Jardines bien encerrados | Xavier Monteys

Jardines bien encerrados | Xavier Monteys

Derribar indiscriminadamente los muros de jardines y parques de Barcelona, aunque se haga con la mejor intención, puede suponer la desaparición de estos lugares preservados

Publicado en El País el 25 de enero de 2021

Deberíamos derribar los muros que cierran algunos espacios, muchos de ellos jardines y parques de la ciudad? La cuestión surge de los debates que tienen lugar en las agrupaciones de arquitectos del CoAC en algunos distritos de Barcelona, con el objetivo de aportar opiniones y contribuir al proceso participativo del debate sobre la ciudad. La idea motriz es dar transparencia a estos jardines e incorporarlos visualmente a la vía pública. Una iniciativa incipiente que motiva este artículo. Sin darnos cuenta, en apenas unas líneas hemos convocado dos palabras que forman parte del vocabulario habitual de quienes piensan la ciudad con la mejor de las intenciones. Muro y transparencia, dos opuestos frente a los que se suele reaccionar como un resorte. El muro es malo y la transparencia es buena.

Sobre los muros conviene hacer alguna observación, comenzando por señalar que actualmente solo parecen existir para derribarlos. La transparencia, una cualidad asociada sin metáforas al vidrio, “el material que muere de accidente porque es frágil”, como decía Rafael Echaide, uno de los arquitectos artífices de los edificios SEAT de la plaza Cerdà, es usada frecuentemente como símil de juego limpio. En arquitectura se utiliza como atributo de la espacialidad moderna por excelencia, asociándose a los espacios diáfanos y sin divisiones. Sin embargo, deberíamos llamar la atención de que el siguiente estadio de la transparencia es “aquí no hay nada”, cosa que sabemos sin más, simplemente mirando. Así es que tal vez los muros guardan algo de interés, pero la transparencia no contiene nada.

Las consecuencias de derribar los muros de jardines y parques indiscriminadamente, aunque se haga con la mejor intención, puede suponer la desaparición de estos lugares preservados. Una campaña a favor de “derribar los muros” de los jardines convenientemente sazonada con palabras como privados, por ejemplo, tendría consecuencias fatales para los espacios que encierran, pero especialmente para los que acuden a ellos buscando cosas que la “ciudad transparente” nos niega. Aunque sería mejor decir, que no nos puede dar. De empeñarnos con iniciativas bienintencionadas como estas, solo quedaran los cementerios para procurarnos lugares en los que estar con nosotros mismos, aunque en algunos lugares ya han sido víctimas de experimentos censurables, como colocar placas solares sobre los nichos.

Los muros, aunque parezca una contradicción están ligados desde antiguo a los jardines, comenzando por el Paraíso. Los grabados que lo han tratado de ilustrar o las descripciones como las de Milton, lo presentan encerrado en sus muros, siendo imposible concebirlo sin esa condición de lugar al que acedemos a través de una puerta. Incluso algunas plantaciones agrícolas, como las de los limoneros en Sicilia, son así tal y como recoge H. Atlee en El país donde florece el limonero . Lo mismo ocurre en los palmerales del sur de Marruecos, con sus hermosos huertos protegidos por muros de barro y a la sombra de las palmeras. Todas ellas experiencias vinculadas al control del agua y la humedad. Al Paraíso entramos, no pasamos por allá.

De prosperar una iniciativa así, estarían amenazados jardines y parques como los del Palacio de Pedralbes, el Parque Güell o jardines como los de Muñoz Ramonet, La Tamarita, y tantos otros cuyo origen era privado y con el tiempo se han incorporado a la ciudad. Si queremos dulcificar los muros que los encierran, dejemos que la vegetación del interior se muestre hacia fuera, pero no expongamos el interior a la ciudad. Tapicemos de vegetación sus perímetros, como ocurre en el Parc Central del Poble Nou, con sus muros revestidos de buganvilias.

La presencia en la ciudad de recintos a los que hemos de entrar a través de una puerta, deberían ser cuidados y prestarles la atención que merecen. Su existencia permite ampliar la noción de espacio público y lo preservan de considerarlo un todo sin matices, un continuum esterilizante. Baste pensar en las implicaciones que tiene saber que lo que llamamos espacio público no es homogéneo ni único, y que como en el caso que nos ocupa, lo que llamamos espacio publico puede contener otros espacios públicos. Pensar en que algunos espacios como calles y avenidas se exponen mediante la perspectiva, otros, como las plazas, mediante escenografías y otros se encierran y debemos “entrar” en ellos a través de puertas.

No seamos ingenuos, no pongamos nuestras reclamaciones al servicio de tópicos banales. Mantener esos muros es defender el momento de la intimidad y el extrañamiento que procuran los jardines en la ciudad. Estar en ellos es lo más próximo a estar en un paraíso encerrado en sus cuatro muros. Fuera, el ruido.