A raíz del ciclo ‘Arquitectura i turisme’ que celebramos el pasado año en el Ateneu de Barcelona, el coordinador de las jornadas y arquitecto Alessandro Scarnato ha publicado este análisis y sintesis de lo debatido
Publicado en el número 40 de la Revista Diagonal
Ciudad y ciudadanos
A lo largo de estos últimos años se ha producido un cambio que hace época y, por primera vez en la historia humana, la mayoría de personas ya viven en entornos urbanos. La pregunta surge automáticamente: ¿esto quiere decir que también ha aumentado el número de ciudadanos? Una de las dificultades que encontramos a la hora de aproximarnos a posibles respuestas es que si el concepto de ciudad, a pesar de sus muchísimos matices tipológicos y geográficos, en su esencia de asentamiento estable se ha mantenido relativamente constante a lo largo del tiempo, no puede decirse lo mismo de la idea de ciudadano. En particular, a partir de mediados de los años noventa del siglo pasado, hay dos figuras que han dinamitado el concepto de ciudadanía tal y como se había sedimentado: el inmigrante y el turista.
Ambas figuras rompen con el esquema tradicional según el cual el lugar de nacimiento tenía que coincidir con el lugar de fallecimiento y todo el recorrido vital se desarrollaba entre las mismas calles de los antepasados. Durante siglos, muy pocos tenían la posibilidad de desplazarse y, si lo hacían, era casi siempre por algún acontecimiento o necesidad de fuerza mayor. Pero mientras que la figura del “migrante” ha evolucionado en sus modalidades más que en sus motivaciones fundamentales, la del “turista” representa algo completamente nuevo. Como es sabido, el viaje placentero como costumbre de clases sociales educadas, cultas y acomodadas aparece a caballo entre los siglos XVIII y XIX, y se convierte en costumbre cada vez más popular después de la Segunda Guerra Mundial, también por su sutil vertiente de arma propagandística sumamente eficaz en los años de la Guerra Fría. Sin embargo, a partir de los años 1960 se empieza a fraguar un panorama socioeconómico global que alcanza sustancia operativa a mediados de los 1990 con la contemporánea eclosión de los tratados de libre comercio, la apertura de la red de Internet gracias al protocolo del World Wide Web y el progresivo abaratamiento del transporte internacional. A nivel de turismo, el cambio que se produce abarca la totalidad de esas dinámicas y, tanto a nivel económico como comercial, cultural y logístico, ya no se trata de una actividad secundaria. De todas formas, la metamorfosis más importante ha venido por la combinación de dos aspectos muy ligados. Por un lado, la pujante falta de control sobre los procesos de decisión ante la elección del destino y de la manera de disfrutarlo por parte del turista. Por el otro, la multiplicación exponencial de las tipologías de experiencia turística que podemos encontrar no sólo entre varios destinos sino en el mismo.
Gracias a estas novedades, el turismo ha pasado de ser una actividad 100% positiva, cuyo crecimiento no tiene sentido ni siquiera pensar en controlar, a ser un fenómeno generador de inquietudes multifacéticas, amenazante sobre todo por sus efectos sobre el hábitat urbano. En efecto, si queremos resumir en qué consiste el principal problema inducido por la metamorfosis que ha experimentado el turismo en los últimos veinte años, podemos decir que hemos pasado de tener una dinámica entre “locales” y “visitantes” a tener una tensión continua entre “ciudadanos residentes” y “ciudadanos temporales”. Para complicar más la cosa, tenemos el hecho de que la barrera entre estas dos maneras de vivir la ciudadanía es cada vez más porosa. Tenemos turistas que después de visitar un lugar elijen desplazarse allí de forma estable, aunque no participen en la vida local (a veces ni siquiera a nivel burocrático, porque no se empadronan); tenemos turistas que compran propiedades o participan en actividades económicas y siguen siendo turistas; tenemos turistas que se convierten con gusto en usuarios de aquella economía colaborativa que representa la otra gran novedad de las dinámicas urbanas de estos años. En otras palabras, no es descabellado decir que tenemos cada vez menos “turistas” y cada vez más “ciudadanos temporales” que buscan en sus destinos las mismas imágenes de ciudad que se les vendió, al mismo tiempo que reclaman (un poco contradictoriamente) una ciudad sorprendente, donde puedan tener una experiencia a medida que otorgue un toque personal al viaje. Y, por supuesto, estos ciudadanos temporales no son de otro planeta: en su lugar de origen son ciudadanos residentes.
En esta ambigüedad reside la gran dificultad: en el intercambio potencial y latente entre el papel de ciudadano residente y ciudadano temporal, con sus consiguientes dificultades no sólo al entenderse mutuamente sino también al gestionar demanda y oferta, necesidades y derechos, oportunidades y problemas. Un día formas parte de un escenario turístico como pieza a exhibir y a explotar; y al día siguiente eres tú parte del público que reclama ser entretenido al gusto. Se trata de una situación que dificulta que el turismo contemporáneo pueda quedarse dentro de un marco de actividad codificada y regulable (como había sido en sus primeros dos siglos de historia), hasta tal punto que es complicado proponer siquiera una descripción persuasiva.
