ese lugar de encuentro. Más allá de servir como escuela, el edificio demuestra que el espacio público, la calle y sobre todo las plazas —que escasean en un lugar tan denso— sirven para hacer algo más que llegar de un sitio a otro. El equipo de Carlos Pardo utiliza la arquitectura para unir, para zurcir en lugar de para encerrar. Este colegio se hizo con uno de los premios de la VII Bienal Iberoamericana de Arquitectura y Urbanismo (BIAU) hace cuatro años, pero el mes pasado otro parvulario en el mismo barrio de Medellín fue premiado en la IX BIAU —que se celebrará este otoño en Rosario (Argentina)—, demostrando otra vez cómo la arquitectura puede desplegar su poder transformador en lugares donde siempre brilló por su ausencia.
Conviene tener cuidado con el adjetivo “transformador” porque con proyectos como estos —capaces de reorganizar la vida en un barrio— se transforman tanto los arquitectos como su arquitectura. Lejos de caer en paracaídas para solucionar programas desde ideas preconcebidas, hay una arquitectura que además de culta, funcional y rigurosa quiere ser humanista. Por eso recoge la enseñanza de las propias viviendas de autoconstrucción del cerro —que desgajan sus volúmenes para adaptarse al desnivel del terreno—. La disposición modular —dividir un edificio en partes— no solo atiende a la topografía del barrio, también evita costes innecesarios en dinamita para romper las rocas sobre las que se cimienta la escuela. Como el colegio de Obranegra, este jardín infantil de Plan B Arquitectos también se inserta en el vecindario como uno más, codo con codo, sin arrogancia, pero dando ejemplo, pintado de azul para ser fácilmente localizable en medio de tanto ladrillo. Ésta es una arquitectura que habla a estudiantes y vecinos. Su mensaje tiene valor cultural: se puede construir una vida diaria mejor.
En Brasil, buena parte de la nueva clase media vive en favelas. Es frecuente que la precariedad de las casas de esos asentamientos mejore haciéndose eco de la vida de sus habitantes. Pero el paisaje irregular en el que se ubican necesita la mano de proyectistas capaces de hacer acupuntura urbana para convertir poblados en barrios. Traducir décadas de hacinamiento en vecindarios dignos es otro gran reto de la arquitectura. Sucede en la periferia de México DF, en la de Estambul y en tantas otras megalópolis. Muchos de los ciudadanos que logran instalarse, arraigar y vivir allí no quieren después trasladarse. Pero sí quieren mejorar. Prefieren pequeñas arquitecturas reparadoras que su mudanza a una vivienda social de nueva planta. No cuesta entenderlo cuando uno compara la vida a pie de calle con los bloques de pisos protegidos que ofrecen un apilamiento enrejado. Una arquitectura que atiende a necesidades en lugar de imponer soluciones estandarizadas dibujaría también un nuevo panorama.
Son muchos los factores que empujan a la arquitectura del siglo XXI a donde esta disciplina nunca antes llegó. Se ha multiplicado el número de profesionales —procedentes de varios sectores sociales, no exclusivamente de una élite— dedicados a construir, y estos nuevos proyectistas están reconociendo la urgencia de las viejas necesidades: la mejora urbana de las ciudades sin forma. Distinguir entre arquitectura y construcción —como si la medicina se conformara siempre con cuidados paliativos— ha sido una de las mayores perversiones de la época moderna. Extender ahora el conocimiento —la técnica, el valor cultural añadido y la previsión (la sostenibilidad)— reordena las prioridades de la disciplina. El camino no es fácil. Las mejores intenciones no pueden suplir la financiación que las obras necesitan. Sin embargo, sí puede reorganizarse la manera de construir —con poco y local o con mano de obra con diversos niveles de preparación—, como demuestran el estadounidense Michael Murphy en Ruanda o la austriaca Anne Heringer en Bangladesh. Ambos han cambiado el papel de autor de edificios por el de guía para llevar la arquitectura a donde no se la esperaba. Trabajar sin despilfarrar, atendiendo a la tradición y a los habitantes y añadiendo a la supervivencia la mejora de la cultura arquitectónica son algunos de los retos de esta disciplina en el siglo XXI. Otra opción no tiene sentido. Llevarla a donde nunca ha estado para extender la huella insostenible del negocio inmobiliario acabaría con todos. La sostenibilidad no admite barreras. Segregar en nombre del progreso es una de las grandes perversiones que una arquitectura reparadora podría ayudar a combatir.
