ALGUNAS REFLEXIONES DESDE EL CONFINAMIENTO | LAS PANDEMIAS Y LA CIUDAD
2020
Nos enamoramos y creemos que nadie se ha enamorado antes que nosotros, que con nuestro primer beso, inauguramos el mundo… Tenemos un hijo y creemos que somos los primeros en haber tenido un hijo… Nos rompemos una pierna y sólo vemos gente escayolada y con muletas por la calle, gentes que apenas ayer no estaban… Levantamos un edificio y nos imaginamos que nadie ha sentido antes que nosotros esta ilusión primera de ver cómo crecen los pilares desde el suelo, cómo aparecen muros y paredes, como de la nada. Cuando empecé a construir, hace ya más de 30 años, mis primeras viviendas unifamiliares me parecían maquetas a escala 1:1. Porque cada uno imagina -o cuenta su historia- desde su pasado, desde su historia personal. Y, hasta entonces, sólo había hecho maquetas. Pero hemos de reconocerlo: apenas somos un eslabón de una especie con tendencia a olvidarlo todo.
También la ciudad olvida… Hoy, hay mensajes que nos llegan y nos cuentan cómo, cada cien años, desde la Edad Media se han sucedido pandemias… pestes varias, diversos episodios de cólera, tuberculosis, la última gran gripe española de 1918 que, según cuentan las crónicas, se llevó por delante a 50 millones de personas de las de entonces (que eran muchos menos). Que sean fruto de ciclos de la naturaleza o provocados por el hombre para controlar la población, como algunas teorías conspiratorias pretenden demostrar, no es objeto de esta reflexión (a cierta edad, uno ve posible una cosa y su contraria). Recuerdo que mi madre contaba lo mortal que era la tuberculosis en la Pamplona de su juventud, en los años cuarenta y, como hasta el descubrimiento de la penicilina, la vida de tanta gente pendía de un hilo. Sin movernos de Barcelona, el Hospital Antituberculoso de Sert y Torres Clavé (1), una de las joyas del Racionalismo que tenemos, responde a la necesidad de resolver este problema sanitario, así como las Escuelas del Mar del noucentista Josep Goday, en la Barceloneta, pretendían hacer salir a los niños de las escuelas de una Barcelona insalubre y favorecer los efectos terapéuticos de los baños de sol y de mar (2). Porque, si la arquitectura no ayuda a resolver los problemas de la gente, no es arquitectura: no tiene ningún sentido.
De hecho, sin la necesidad de higienismo que surge en la Inglaterra del XIX (quizás, el país más contaminado entonces, debido a que fue cuna de la revolución industrial) y se amplifica en la Bauhaus, no podríamos entender todo el Movimiento Moderno cuya vocación fue la de construir unas viviendas más saludables, desde una clara conciencia social, con ventilación cruzada y unas secciones que permitiesen el asoleo de todas las viviendas. Decía el padre del escritor colombiano Héctor Abad Faciolince, médico de profesión, al que dedica su libro El Olvido que seremos, que “la mayor parte de los problemas sanitarios de una ciudad como Medellín se resolvería, no con más hospitales, sino construyendo un acueducto que llevase agua potable a toda la ciudad” (3).
El vientre del arquitecto. Quédate en casa
Quédate en casa significa cosas muy diferentes según la casa. Sin dejar Colombia, me envían mis amigos un estudio https://lasillavacia.com/quedate-casa-significa-cosas-muy-diferentes-segun-casa-76080 en el que se habla de la gran proporción de colombianos que están confinados en viviendas deficientes (la Web La silla vacía cifra en 15.5 M los hogares deficientes, muchos de ellos de autoconstrucción, tanto en medio rural, como en la ciudad). Y, quien dice Colombia, dice también tantas ciudades latinoamericanas (y también europeas). Ciertamente, no es lo mismo estar confinados en una casa con jardín y vistas al mar, en un piso del Ensanche de Barcelona de davants i darreres (en los que todos los miembros disponen de su propia habitación o pueden apropiarse de un espacio (4)) o el cómo muchas familias numerosas deban pasarlo, en pisos de apenas 50-60 m2 en los que el salón, de noche, se convierte, no en dormitorio ocasional de un invitado, sino en el permanente de algún o algunos de los miembros de la familia. Es evidente que, como arquitectos, tenemos una enorme responsabilidad en la definición del espacio público (el espacio de todos), del espacio doméstico… y de la relación de lo público y lo privado, de los intersticios…
Porque estamos todos confinados, pero como decía Coderch, “todos somos iguales, pero unos más iguales que otros”. Porque para confinamiento, el de otros… Y pienso en los diarios de Robert Scott, en su carrera con Amundsen, sin poder salir de su igloo, viviendo los varios meses de oscuridad de los Polos, como le ocurre a la protagonista de la película Nadie quiere la noche; pienso en la Villa Diodati de Ginebra (5) aquel verano en el que el cielo se oscureció por la erupción de un lejano volcán y en la que, en sola una noche, nacieron dos de los monstruos del siglo XX, el vampiro y Frankenstein… Y pienso en los presos, ellos sí confinados y en ese romance anónimo, El prisionero, que dice así “Que por mayo era por mayo, cuando hace la calor, cuando los trigos encañan y están los campos en flor; cuando canta la calandria y responde el ruiseñor; cuando los enamorados van a servir al amor; sino yo, triste, cuitado, que vivo en esta prisión, que ni sé cuándo es de día, ni cuándo las noches son, sino por una avecilla que me cantaba al albor. Matómela un ballestero; dele Dios mal galardón”. Pues eso. Porque no es lo mismo no ver el mar porque no me acerco a saludarle, sabiendo que puedo ir en cualquier momento… que el no verlo por no poder salir de casa.
