En la Bienal de Arquitectura de Venecia que se inaugurará el próximo mes de septiembre habrá, por primera vez, un pabellón exclusivo para mostrar la arquitectura de Catalunya. Hay que subrayarlo porque es un hecho importante en la divulgación y valoración internacional de este sector de nuestra cultura –y aun de nuestra economía, tal como van las cosas– si realmente se expone como un análisis crítico de la situación actual, ofreciendo un panorama coherente, con un frente más o menos unitario que demuestre la consistencia de un ámbito histórico y cultural común.
El Institut Ramon Llull ha tomado ya unas medidas que parecen acertadas. Ha convocado un concurso para nombrar unos responsables de la exposición, tanto del contenido como del formato. Lo han ganado los arquitectos Félix Arranz y Jordi Badia con una propuesta de selección muy radical: nueve obras de nueve equipos de arquitectos jóvenes que, además de acreditar una calidad evidente, tienen la virtud de representar entre todos una cierta tendencia que se puede considerar bastante permanente en la red y las infiltraciones culturales de la arquitectura catalana de hoy día.
Hay que reconocer que averiguar cuáles son las tendencias que prometen un futuro aglutinador, un lenguaje propio, una exigencia moral en una realidad concreta es una operación difícil y, sobre todo, insegura en un momento tan alocado como el actual. Pero los dos responsables lo ven muy claro: aseguran que Catalunya desde hace tiempo está insistiendo en una arquitectura que potencia la utilización expresiva de la modestia formal y de la pobreza de los materiales locales, que mantiene la naturalidad de un realismo crítico que desdeña el formalismo y el brillo del falso optimismo tecnológico que se decanta hacia la denuncia del abuso comercial y el marketing, y que interpreta la sostenibilidad en sus originales recursos de pobreza y ahorro. Es decir, una arquitectura marcada por valores morales al servicio de las políticas sociales.
Se trata, pues, de una operación difícil y muy ambiciosa esta de fijar un itinerario común –o preeminente– en la arquitectura catalana moderna y presentarla en la Bienal de Venecia como un grito de resonancia internacional contra la arquitectura y el urbanismo que han perdido aquellos valores morales y políticos, al servicio de la escenografía de la riqueza insolidaria que hoy ha sustituido la antigua austeridad del Movimiento Moderno. Es difícil porque por un lado, hay pocas referencias estilísticas o metodológicas que, a diferencia de los viejos cánones académicos, provoquen grupos y escuelas con lenguajes estipulados, aglutinados y generadores. Y aún son más escasas las referencias que hacen bandera solo de limitaciones territoriales reivindicativas un poco escasas. Por otra parte, cada día aumentan los artistas que rechazan autoclasificarse en un grupo o responder a una precisa tendencia estilística.
Por tanto, con este panorama, es difícil demostrar la existencia de una arquitectura específicamente catalana con carga teórica propia y con la debida agresividad contra los modelos que aún están triunfando en el consumo universal.
Pero Arranz y Badia se han empeñado en hacerlo, utilizando un sistema que puede ser persuasivo: parten del análisis no solo de las obras que parecen más significativas entre las olas jóvenes, sino también de las que pueden considerarse antecedentes o indicaciones intencionadas: aquellas que hace 50 años mantenían una actitud que se calificaba como «nuevo realismo», enfrentada a los falsos optimistas de un progreso solo apoyado en modelos plásticos o en esquemas funcionales que querían prever –es decir, imitar lo que no existía– el desarrollo de la modernidad sin ninguna de las transformaciones morales y políticas que la justificaban.
Si Arranz y Badia, con el apoyo del Llull lo consiguen, será un factor esencial en la interpretación de nuestra historiografía del arte. Y si no, la muestra, al menos, resituará el papel social y político de la arquitectura en los debates que ella misma provoque.
De todos modos, hay que tener cuidado. Es necesario que el esquemático mensaje no sea mal interpretado por los que conocen la complejidad de nuestra cultura arquitectónica. defensa de la naturalidad y la modestia no se interprete como una voluntad de retroceso, en vez de un llamamiento para frenar el retroceso de los grandes principios de la arquitectura crítica. El Elogio de la barraca se tiene que leer hoy de manera diferente a como se podía leer en los años 50 y 60.
Article publicat a El Periódico el passat 17 de juny de 2012