Una ciudad amurallada. El perímetro, lo primero que se construyó, recorta Masdar en el desierto. Separada de Abu Dabi por un mar de arena, esta ciudad 100% sostenible comenzó a levantarse hace seis años, cuando su autor, Norman Foster, la presentó como “la primera capaz de generar su propia energía y de reciclar todos sus residuos”. El cerco que la rodea y su trazado remiten a las urbes medievales (amuralladas, densas y con calles estrechas), y su ejecución (con pérgolas y celosías), a las coloniales españolas, cuya retícula urbana se ordenaba atendiendo al sol y a las brisas. Así, bajo esa apariencia plagada de referencias históricas, son los vehículos subterráneos propulsados por energía solar los únicos que parecen hablar en futuro en ese nuevo oasis enclaustrado que plantea la duda de si el planeta puede ser sostenible a trozos. Tal vez sea el momento de afrontar que la arquitectura no puede llegar a cualquier precio donde nunca ha llegado.
También en la costa norte de Perú el paisaje es desértico y también los arquitectos Carlos Andrés Restrepo y Elizabeth Milagros Añaños tuvieron que lidiar con la aridez. Solo que, lejos de aislarla, ellos propusieron abrir la escuela Santa Elena, repararla haciendo más habitable el lugar que ocupa en el caserío de Piedritas. Los proyectistas querían ir más allá de la supervivencia y alcanzar las sensaciones que la mejor arquitectura puede aportar. Para lograrlo no echaron mano de la última tecnología, que no podían pagar, sino de los habitantes del lugar. Fueron ellos quienes identificaron las necesidades y las carencias que implica habitar el desierto, insistiendo en la importancia de la sombra y los patios. Atendiendo a esas prioridades, los arquitectos arreglaron el edificio existente y su entorno para convertir un inmueble aislado en un lugar. Así, escuchando y no imponiendo, actuando como guías más que como autores, Restrepo y Añaños dibujaron un perfil distinto de arquitecto para el nuevo siglo.
Son muchos, y están por todo el mundo, los ejemplos que demuestran que la arquitectura está llegando a donde nunca antes llegó. Y no son solo las emergencias las que ponen en marcha a profesionales de la talla del último Pritzker, Shigeru Ban, cuya catedral de cartón se inauguró el año pasado en Christchurch (Nueva Zelanda). De la misma manera que solo en el siglo XX la arquitectura abordó el problema de la vivienda social, muchos proyectistas del siglo XXI están llevando su disciplina a donde nunca antes hubo interés en que llegara.
En Colombia, también la escuela Santo Domingo Savio de Medellín supone una acción contraria a la de Masdar al convertir no el desierto, sino lo opuesto, una gran aglomeración de viviendas precarias, en un rincón urbano. Proyectado por el colectivo Obranegra, el edificio desciende por la ladera convertido en los cimientos de una gran plaza-mirador en la que los vecinos puedan hacer algo que nunca habían tenido espacio para hacer en su barrio: celebraciones, deportes o pasar la tarde en ese lugar de encuentro. Más allá de servir como escuela, el edificio demuestra que el espacio público, la calle y sobre todo las plazas —que escasean en un lugar tan denso— sirven para hacer algo más que llegar de un sitio a otro. El equipo de Carlos Pardo utiliza la arquitectura para unir, para zurcir en lugar de para encerrar. Este colegio se hizo con uno de los premios de la VII Bienal Iberoamericana de Arquitectura y Urbanismo (BIAU) hace cuatro años, pero el mes pasado otro parvulario en el mismo barrio de Medellín fue premiado en la IX BIAU —que se celebrará este otoño en Rosario (Argentina)—, demostrando otra vez cómo la arquitectura puede desplegar su poder transformador en lugares donde siempre brilló por su ausencia.
