Desde el punto de vista técnico, una rotonda permite la intersección entre dos o mas vías sin interrupción semafórica y a nivel. La rotonda funciona como una turbina que centrifuga los vehículos y que permite distribuirlos sin embotellamientos, simplifica la circulación y en teoría reduce los accidentes. Aparentemente es un invento extraordinario. Pero ya sea porque en vacaciones nos movemos más, porque utilizamos modos de transporte distintos o porque tenemos la oportunidad de caminar con más sosiego, entonces nos da la impresión de que en Catalunya ya hemos cubierto el cupo. En algunos lugares incluso lo hemos sobrepasado ampliamente. ¿Cuántas rotondas hay en España? ¿25.000? ¿30.000? ¿Cuántas hemos construido en las últimas décadas? ¿Cuánto de ese coste forma parte estructural de nuestra deuda? ¿Qué hacer con tantos círculos? ¿De dónde sale esta idea?
Las primeras plazas circulares se proyectaron para ordenar los cruces de las avenidas en los parques y bosques en Europa a partir del siglo XVII. A principios del XX se exportó esa idea a las ciudades. En Francia se construyeron rond points -rotondas urbanas como la plaza de L’Étoile en París- para ordenar el tráfico de carruajes antes de la generalización del coche y de la aparición del semáforo. Pero fue en Inglaterra en los años 60 donde se implantó el roundabout circular de manera sistemática en las intersecciones entre carreteras. Francia introdujo a partir de los años 70 la innovación de la decoración del interior de las rotondas, sobre todo en los accesos a las poblaciones. España se sumó más recientemente a esa solución, que una vez aceptada se difundió de tal modo que en los últimos 30 años ha sido el país que ha construido más rotondas por habitante del mundo. Ciudades y pueblos han rediseñado sus nuevas puertas de entrada con ese sistema de círculos abombados giratorios -tan similares y a la vez tan distintos en su decoración- que expulsan al peatón y desorientan al conductor. Unos círculos que aparecieron y florecieron al mismo tiempo que creció el tamaño de gasolineras, centros comerciales y naves industriales hasta dibujar el paisaje de la periferia de las poblaciones, tan fragmentado y uniforme en su abigarramiento que hace difícil distinguir una población de otra. Pero para eso están los navegadores.
Como en Francia, aquí las rotondas también tienen una función decorativa y sirven como base para monumentos, objetos y artefactos extravagantes que han acabado por formar en algunos casos un museo al aire libre de las actividades locales de otros tiempos o para desplegar composiciones de jardinería, ya sean clásicas con florecillas o más modernas con tomillo y alfalfa. El círculo central se convierte en un lugar con un fin estético per se, un espacio donde se ponen a prueba la originalidad y las aspiraciones e ideales estéticos de los municipios.
Hay rotondas con gaviotas, con árboles metálicos, con sombreros, con barcos, con un inmenso fránkfurt, con grandes esculturas fálicas de todo tipo… Incluso hemos encontrado nuevas versiones gigantes del pesebre navideño con ovejas o simples pedruscos inclinados. Algunas recrean un trozo de campo de cultivo ex novo e incluso incorporan pozos o balas de paja a modo de decoración. Otras, más concisas, se centran en la actividad económica principal o en el referente cultural: en L’Escala, anchoas; en La Bisbal, cerámica; en Figueres, Dalí; en Palafrugell, Pla.
En verano es cuando más echamos en falta el confort y la calidad ambiental de las carreteras rectas y alineadas de árboles que se construyeron durante el reinado de Isabel II, que aquí destruimos a partir de los 60 y que siguen existiendo en el sur de Francia. Es asombroso comprobar lo bellas y cómodas que son esas cintas de asfalto cubiertas por un túnel de follaje de los plátanos si nos acercamos a Perpinyà o a Ceret por carreteras secundarias.
Parece que ha llegado el momento de pensar y trazar vías bajo otras premisas y de reconducir -valga la redundancia- las variantes para coches y sus intercambiadores en forma de rotondas en algo más cómodo para todos, también para ciclistas y peatones, que quedan definitivamente expulsados de esas norias centrífugas. ¿Tan difícil sería derivar el gasto jardinero de nuestras rotondas a plantar un plátano alineado cada diez metros, en cada una de las variantes, para recuperar el confort perdido de nuestras carreteras? De paso, las rotondas perderían algo de su singularidad. Más semáforos y pasos cebra, más arboles alineados, porque aunque puedan ser incómodos o, según dicen, peligrosos para los coches, no lo son para todos los demás vehículos que circulan por las carreteras. No olvidemos que se han vendido más bicicletas que coches en los últimos tiempos. A ver si salimos de esos círculos viciosos.
Artículo publicado en El Periódico el jueves 26 de septiembre de 2012