Barcelona experience
Cuando el 17 de octubre de 1986 el Comité Olímpico Internacional designó Barcelona como sede de los juegos de la XXV Olimpiada de 1992, el alcalde Maragall tenía claro que aquel acontecimiento iba a ser la ocasión para imprimir una fuerte aceleración a su proyecto de reconstrucción de la Ciudad Condal y un inmejorable escaparate para que la capital catalana pudiera presentarse al mundo y revalidarse como destino turístico. De hecho, la propensión turística de Barcelona no es nueva y la creación del Barrio gótico no fue ajena a ese aspecto, como nos han explicado en sus detallados estudios Agustín Cócola Gant y Saida Palou. Las duras décadas del franquismo habían mermado la idea de una Barcelona atractiva, y su actividad receptiva se había reducido a lo estrictamente funcional: ferias y congresos. El “feísmo” urbano de aquella triste época posbélica era tan asumido que nadie pensaba que alguien pudiera acercarse a la ciudad con la simple intención de visitarla por puro placer estético: si el arquitecto municipal Adolf Florensa iba corrigiendo el gótico local para hacerlo más decoroso, el otrora joven constructor Núñez y Navarro encontraba muy pocas dificultades en hacerse con casas modernistas para derribarlas y sustituirlas con lucrativas promociones de viviendas. Es más, Oriol Bohigas no tenía el mínimo reparo en reclamar insistente y públicamente la demolición de lo poco que se había construido de la Sagrada Familia.
La coincidencia del exitoso acontecimiento olímpico de 1992 con las transformaciones globales descritas anteriormente, encontró una ciudad en cierto sentido desprotegida frente a un incremento de visitantes cuya intensidad cuantitativa era superada solamente por la ramificación tipológica de la que hemos hablado. En Barcelona, después de un primer momento de entusiasmo por su éxito global, ha habido una verdadera crisis de identidad urbana, inicialmente centrada en los visibles efectos de los flujos migratorios de origen extra europeo y posteriormente monopolizada por ese nuevo turismo tan incontrolable e indescifrable que nadie había predicho aquel otoño de 1986, cuando el alcalde Maragall hubiera soñado con una cuarta parte de los doce millones de visitantes que la ciudad ha acabado teniendo en 2015.
¿Y la arquitectura?
En 1999, el periodista Llátzer Moix atribuía, acertadamente, «el boom turístico barcelonés» a la arquitectura. A la arquitectura “que generaron o propiciaron el Gótico, Cerdà, Gaudí, los modernistas, los racionalistas del GATCPAC, sus continuadores del Grupo R en la posguerra o la notable cosecha de la Escuela de Barcelona que tuvo su última plasmación en la Barcelona olímpica […] la arquitectura que, merced a este continuum histórico, reiteradamente reciclado y renovado, ha llegado a convertirse en seña de identidad y reclamo de la ciudad”. El boom al que se refería Moix a finales del siglo pasado ha acabado saturando Barcelona, ya que se ha convertido en un problema de compleja solución, sobre todo, por su naturaleza escurridiza, poco dispuesta a dejarse encorsetar dentro los cauces de cualquier visión disciplinar de alcance municipal. La combinación del auge de la economía colaborativa, de nuevas prácticas existenciales de poco arraigo territorial y de una crisis de alcance nunca visto anteriormente, ha puesto en entredicho el mantra de un turismo positivo siempre y para todo el mundo. Tanto que en las últimas elecciones municipales uno de los principales argumentos de confrontación entre partidos ha sido precisamente el turismo.
Pues bien, en este fervoroso debate ha faltado una voz. Hablamos precisamente del ámbito de la arquitectura, que (según Moix y muchos más) había sido el principal propulsor del cohete turístico barcelonés. Por esta razón, la pasada primavera propusimos la organización de unas jornadas de reflexión sobre turismo, donde el hilo del discurso se tejiera a partir de las premisas arquitectónicas y urbanísticas de hacer ciudad. Con la confianza de la asociación Arquitectes per l’Arquitectura y la colaboración del área de economía del Ateneu Barcelonés, en cuya sede tuvieron lugar los debates, organizamos tres encuentros donde arquitectos, urbanistas y teóricos de la arquitectura discutieron, junto con otros especialistas, sobre esta nueva ciudadanía temporal (los turistas) que se está convirtiendo paulatina pero rápidamente en el principal promotor de la ciudad, sobre todo en lo que la actividad privada se refiere.
A pesar de todo, o sobre todo por el interés profesional y las oportunidades de trabajo que, directa o indirectamente, ha proporcionado el éxito turístico, muy pocos arquitectos se acercaron a los encuentros donde, en cambio, no faltaron la participación vecinal y el interés de personas de otras disciplinas. En la mesa de debate abundó la crítica a un crecimiento turístico que pone en riesgo la habitabilidad de la ciudad y la supervivencia, a largo plazo, del mismo mercado turístico: si la ciudad se convierte en un parque temático, coincidieron prácticamente todos, ¿quién querrá venir a visitarla?
