32 años en el poder dan para mucho. Son los que estuvieron los socialistas en el Ayuntamiento de Barcelona. El ensayo ‘Barcelona Supermodelo’, Premi Ciutat de Barcelona en la categoría de Historia, disecciona sus logros y claroscuros urbanísticos de la mano de Alessandro Scarnato.
Publicado el 29 de marzo de 2017 en el diario EL MUNDO
¿Ha aprendido Barcelona de los excesos urbanísticos como el Fòrum? ¿Cuál es el futuro de Ciutat Vella si el turismo baja o cambia de gustos? ¿Está la ciudad hecha o hay margen para que se convierta en otra cosa? ¿Por qué mitificamos tanto los barceloneses a Oriol Bohigas? El italiano Alessandro Scarnato es arquitecto por la Universidad de Florencia. En su ensayo Barcelona Supermodelo (editado por Comanegra) analiza la trepidante transformación de Barcelona desde 1979 hasta 2011. Es decir: el resultado, urbanístico y social, de ocho mandatos socialistas consecutivos en el Ayuntamiento.
¿Cómo resumiría el Modelo Barcelona?
En su etapa inicial era un sistema de eficiencia democrática basado en la financiación mixta (público-privada) de los proyectos municipales. Con el tiempo, ese concepto se banalizó en pura comercialización de la ciudad y entonces el Modelo deriva en el Supermodelo, una aparencia superficial o una marca, como se ha llegado a decir recientemente.
La historia urbanística de Barcelona corre en paralelo a su historia política, están íntimamente trenzadas. ¿Podría decirse que Barcelona es un producto de los socialistas?
Tal vez podría decirse, al revés, que la credibilidad de los socialistas debe mucho a la transformación de la ciudad. Eso no quita importancia a la visión demostrada por una irrepetible generación de administradores que supieron sacar Barcelona de su condición de ciudad mediterránea algo decaída, hasta marginal, y esos administradores en buena medida eran socialistas.
Tras la euforia de las Olimpiadas, el primer desencanto fue el Fòrum. La mayoría de barceloneses lo vio como la consumación de la traición del PSC a la ciudad. ¿Algún día se lo perdonaremos?
Puede que algun día se reconozca que los espacios construidos -me refiero a plazas, parques y edificios- no están tan mal como se suelen pintar: con sus más y menos, pero funcionan bien y la ciudad los va metabolizando. Otra cosa es el sentido político y económico que vertebró la idea misma del Fòrum. El evento y su estrategia urbanística parecieron de inmediato extraños a la visión de la Barcelona preolímpica, que era la de la recuperación de la ciudad para sus habitantes. Si con las Olimpiadas se quiso poner la ciudad en el mapa, con el Fòrum pareció que se quería poner en el escaparate. Eso sí que sonó a traición de aquel espíritu originario y las traiciones difícilmente se olvidan.
Itzíar González dice que los vecinos ya no confían en los arquitectos. ¿Eso tiene arreglo?
Esa pregunta es muy pertinente porque precisamente en Barcelona, entre los 80 y los 90, pareció que se hiciera realidad el sueño de los arquitectos del Movimiento Moderno, el tener un papel central en la construcción de la ciudad y la sociedad. Lo que ocurrió es que, de pronto, el poder financiero y los intereses políticos alimentaron la natural egolatría de la que sufrimos muchos arquitectos y nos olvidamos del contexto socioeconómico. Ahora creo que hay razones para el optimismo, en el sentido de que las nuevas generaciones no están tan obsesionadas con lo de crear obras para la posteridad. Además, en el mundo globalizado en el que vivimos no tendría sentido porque tu magnífico edificio recién inaugurado en el centro de una ciudad europea en dos semanas se verá eclipsado por otro más grande, e incluso bello, en algun lugar de Asia. Todo eso hace que lo de trabajar para y junto a los vecinos haya vuelto a ser un asunto digno de consideración profesional.