Conviene tener cuidado con el adjetivo “transformador” porque con proyectos como estos —capaces de reorganizar la vida en un barrio— se transforman tanto los arquitectos como su arquitectura. Lejos de caer en paracaídas para solucionar programas desde ideas preconcebidas, hay una arquitectura que además de culta, funcional y rigurosa quiere ser humanista. Por eso recoge la enseñanza de las propias viviendas de autoconstrucción del cerro —que desgajan sus volúmenes para adaptarse al desnivel del terreno—. La disposición modular —dividir un edificio en partes— no solo atiende a la topografía del barrio, también evita costes innecesarios en dinamita para romper las rocas sobre las que se cimienta la escuela. Como el colegio de Obranegra, este jardín infantil de Plan B Arquitectos también se inserta en el vecindario como uno más, codo con codo, sin arrogancia, pero dando ejemplo, pintado de azul para ser fácilmente localizable en medio de tanto ladrillo. Ésta es una arquitectura que habla a estudiantes y vecinos. Su mensaje tiene valor cultural: se puede construir una vida diaria mejor.
En Brasil, buena parte de la nueva clase media vive en favelas. Es frecuente que la precariedad de las casas de esos asentamientos mejore haciéndose eco de la vida de sus habitantes. Pero el paisaje irregular en el que se ubican necesita la mano de proyectistas capaces de hacer acupuntura urbana para convertir poblados en barrios. Traducir décadas de hacinamiento en vecindarios dignos es otro gran reto de la arquitectura. Sucede en la periferia de México DF, en la de Estambul y en tantas otras megalópolis. Muchos de los ciudadanos que logran instalarse, arraigar y vivir allí no quieren después trasladarse. Pero sí quieren mejorar. Prefieren pequeñas arquitecturas reparadoras que su mudanza a una vivienda social de nueva planta. No cuesta entenderlo cuando uno compara la vida a pie de calle con los bloques de pisos protegidos que ofrecen un apilamiento enrejado. Una arquitectura que atiende a necesidades en lugar de imponer soluciones estandarizadas dibujaría también un nuevo panorama.
Son muchos los factores que empujan a la arquitectura del siglo XXI a donde esta disciplina nunca antes llegó. Se ha multiplicado el número de profesionales —procedentes de varios sectores sociales, no exclusivamente de una élite— dedicados a construir, y estos nuevos proyectistas están reconociendo la urgencia de las viejas necesidades: la mejora urbana de las ciudades sin forma. Distinguir entre arquitectura y construcción —como si la medicina se conformara siempre con cuidados paliativos— ha sido una de las mayores perversiones de la época moderna. Extender ahora el conocimiento —la técnica, el valor cultural añadido y la previsión (la sostenibilidad)— reordena las prioridades de la disciplina. El camino no es fácil. Las mejores intenciones no pueden suplir la financiación que las obras necesitan. Sin embargo, sí puede reorganizarse la manera de construir —con poco y local o con mano de obra con diversos niveles de preparación—, como demuestran el estadounidense Michael Murphy en Ruanda o la austriaca Anne Heringer en Bangladesh. Ambos han cambiado el papel de autor de edificios por el de guía para llevar la arquitectura a donde no se la esperaba. Trabajar sin despilfarrar, atendiendo a la tradición y a los habitantes y añadiendo a la supervivencia la mejora de la cultura arquitectónica son algunos de los retos de esta disciplina en el siglo XXI. Otra opción no tiene sentido. Llevarla a donde nunca ha estado para extender la huella insostenible del negocio inmobiliario acabaría con todos. La sostenibilidad no admite barreras. Segregar en nombre del progreso es una de las grandes perversiones que una arquitectura reparadora podría ayudar a combatir.