Ventanas
Hace años, en noviembre del 1999, en el Museo Picasso, vi una exposición que se titulaba Picasso-Paisaje interior y Exterior, en las que pintaba paisajes de Antibes, Mougins, de la Californie (6), paisajes que yo relaciono con Matisse (au fonds il n´y a que Matisse, decía el propio Picasso), con el retrato que Dalí le hiciera a su hermana Anna Maria, de espaldas en la ventana (7), con la habitación de Van Gogh o, incluso, con las Mujeres en la ventana de Murillo (8), en la que una muchacha joven mira fuera, embelesada, mientras la otra, de mayor edad, sonríe, en un gesto entre tímido y malicioso. La ventana se ha convertido estos días de confinamiento en el punto de encuentro entre el dentro y el fuera, el lugar por el que nos asomamos al mundo, por el que salir a aplaudir a las ocho a nuestros sanitarios, al personal de limpieza, a aquellos que no pueden dejar de trabajar por nosotros, en acto de afirmación de colectividad (está claro que para el gobierno, la arquitectura no es una actividad esencial y, quizás, no vaya errado). Nunca como ahora hemos valorado nuestra pequeña terraza, nunca como ahora hemos valorado tanto el poder salir al sol.
Las ventanas son los ojos de los edificios desde los que mirar al otro. Y pienso en las habitaciones de la literatura… en el Cuarto de Jacob, en el Jacob’s Room, de Virgina Wolf que tan bien refleja la película Las horas (aunque ésta esté basada en la novela homónima de Michael Cunningham, una Virginia que se sentía enclaustrada en su mundo y en su cuerpo y que ya sabemos cómo acabó). Y, en contraposición, pienso en la habitación con vistas, A Room with a View, adaptada de una novela de E.M Forster y esa pasión que los ingleses siempre han sentido por hacer su particular viaje a Italia. Ventanas en el cine, en la literatura, en el arte, porque necesitamos ventanas para ver, para ser… Y ayudar a los otros a ser es, también, responsabilidad de los arquitectos.
Recogimiento interior
Sé que hay gente que lleva mal el confinamiento pero, en general, sostengo que se trata de gente con poca vida interior, de gente que no sabe estar a solas con uno mismo… porque uno siempre puede leer y escribir (a mí, lo que más me gusta de leer es escribir), cocinar, profundizar en lazos familiares, hacer aquellas cosas que tantas veces quisimos hacer para las que no teníamos tiempo, dejar volar la mente… El tiempo (y más a medida que nos hacemos mayores, es más importante que el espacio). Por eso fortalecer la vida interior me parece básico… tener las ideas claras. Saber que no necesito que mi mujer enferme para saber que la quiero y la necesito, cómo no necesito esta pausa forzada para tener tiempo para leer o escribir. Porque leo a diario y escribo a diario, también… artículos, libros (en este momento estoy traduciendo al francés mi libro La Arquitectura como misterio, mientras mi hijo hace lo propio con la versión inglesa), mientras avanzo futuros números de nuestra revista digital que tiene una media de 35.000 entradas por número y gente suscrita en un centenar de países (os paso el link por si os apetece entrar www.t18magazine.com… una revista de referencia, completamente gratuita, porque esa es la manera de llegar a tanta gente.
