Hay que redefinir equilibrios entre las múltiples necesidades, a menudo contradictorias, que coinciden en la calle
Publicado en La Vanguardia el 4 de agosto de 2021
“Carrer de Barcelona” es el título que recibían en el siglo XIV algunas poblaciones catalanas para distinguir su relación privilegiada con la capital del país. Es sugerente como en aquellos momentos se asociaba la idea de “carrer”, calle, a la civilidad que, bajo la protección del gobierno real de Barcelona, permitía a pueblos y ciudades emanciparse del dominio feudal. La “calle” era, y es, el espacio de la relación y el comercio, del desplazamiento y la cotidianidad, del soporte compartido y de la imagen colectiva. Privilegiarla para los coches es una simplificación que la niega como lugar urbano; también lo es su asignación exclusiva a espacio verde de confort local.
Se ha dicho que Barcelona es una ciudad de calles, seguramente por la fuerza del Ensanche, el ejemplo europeo más completo de espacio urbano regular; 200 km de calles iguales que se cruzan, con chaflanes generosos, cada 133 metros —más de 800 cruces, ¡no plazas! —. Los árboles aportan calidad ambiental de sombra y luz filtrada; plantados cada ocho metros, desde hace más de 150 años acompañan la línea de recogida del agua, a cinco metros de las fachadas. De esta racionalidad neutra, que a los ciudadanos de Barcelona nos parece tan obvia, viene, seguramente, la capacidad de perfeccionar en ensayos sucesivos el diseño del espacio público que en Barcelona hemos desarrollado hasta la excelencia.
Pero a las calles del Ensanche les hemos pedido demasiado. Hace tiempo. Desde el cambio de siglo, momento relativamente reciente, las necesidades las han abrumado de objetos y espacios segregados rompiendo su neutralidad indeterminada capaz de acoger usos compartidos. Además de los árboles, en las calles hay farolas, semáforos, papeleras, vados, contenedores, motos y coches aparcados, armarios técnicos, terrazas de bar, paradas de bus, salidas de metro, quioscos de prensa, … Hemos añadido bancos y sillas, bolardos y topes, carriles bici y bus, estaciones de bicing, paradas de taxi, espacios logísticos, … También queremos espacios seguros frente a las escuelas, lugares de estancia más cualitativos, sombreados y vegetales, sin coches, …, y todo sin negar el comercio, garantizando la accesibilidad local, transporte público y distribución de proximidad.
Todo es necesario, pero no todo cabe. ¡No se puede poner sin quitar! Hay que redefinir equilibrios entre las múltiples necesidades, a menudo contradictorias, que coinciden en la calle. El Ensanche, del Escorxador a Sant Martí, debe ser un soporte flexible y genérico al servicio de la ciudad. Hay que pensar bien en él algunas cosas, pocas, para establecer pautas que ayuden a su evolución, sabiendo que, en este caso, la parte es el todo. Entre otras, la movilidad. “Calmar el tráfico” decían los expertos ingleses de los 60’ implementando medidas de reducción de la velocidad de los coches y de reequilibrio de los usos de la calle a favor de los peatones. “Calmar el Eixample”, pues, para mejorar la calidad ambiental, a favor de la salud y del confort: quitar para poder poner; ordenar sin especializar; desplazar lo que no cabe a las plantas bajas; fomentar el paseo a lo largo de las fachadas —¿cómo se puede premiar un proyecto que niega este principio elemental de las ciudades mediterráneas? —; calibrar bien el uso privativo del espacio público; …
Tal como se enciende el debate —en plena confusión semántica entre temporalidad y táctica— sólo caben preguntas, a los responsables municipales y a las comisiones que los acompañan. Nos muestran imágenes idílicas de calles “pacificadas” pero no entendemos la propuesta de ejes verdes que “crucifican” el Ensanche. ¿Por qué solo en el Ensanche central? ¿Por qué se propone la reforma de la calle Girona, a menos de 250 metros del Paseo de Sant Joan, el mayor éxito de renovación de espacio público —también como corredor verde— de los últimos años? Tampoco sabemos cómo se integran en los proyectos cuestiones como la gestión del agua en el espacio público —más allá del tópico de la permeabilidad del pavimento— en un régimen irregular de lluvias escasas que no favorece su aprovechamiento o cómo se resuelve la logística de distribución en las calles para evitar el creciente abuso de vehículos de todo tipo.
Estas son algunas de las preguntas que entre todos podríamos formular. Muestran que las actuaciones en el Ensanche deben responder a un debate más colectivo, un proyecto de gestación iterativa, como siempre se ha hecho en Barcelona, con ensayos y ajustes, calendarios flexibles y mucha doctrina compartida. Sin propuestas que afronten las contradicciones y los compromisos, el bloqueo está garantizado. La polarización entre principios “indiscutibles” y afirmaciones sin matiz es totalmente esterilizante; ni el Ayuntamiento, engreído, ni los contestatarios, desordenados y simples, ayudan, pero revertir la decadencia de las calles del Ensanche es urgente.
Me atrevo a cerrar con una sugerencia, un ejemplo entre muchos, de actuación creíble: en las calles Bailén, Girona, Bruc, paseando un domingo por la mañana con los ojos de Julien Gracq en La forme d’une ville, apreciamos un ambiente apacible, un poco adormecido. ¿Podemos intentar estirar, con acotadas acciones de corrección, ese carácter reposado a toda la semana? Creo que si, si sabemos sacar antes de poner, para calmar y apagar un poco la dureza del espacio dominado por coches, bicicletas, barreras y trastos voluminosos. Conseguiremos, de ese modo, sectores más amables que poco a poco, en una visión estratégica de largo alcance, nos llevaran a barrios más confortables; sin polarizar las mejoras —y la inversión pública— en una sola calle, a costa de las demás. ¡Dejemos Girona tranquila!
Este camino, progresivo y compartido, sobre bases sólidas de evaluación de experiencias, puede ayudar a avanzar hacia el reequilibrio señalado; por la vía de la reflexión y con acciones ajustadas. Así, Barcelona podrá merecer, también, la distinción de “Carrer de Barcelona”.