Ciutat Vella recibe 24 millones de visitantes al año. La idea de reinvertir las plusvalías en la calidad de vida de sus vecinos, que son los que al final arreglan las fachadas, las calles y pagan impuestos, parece de lo más sensata, ¿por qué no se aplica?
En realidad se intenta pero no es fácil, sobre todo porque de tanto dinero que llega con el turismo sólo una parte menor se queda, directa o indirectamente, en la ciudad. Creo que una dificultad añadida reside en que el modelo turístico en toda España ha sido tradicionalmente un modelo sobre todo económico antes que cultural y eso no favorece iniciativas de reorientación de sus dinámicas. Además no olvidemos que el turismo masivo, principalmente urbano, es algo nuevo. Hace diez años AirBnB ni siquiera existía.
¿Es verdad eso de que «Ciutat Vella es un negocio para quienes se lo pueden permitir» o es una exageración?
Lamentablemente es una verdad que adquiere validez día tras día. Hay que revertirlo. No presumo de saber cómo. Pero pienso que una sólida política de vivienda y una valiente estrategia de protección patrimonial pueden ser herramientas muy eficaces.
El ensayo incluye algún que otro pasaje crítico con Oriol Bohigas, algo casi inaudito. Los barceloneses le tenemos muy mitificado. ¿Tanto poder llegó a acumular, primero como director de la Escuela de Arquitectura y luego como mano derecha de Narcís Serra?
Es verdad que Bohigas ha sido muy mitificado pero no tuvo un verdadero poder y creo que tampoco le interesaba. Otra cosa es su indudable influencia entre arquitectos y urbanistas. En ese papel se encontró muy a gusto y sin duda lo aprovechó tanto como pudo, a menudo determinando la buena o mala suerte de arquitectos concretos. Pienso que ahora es el momento de homenajear su larga trayectoria que, evidentemente, no ha estado exenta de equivocaciones importantes, como su manera de tratar el tema del patrimonio a partir de los 90.
De hecho, hasta que Bohigas no tuvo 70 años no se perfiló un discurso alternativo, el de la smart city de Vicente Guallart. ¿Tanto ha costado matar al padre en esta ciudad?
¡Un montón! Y aún cuesta desarrollar una lectura crítica de su figura, tan presente e incisiva y no sólo en Barcelona. Bohigas ha cumplido los 90 y hace tan sólo dos años aún concedía entrevistas lúcidas y aguerridas y todavía participa en todo lo que puede y en su mirada sigue ese anhelo sistematizador que encuentras en sus escritos y proyectos.
El discurso smart de la hiperconectividad, la electronización de la gestión de la ciudad y lo verde, ¿ha cuajado realmente? Parece que llevemos una eternidad proclamando un futuro que no llega del todo.
Si te fijas, también el alumbrado público o el sistema de alcantarillado fueron, en su momento, algo smart. Quiero decir que lo que dices es cierto pero se trata de un tema de debate general y hay que abordarlo sin encorsetarse en una apariencia high tech. Puede que más que en la smart city, el futuro esté en el reaprovechamento cultural, funcional y técnico de la ciudad existente, bajo el umbral de la sostenibilidad y de la verdadera hiperconectividad, o sea la humana.
Las Olimpiadas dejaron tal sensación de satisfacción colectiva que luego vino el bajón, la ansiedad del ¿y ahora, qué?, que llevó al Fòrum. ¿Estamos vacunados contra los grandes eventos? La ciudad acaba de rechazar las Olimpiadas de Invierno.
Hay rechazos y rechazos: algunas ciudades se han echado atrás de eventos parecidos por el miedo a las complicaciones que conllevan. Un gran evento es un desafío que no tiene que ser aceptado como si tal cosa por el simple hecho de proponerse. Y la misma Olimpiada del 92 no lo tuvo fácil al comienzo: entre 1981, cuando se vislumbra la candidatura, a 1986, cuando se le otorgan los Juegos, los alcaldes Serra y Maragall tuvieron que currárselo mucho, dentro y fuera de Barcelona, para superar escepticismos y hostilidades.