A veces pienso que, de no poder pagar las nóminas a final de mes, los gastos del día a día, quizás no tendría esta tranquilidad de espíritu que me permitiese leer y disfrutar de la lectura… Aunque, quizás por esto, siempre he tenido una estructura pequeña, una estructura muy estable que ya sobrevivió unida la crisis del 2007, maquetando libros y haciendo concursos en muchos países (cabe decir que los perdimos casi todos, pero que, con los que ganamos, pudimos ir equilibrando la balanza). En las glaciaciones sobrevivieron no los animales más fuertes, sino los que supieron adaptarse mejor al nuevo paradigma. Aunque, otras, pienso que, justamente, es el leer de a diario lo que me permite irme a dormir con las preocupaciones de los otros que, con frecuencia, lo pasan peor que yo y no mirarme el ombligo, no escucharme, no compadecerme. Y empezar, renovado, cada día. La literatura es, también, una ventana (nunca tan necesaria como ahora).
La pandemia nos obliga a todos a hacer de la necesidad virtud. A comprobar que no éramos tan dueños de nuestra vida, como creíamos (toda una lección de humildad), a asumir que somos un ser social y, o salimos fortalecidos como sociedad, o no saldremos (toda una lección de la solidaridad necesaria), a aceptar que, a veces la vida se contrae (toda una lección de resignación, de aceptación), nos enseña que podemos pasar con la mitad de la mitad de lo que creíamos fundamental e imprescindible (todo un baño de realidad). Hemos cambiado movilidad, espacio por tiempo… Aprovechémoslo… ¿cuántos, en momentos difíciles, tras una enfermedad o un accidente que les ha obligado a parar han descubierto su verdadera vocación o cómo dar un nuevo enfoque a sus vidas?
¿Habrá una arquitectura del confinamiento? ¿En qué sentido la crisis de la epidemia puede alterar nuestra visión de los espacios domésticos o públicos?
Una videoconferencia no sustituirá nunca una reunión, pero nos demuestra cuán innecesarios eran tantos viajes como hacíamos, en muchos casos (salvo que los viajes tuviesen otra misión). Es como ese absurdo de la economía global y la deslocalización (aun no entiendo porque es más barato un juguete que viene de China que uno fabricado en el levante español -claro que lo entiendo, es una forma de hablar- o cómo pueden costar tan poco algunos billetes de avión… o cómo, en el mismo vuelo, hay otros que viajan por la mitad de lo que yo pago (siempre he sido una nulidad en esto de conseguir ofertas). Claro que el coste real es otro, la huella de carbono. Decía mi padre que era de necios confundir valor y precio… Quizás ése sea el modelo a cambiar.
Trabajar desde nuestras casas hoy es más posible que nunca. No sólo posible, sino obligatorio… pero ya hace mucho que mucha gente dispone de un espacio en sus casas desde el que trabajar y conectarse. Claro que no todos los trabajos lo permiten… Yo puedo pensar, dibujar, dar instrucciones, trabajar en red con los colaboradores, hacer avanzar las cosas, dar cuerda al mundo… pero los edificios necesitan de alguien que, físicamente, los construya. De todas formas, no dejo de pensar que hay algo propio de la Edad Media en toda esta vuelta a los orígenes, pero es que, quizás, es un modelo que, como sociedad, no deberíamos haber abandonado. En catalán tenemos una expresión que lo define muy bien… Menjar poc i pair be.
No creo que la crisis vaya a promover un nuevo modelo de hacer arquitectura, como tampoco la crisis del 2007 supuso un cambio, más allá de reconocer los fastos inútiles de la hoguera de la vanidades del capitalismo salvaje (más ética y menos estética, rezó el lema de una de las Bienales de Venecia de la época)… Porque, una década después, se siguen construyendo edificios icónicos en países jóvenes (y con músculo) con necesidad de autoafirmación (China o Emiratos). Y las revistas que se rasgaron las vestiduras siguen publicando las obras recientes de aquellos que un día fueron denostados como arquitectos estrella (siempre he pensado que hay dos pistas, una por la que corren esos pocos y otra, por la que corremos los demás). Por eso, quizás, lo más interesante sea la necesidad provocada de transformar hoteles en hospitales (tipológicamente tampoco son tan diferentes), y pabellones de exposiciones y palacios de congresos en hospitales de campaña medicalizados (lo que demuestra que son más interesantes las edificios-caja que los edificios-estuche (por seguir una terminología de Campo Baeza). Pero eso ya lo hacen, a diario, mis amigos de PMMT porque saben que el tiempo que ahorran en la construcción de un hospital, lo pueden cuantificar y traducir en salvar vidas. ¿Surgirá un nuevo Shigeru Ban que, como en el terremoto de Kobe, decidiera usar el cartón como material portante? Es posible… la creatividad humana siempre sorprende.
