El afeamiento de las ciudades, los pueblos y el litoral de nuestro país es una catástrofe cultural sin precedentes. Si el poder no atiende a técnicos y pensadores urbanos, todo irá a peor
Publicado en El País el 17 de abril de 2022 | Andrés Rubio
Víctor López Cotelo puede ser considerado como uno de los grandes arquitectos españoles. Fue catedrático de Proyectos y Conservación de Monumentos en Múnich y ahora, aún con energía y con un estudio abierto en Madrid, su ciudad natal, a sus 75 años continúa trabajando. Acudí a entrevistarlo durante la investigación que realicé para escribir el libro España fea, y la conversación resultó iluminadora, muy agradable. Y hubo además un momento en el que me pareció asombroso escucharle, cuando articuló de corrido una narración con la calidad de un cuento breve, intenso y complejo:
“Me llamó un amigo austriaco, que quería recorrer unos pueblos de Guadalajara porque su maestro había hecho unos dibujos preciosos, y quería ver los escenarios. Le preparé la ruta. Guadalajara, Soria, la cornisa cantábrica, Santiago de Compostela y vuelta a Madrid. Iba buscando unos castillos. Qué vergüenza. No había un pueblo del que le pudiera decir: ‘Vete a verlo’. Pueblos como los que yo conozco de Austria o de Francia, donde todo está cuidadísimo, cientos de pueblos ejemplares respetados a tope. Y aquí de esos no se salvan cinco. A veces se salva el centro del pueblo, pero a medio kilómetro han hecho viviendas de tres plantas de ladrillo barato, y unas naves industriales malísimas de tercera categoría, y un polideportivo y una piscina que es todo una barbaridad. Ha habido un avance en servicios, pero saltándose todo lo que es territorio, ordenación, arquitectura, profesión, buena calidad, ética, y no solo la del que manda, sino también la del que pone el ladrillo, aquí el que no es ladrón es porque no tuvo la oportunidad”.
Se deduce de estas palabras la catástrofe cultural sin precedentes que supone el afeamiento de España en sus pueblos, en sus costas y en los ensanches recientes de las ciudades. Y podría argumentarse que la causa principal es que no se ha seguido el modelo de Francia, con su Conservatorio del Litoral, que compra terrenos en la costa para preservarlos ecológicamente; con su delicada legislación sobre el paisaje, donde se protegen los rebuznos y el croar de los animales del campo, o con su Cuerpo de Arquitectos y Urbanistas del Estado, cuyo principio básico es “hacer coherente el respeto por el patrimonio y el planeamiento del territorio”. Antes bien, ha ganado en España el modelo americano, un modelo desregulado y corrupto propio de un “capitalismo internacional brutalmente neoliberalizador”, según la expresión del geógrafo David Harvey. La consecuencia es un caos urbano y paisajístico, el mayor fracaso de la democracia, que remite no únicamente a la estética, a lo pintoresco, sino sobre todo a la injusticia espacial. Es decir, queda fracturado uno de los ideales democráticos del siglo XX, aquel por el que la vivienda y el entorno urbano de calidad de cualquier persona es independiente de su riqueza.
Intelectuales como el arqueólogo italiano Salvatore Settis, la arquitecta barcelonesa Itziar González Virós o el arquitecto también barcelonés recién fallecido Oriol Bohigas han descrito esa lucha encarnizada que lleva librándose desde que en los años cincuenta se produjo el big bang de la construcción. Es una batalla a favor del medio ambiente y contra el deterioro de lo público, según Settis. Y contra la incontinencia urbana, de la que solo saldremos vencedores mediante una reconsideración moral de la arquitectura y la ciudad, según Bohigas, o mediante el cese total de la construcción de obra nueva para primar la rehabilitación y el reciclaje de lo ya existente, propone González Virós.
En España, los casos de malas prácticas del mercado inmobiliario se solapan con las decenas de miles de construcciones inartísticas obra de arquitectos tomados como rehenes, o inmorales, o “ineptos”, según el adjetivo que prefería Bohigas. En el prólogo del libro, el arquitecto Luis Feduchi habla del síndrome de Estocolmo de su gremio: “Dicho de manera clara, nuestra complicidad en la destrucción del territorio y nuestra renuncia a la denuncia”.
Frente a ese silencio, el triunfo del urbanismo y la arquitectura basura. Por poner un ejemplo mediático y entretenido: las dos torres kitsch llamadas Intempo, de 198 metros de altura, inauguradas en 2021 y calificadas por Le Monde, en un artículo de Anne-Lise Carlo, como “el arco infernal de Benidorm” porque en los últimos pisos se engarzan como si fueran un diamante. Hay otros casos desoladores, como las más de 450 villas marineras de principios del siglo XX derribadas en San Sebastián para construir bloques de viviendas de lujo. O casos inquietantes, producto de irregularidades convenientemente tapadas, como el Centro Canalejas de Madrid, donde para construir banales apartamentos para los supermillonarios del mundo se destruyeron algunos de los más valiosos interiores de la arquitectura bancaria de la ciudad, que se supone estaban protegidos.
Junto al desdén por el modelo francés, otra de las causas principales del afeamiento de España hunde sus raíces en la Constitución de 1978, que no incluye la palabra paisaje. En ella se otorgaron las competencias en urbanismo a las comunidades autónomas, quedando el Estado progresivamente debilitado en una de sus más altas responsabilidades: la cohesión y belleza del territorio como símbolo de igualdad e identidad colectiva. Al contrario que en Francia, ningún presidente de los gobiernos de la democracia española mostró interés por lo que el gran filósofo de la ciudad, Henri Lefebvre, denominó “la ciencia del fenómeno urbano”. España ha estado mucho más en sintonía con Italia en “la perpetua conflictividad Estado-regiones”, como la define Salvatore Settis, que conduce a un federalismo mórbido disgregador en un proceso “de devastación ciega, suicida”.
¿Qué hacer? ¿Una nueva transición, esta vez hacia una sociedad de redes de ciudades mucho más interesante y transparente? Por lo pronto, situar a los pensadores de la ciudad en la primera línea del poder y contratar buenos asesores. El rey Felipe quizás no tuviera por qué saber que el chalet que le construyeron, y en el que vive con su familia, carece de atractivo y lanza un mensaje antimoderno. Pero sus asesores, sí. Lo mismo que los de Pedro Sánchez, pues en el caso de La Palma se perderá la oportunidad de un plan arquitectónico y paisajístico modélico y sostenible para el urgente realojamiento de las personas de la isla que perdieron su vivienda por la lava del volcán, algo que va lento y sin talento. Quizás el alcalde de Madrid y la presidenta de la comunidad no alcancen a tener una opinión clara sobre el vulgar planeamiento que se vislumbra en la ciudad de 300.000 habitantes que se construye en el área madrileña de Valdecarros. Pero sus asesores sí deberían. El arquitecto Xerardo Estévez, sin duda uno de los mejores alcaldes de la democracia por su labor en Santiago de Compostela, ciudad que cuenta con varias de las obras maestras de Víctor López Cotelo, inventó una fórmula mágica contra los promotores que le pedían licencias para construir edificios malos. Les decía: “Esto es indigno de Santiago”.
Con cinco palabras basta. “Esto es indigno de España”.
Fotogalería: La España que se afea
Escrito para ‘Ideas’ por Andrés Rubio, al hilo de la publicación este 13 abril de su libro ‘España fea. El caos urbano, el mayor fracaso de la democracia’, en la editorial Debate.