La anécdota de Joan Clos y Josep Acebillo sobrevolando la Sagrera en helicóptero y haciendo comentarios del tipo: «Ay, ahí iría muy bien un Gehry» es muy ilustrativa de lo que Llàtzer Moix llama «mentalidad de coleccionista de cromos». Ahora es muy fácil criticar, pero entonces a todo el mundo le parecía estupendo, ¿no?
Por suerte, en Barcelona parece que se está saliendo de esta dinámica, por lo menos a nivel municipal, pero es un tipo de pensamiento que en muchas ciudades del mundo sigue vigente. Tampoco es verdad que no hubiese critícas ya en aquel entonces, pero eran críticas minoritarias y en más de una ocasión se marginaron o directamente fueron silenciadas. En el libro explico con detalle el desencuentro entre el triunfalismo municipal y el mundo asociacionista a partir de la mitad de los 90 y cómo se ridiculizaba a ese último.
Joan Clos opina que en Ciutat Vella «no hay un proceso de gentrificación brutal ni de expulsión de gente» porque «no es el distrito más caro» de Barcelona, ¿qué opina?
Es cierto que en otras ciudades como Londres o San Francisco las cosas han ido y van mucho peor. Pero eso no quita que las dinámicas las tenemos también aquí y, sobre todo, que los indicadores económicos ya están desmintiendo a Clos. Esas declaraciones que vienen en el libro son de hace unos cuantos meses y mientras tanto los precios se han disparado. No estoy seguro de que el ex alcalde dijera lo mismo ahora.
Clos ve las críticas al Fòrum como un «cambio psicológico de la sociedad barcelonesa», que pasó de la «euforia acrítica» de los Juegos a lo contrario porque «la gente se cansa y el péndulo se mueve hacia otro lado», ¿las críticas al Fòrum fueron excesivas?
Hay que distinguir entre las tres facetas del Fòrum: el proyecto urbano, el evento y la operación inmobiliaria. Urbanísticamente las críticas fueron y son excesivas, en muchos casos apriorísticas. Sobre el evento fueron acertadas: aún hoy en día cuesta explicar de qué iba aquello. Sobre la operación, incluso se quedaron cortas y si no hubiese ocurrido la crisis de 2008 es de preguntarse si la ciudad hubiera aguantado el golpe representado por la inversión internacional que tuvo en el complejo residencial Fòrum-Diagonal Mar una verdadera entrada con alfombra roja.
Otra idea muy interesante es la de que Barcelona, por ese complejo de capital sin estado y de competencia perpetua con Madrid, siempre está reinventándose a sí misma. ¿Madrid tiene los mismos debates urbanísticos que Barcelona? Desde aquí parece que no tanto. Claro que no recibe los mismos turistas.
Madrid tiene mucho debate, por su tamaño y papel, pero su identidad urbana está más definida y no hay esa tensión de tener que autodemostrarse en mejora continua. Sobre los turistas, no olvidemos que hasta hace 15 años Madrid recibía más turistas que Barcelona y probablemente ahora van un pelín más relajados en ese sentido.
¿Realmente alguien llegó a proponer eliminar Ciutat Vella del mapa, arrasar con todo y construir de nuevo, a lo Cerdà, cuando se estaba redactando el Plan Metropolitano de 1976? Parece una locura visto ahora. ¿O no tanto? ¿Esa idea tiene algún adepto hoy?
Te diré más: según el planeamiento, aún hoy en día se podría tirar a tierra casi todo el distrito se si reactivara el mismo urbanismo agresivo de hace unos años. La protección patrimonial es ridícula en el sentido de que sólo la labor, la conciencia y (lo digo en sentido positivo) la tozudez de los técnicos municipales lo impide. Eso y, hay que admitirlo, el interés del capital en explotar el aspecto visual del entorno histórico por su atractivo turístico. En el momento que el turismo baje o cambie de gustos, probablemente el poder financiero volverá al ataque para borrar el distrito del mapa, salvando únicamente unos pocos barrios chungos donde convenga concentrar la marginación social. Como fue hasta hace 30 años. Me gusta pensar que si volviera a ocurrir, esta vez los arquitectos no seríamos complices.