Lo cierto es que pasar tantas horas encerrados en casa nos debe de hacer pensar en la importancia del espacio doméstico, un espacio que se requiere flexible y adaptable, donde los espacios de apropiación (esos espacios sin uso asignado, como explican muy bien Txatxo Sabater y Ricardo Guasch) son fundamentales para que cada cual pueda hacer suya, su propia casa. Oí una vez explicar a Ignacio Paricio que a la hora de comprar una vivienda no debíamos de fijarnos si tenía parquet o no, o las marcas de la grifería que siempre podríamos cambiar, sino en comprar la vivienda mayor que pudiésemos pagar, la mejor comunicada y la mejor orientada, porque la superficie, la orientación y su situación respecto al resto de la ciudad, son factores que nunca podremos cambiar.
De redes sociales y de lo que nos espera
Ya sé que hoy en día, además de las ventanas que mencionábamos, tenemos otros ojos, las pantallas del ordenador, las de nuestros IPhone, portátiles y otros dispositivos que, conectados a Internet, nos permiten recibir noticias del mundo en tiempo real. Nunca fue más fácil estar informado (claro que cuánta sabiduría se pierde tras la cultura, y cuanta cultura se pierde tras tanta información). Y es cierto que el confinamiento es menos duro, si uno habla, de a diario, con gentes de todos los puntos del planeta con los que se ha cruzado. Así la sensación de soledad es menor.
Reparo, gracias a mi hijo, que los ingleses tiene dos acepciones para decir que estás solo, alone y lonely, que es como un alone con tristeza. Nosotros solo una. Por las redes circulan, estos días, mensajes “buenistas”, Fermatevi… “Parad, la tierra necesita respirar”… “No podemos volver a la normalidad porque la normalidad era el problema”… y los grupos se llenan de likes, corazoncitos, pulgares hacia arriba y demás emoticonos. Hablan de fin de ciclo, de nuevo paradigma, de que “nos acostamos en un mundo y nos despertaremos en otro”… Y no digo que no tengan su parte de razón… En la vida -y en la historia- hay puntos de inflexión. En la del mundo y en la de cada uno de nosotros, como si fuésemos un pálido reflejo de cuanto sucede fuera. Pero yo no lo creo o, si se me permite, no sé si el mundo que salga de esto será mejor, porque saldrá más pobre, más endeudado, porque los parados se contarán por millones, porque muchos, si no cobran, no podrán pagar el alquiler… y a quien ha perdido la casa, ya no digo si pierde a un familiar querido, las aguas cristalinas de los canales y los defines surcando los mares, sospecho que le importarán más bien poco. Porque el planeta necesita respirar, sí, pero la gente comer. Y si no se trabaja la tierra, la tierra no da fruto. Pero debemos de ser capaces de mirar más allá de nuestro ombligo.
Quisiera creer que saldremos todos juntos, que el mundo será más solidario (quisiera creer, pero no lo creo, por la tendencia a olvidar a la que me refería al principio de estas líneas). Me conformaría con que se blindase la sanidad y no hubiera más recortes, con independencia del color político que gobierne: el personal sanitario son los auténticos héroes de esta guerra… El virus no entiende de fronteras, dice quien se ha erigido a sí mismo en capitán único de la nave en un intento fallido de recentralizar el país (no quisiera, de todas formas, estar en su piel). Pero el virus sí entiende de fronteras porque, según qué políticas se apliquen, hay países que han contenido el virus, mientras otros no hemos sabido. Entiendo que no se dé respuesta a la pregunta de cómo con apenas siendo 47 millones de los 7.000 millones que habitan la tierra, tengamos el 20% del total de los muertos. Yo sí la tengo. Tengo la respuesta, pero no la solución al problema. Lo que debería de haber sido un fuego de campamento ha acabado quemando el bosque. Cada uno tendremos que hace nuestra parte.
Quisiera creer, por último, que seremos capaces de construir un mundo más sostenible, de una mayor eficiencia energética. Porque, quizás la crisis del coronavirus sea sólo el anticipo de una mayor que nos vendrá por el calentamiento global de la tierra, si no reaccionamos a tiempo. No, no creo que la tierra vaya a desparecer, la tierra lleva aquí unos cuantos millones de años antes de que apareciésemos nosotros y ha vivido glaciaciones, la extinción de los dinosaurios y el antropoceno. A la tierra le das tiempo y recupera lo que es suyo, lo he visto con las tantas pirámides, hoy convertidas en colinas enterradas por la vegetación, tanto en el mundo maya del Yucatán, como en Angkor Vat (9-10), en el otro extremo del mundo. La tierra puede vivir sin nosotros, nosotros no podemos sin la tierra. Es importante que cambiemos nuestra mentalidad de dueños a usuarios y hacer como algunas tribus indias de Norteamérica: pensar que la tierra la heredamos de los hijos y no de los padres, porque es a ellos a quienes deberemos de dar cuentas.
Porque de esta saldremos, claro que saldremos, lo importante es perdiendo el menor número de plumas posibles. ¿Habremos aprendido la lección?
Text escrit per a l´Escola Sert .