A finales de los años ochenta descubrió que su ironía funcionaba bien aplicada al diseño de objetos
Publicado el lunes 16 de marzo de 2015 en el diario EL PAÍS
Que el arquitecto Michael Graves (Indianápolis, 1934-Princeton, 2015), fallecido el jueves pasado, terminara siendo más famoso por las teteras y los saleros que ideó (más de 2.000 productos) que por sus 350 edificios, dice tanto del valor que el humor puede imprimir en el diseño como de los riesgos de emplearlo como recurso arquitectónico.
Miembro del grupo New York Five (con Peter Eisenman, Richard Meier y los desaparecidos John Hejduk y Charles Gwathmey -cinco proyectistas que terminaron usando estilos contrapuestos-), Graves se hizo fuerte apostando por la revisión posmoderna. Corrían los años setenta cuando creyó que iba a ser el idioma del pasado (el de las cornisas y las columnas dóricas) el que iba a salvar a la arquitectura de la severidad moderna. Recuperar el ornamento se convirtió en su ideario cuando comenzó a construir edificios como el de la Municipalidad de Portland (1986), en Oregón, o la Biblioteca de Denver (1995), que, a pesar de las buenas intenciones, terminaron pareciendo de cartón piedra. Ese es el peligro de mezclar moda y arquitectura, aunque las referencias se remonten a los templos griegos: los enanos del edificio Team Disney de Burbank, en California (1991), sujetan la cubierta como si fueran cariátides.
Apostar todo a una carta tiene tanto potencial como riesgo. Y cualquiera se hubiera hundido cuando, pasada la fiebre revisionista y corregida la frialdad de la modernidad, el posmodernismo se contempló con una nueva luz: la que lo desvelaba como un pastiche más escenográfico que arquitectónico. Sin embargo, Graves no decayó. A finales de los ochenta descubrió que su ironía funcionaba bien aplicada al diseño de objetos. Había logrado un sello que ganaba si perdía presencia. En la escala de coladores o pimenteros domésticos, su humor no parecía un chiste. Así, la inolvidable tetera 9093 (fabricada por Alessi en 1985) hizo que fuera un pájaro rojo el que silbara para avisar de que el agua hervía. Tras ella llegaron las cafeteras, las jarras, los saleros, las bandejas, las tazas, los relojes y los azucareros. La sala de juntas de su estudio en Princeton parecía más una cocina -de las antiguas, con todo visto y al alcance de la mano- que un despacho. Graves se convirtió así en uno de los diseñadores más prolíficos del mundo. No le interesaba el clasicismo de resolver la función con la mayor economía de medios posible; él quería llevar alegría a las viviendas.
Así lo entendió la Asociación de Arquitectos Americanos cuando, al entregarle su medalla de oro en el año 2000, dejó claro que eran los productos los que habían sido capaces de llevar el buen diseño hasta cualquier consumidor. Puede ser. Es de esperar que considerara que los 350 edificios que construyó también hablaban a la gente. Algunos de esos inmuebles, los realizados para Disney, ciertamente gritaban. Graves terminó los años noventa coronando hoteles con delfines y cisnes. Y es que, aunque el posmodernismo había quedado atrás y las críticas a este movimiento nostálgico eran ya generalizadas, las modas no terminan al mismo tiempo en todas partes.
Con todo, y a pesar de atravesar a veces la delgada línea entre el humor y el chiste, es de rigor reconocer en Michael Graves a un creador polivalente además de prolífico. Cuando hace 12 años una sinusitis mal curada lo obligó a moverse en silla de ruedas, el arquitecto se fijó en algo en lo que antes no había reparado: las habitaciones de los hospitales, los bastones y los agarraderos de las bañeras. Hasta una silla de ruedas llegó a diseñar. Encontró un nuevo nicho. Quiso rehacer todo lo que rodeaba a los pacientes para transmitirles nuevos motivos de alegría: mayor facilidad de movimientos y más alborozo visual con curvas y colores. Bautizó este último renacimiento como “diseño humanista y transformador”. A eso dedicó sus últimos tiempos como profesor y profesional. Quiso mejorar la vida de los enfermos con formas que, ciertamente, se complicaban un poco la vida, pero lo hizo para intentar decir algo animoso antes de dedicarse a cumplir con la prosaica función.