Es fascinante lo que explica Francesc Muñoz sobre los bares de los inmigrantes españoles, que ahora están en manos de familias chinas: se siguen llamando Manolo, tienen las mismas tapas y no ha cambiado nada, salvo que ahora Manolo es chino. Siempre nos habían dicho que la globalización borra la cultura, pero en este caso está haciendo de protección. ¿Eso sólo ocurre aquí? ¿Por qué?
La globalización no es sólo turismo masivo, producción estandarizada o capital internacional (a veces criminal) que se mueven de un continente a otro. También son personas que se buscan honestamente la vida en otros países y a menudo redescubren y reflotan aspectos culturales, a veces casi olvidados, de una sociedad. Sólo hace falta ver la cantidad de castellers forasteros que tenemos. Y tampoco la sociedad es algo fijo, inmutable, y eso es bueno. Lo importante es no dejar nunca de esforzarse en entender esas dinámicas y estudiar sistemas para que no descarrilen, porque pueden crear choques identitarios y de allí no suele salir nada bueno.
Muchas de las personas que cuelgan en los balcones sábanas que piden Volem un barri digne llegaron hace 10 o 20 años a Ciutat Vella y compraron un loft atraídos por la promesa de un barrio auténtico y con un punto nostálgico, un sueño que el turista les ha arruinado. ¿Pero no son ellos parte del problema también? ¿El principio del problema?
Son parte del problema porque tuvieron un papel en el desarrollo de la dinámica pero no creo que hayan sido el principio. Más bien no vieron que su misma presencia alteraba la identidad del barrio y a nadie se le ocurrió afinar herramientas administrativas adecuadas como, por ejemplo, un índice de referencia de precios de alquiler. Resumiendo mucho, esas personas arreglaron el barrio pero sin plantearse qué iba a pasar si el barrio pasaba de zona off a zona de máxima atracción. Hay una peli italiana de los 50 donde una mamma le dice a su hija que se arregle bien pero no demasiado para no atraer a muchos hombres y, en cierto sentido, es lo que ha ocurrido.
Todos los cambios que se cuentan en el ensayo contrastan con el impasse actual desde que llegó Colau, en el que se ha congelado todo. ¿Ya está hecha Barcelona?
Decir congelado es impreciso. Diría que este gobierno municipal está trabajando en el software más que en el hardware. Es una administración que podría llegar a tener una incisividad comparable con la del primer Maragall, pero hay que ver cómo se desarrollan los contextos políticos catalán, español y europeo. En este sentido, Maragall gozó de un momento histórico único en el que, a pesar de problemas y crisis como la bursátil de 1987, se respiraba un optimismo enorme, sobre todo a partir del fin de la Guerra Fría, en 1989. Colau lo tiene sin duda más complicado pero es tenaz y eso suele premiar.
Siendo italiano, ¿qué le atrajo de Barcelona para estudiarla tanto y conocerla tan bien? ¿Se cumple el tópico de que tiene que venir alguien de fuera para hacer verdadera crítica de la ciudad?
Fíjate que Florencia, de donde vengo, la han estudiado los alemanes y sobre todo los ingleses. En mi caso, tengo que admitir que yo soy un producto del éxito arquitectónico internacional de la ciudad. Mis primeras visitas fueron motivadas por la preparación del congreso de la Unión Internacional de Arquitectos UIA Barcelona 96 y quería ver las obras olímpicas que habíamos estudiado tanto. Después me interesó el tema de la intervención en el centro histórico y decidí cursar mi doctorado sobre el tema. Es cierto que al llegar de fuera, tu lectura de la ciudad es obviamente más desacomplejada pero, al mismo tiempo, sientes constantemente la obligación de comprobarlo y contrastarlo todo.