Porque, en el fondo, el problema reside en esta inédita tipología de “ciudadanía temporal” que incorpora precisamente a los visitantes como componentes activos de la ciudad, sea porque actúan inconscientemente como abono para generar beneficios inmobiliarios (según indicaba Juanjo Lahuerta), o sea por el peso que otorgan a las presiones urbanísticas de los operadores del sector frente a la administración, tal y como admitió Albert Civit. Unos ciudadanos temporales que, sin embargo, desde muchos sectores de la sociedad se han tachado de “invasores temporáneos” y que con su (supuesta) mirada influencian la construcción y la gestión de la identidad urbana. En este sentido, Xavier Guitart señaló las múltiples contradicciones de una política municipal sobre el patrimonio donde, durante muchos años, la apetencia turística ha sido más influyente de consideraciones científicas del valor de monumentos y entornos. A esta vertiente se sumaron Pere Buil, Antonio Pizza y Saida Palou con sus observaciones sobre los “apriorismos” del turismo, que crean situaciones de falsa autenticidad y de memoria selectiva, donde sólo encuentra cabida lo que conviene (o lo que se cree que conviene) conservar para el mercado turístico. En reivindicar el papel activo del arquitecto y su responsabilidad en cuanto agente dotado de los medios personales, culturales y profesionales para intervenir en la realidad pensaron Josep Bohigas y Maria Rubert de Ventós. Si el primero indicó que hace falta salir de una idea estética de la arquitectura y actuar en la ciudad con una actitud realista hacia sus problemas, la segunda lanzó dardos provocativos como la posibilidad de promover itinerarios “off-Gaudí” y “off-tapas” y de crear siete corredores urbanos que permitan alcanzar la playa sin mezclarse con los turistas. Una vez más, es este el tema de fondo: la convivencia entre las dos ciudadanías —la de los que vienen por un tiempo determinado y la de los que residen sin fecha de caducidad—, este fue el tema silente de todos los debates. El economista Albert Recio notó la interesante contradicción barcelonesa: la de una relación positiva entre locales e inmigrantes y, en cambio, una relación conflictiva para con los turistas que, según zanjó Eduard Bru, son simples herramientas de un sistema de acumulación capitalista que ha encontrado finalmente un válido sustituto a la explotación obrera de hace medio siglo.
Propuestas y dudas
Si tomamos de nuevo el tema inicial—las nuevas formas de ciudadanía—, es evidente que las ciudades de cierta magnitud histórica y urbana están afectadas por un fenómeno que no es, ni mucho menos, exclusivo de Barcelona, ni siquiera de Europa. A pesar de esto, la Ciudad Condal tiene un perfil muy indicado como laboratorio urbano para estudiar posibles modalidades de gestión —o de control— de la cuestión, y la arquitectura y el urbanismo podrían tener un papel mucho más interesante del que han tenido hasta la fecha. Puede ser que las cada vez más intensas discusiones (en particular a nivel vecinal) sobre el espacio público, la renovada inquietud hacia las políticas de patrimonio y el incipiente interés para la rehabilitación energética y estructural sean la señal de un rumbo nuevo en este sentido.
Sería interesante, por ejemplo, explorar el efecto sobre la identidad urbana de la muchedumbre de instalaciones temporales que periódicamente ocupan el espacio público, aún más si las ponemos en relación con esa ciudadanía también temporal de la que hemos hablado. Paralelamente, se asiste a una primera consecuencia casi inadvertida, pero muy concreta, sobre el ámbito urbano: si Francesc Muñoz puso en relación directa ciertas soluciones de mobiliario urbano con un muy reconocible estilo Barcelona de interiorismo para bares y restaurantes, ahora parece que asistimos a un desplazamiento del verdadero espacio público. Ya no en el exterior, objeto de una inexorable mutación que lo convierte en simple escenario del metabolismo comercial urbano y de los rituales folklóricos con los cuales la ciudad intenta reafirmarse. Sino en el interior, donde los pisos se reforman según un “estilo Ikea”—bien asumible para todo el mundo— o, puntualmente, siguiendo soluciones creativas aparentemente atrevidas (pero también homologadas a un imaginario global), que constituyen el embrión de un nuevo y hasta hoy desconocido tipo de espacio público, creado a medida para esta ciudadanía temporal de cariz turístico y que todavía está por entender.
En este sentido el trabajo a realizar desde la arquitectura y el urbanismo está todo por hacer, y no va a ser tarea fácil porque las derivadas de esta ciudadanía temporal, normalmente resumidas en el feo término “gentrificación”, ponen en entredicho muchos de los puntos firmes de tanta teoría arquitectónica y urbanística, empezando por la fundacional idea de que la ciudad es, en su esencia más íntima, un conjunto de hogares. Cómo bien indicó en el debate Josep Bohigas, hay que dejar de hablar en abstracto y actuar, actuar y actuar con proyectos capaces de insertarse en esas nuevas dinámicas sin limitarse a buscar un buen diseño o un seductivo planteamiento intelectual.