La torre acorralada | Juan Pedro Quiñonero

La torre acorralada | Juan Pedro Quiñonero

La Torre Eiffel, emblema de la capital francesa, cumplió ayer 125 años, acosada por nubes de urbanizaciones y edificios próximos.

La Torre Eiffel, emblema de la capital francesa, cumplió ayer 125 años, acosada por nubes de urbanizaciones y
edificios próximos.
La Torre Eiffel cumple 125 años rodeada de rascacielos y torres que la acosan, asaltada por decenas de millares de turistas que la
convierten en un magnífico negocio. Y cortejada por avispados empresarios que sueñan con los más delirantes proyectos.
Gustave Eiffel, ingeniero y empresario especializado en construcciones metálicas, hizo suya la idea original de dos de sus colaboradores, Maurice Koechlin y Emile Nouguier, pagando de su bolsillo (gracia a un empréstito) buena parte de los 7 millones de francos/oro de finales del XIX que costó construir la torre que debía convertirse en icono patriótico y municipal, tras su triunfo internacional con motivo de la gran Exposición Universal de 1889.
Gustave Eiffel tuvo que vencer muchas resistencias políticas, municipales, incluso artísticas. Buena parte de la élite intelectual parisina de su tiempo consideraba que la Torre era un horror absoluto, estético y urbano. Construida bastante lejos del centro de la capital durante dos largos años de grandes trabajos, la Torre se convirtió pronto en un excelente negocio.
Eiffel fue el primer concesionario. Ingeniero y avispado hombre de negocios, el constructor también supo convertir su Torre en una atracción turística, cuya visita, de pago, se transformó en una fuente de sustanciales ingresos.
La alcaldía de París terminó recuperando «su» torre que, con el tiempo, también se transformó en antena de radio y televisión, construcción utilizada con fines políticos, militares o publicitarios.

El antiguo horror estético se transformó desde la I Guerra Mundial en un icono artístico que comenzó seduciendo a pintores y poetas vanguardistas. Los primeros visitantes de finales del XIX y principios del XX admiraban una de las construcciones más altas de Europa y del mundo. La proeza técnica dejó paso, muy pronto, a enigmas de otra naturaleza. Desde hace décadas, los Torre Eiffel es uno de los raros monumentos nacionales que no necesitan subvenciones del Estado. Bien al contrario, el Estado y la alcaldía de París reciben anualmente sustanciales rentas, mal conocidas pero bien reales, de uno de los cuatro edificios más visitados de Francia. Varios especialistas han calculado el valor de la marca Torre Eiffel: unos 434.000 millones de euros. Capital imaginario pero muy rentable. Sus productos derivados son un negocio fabuloso aunque mal explorado.

En el momento álgido de su historia simbólica, política y comercial, la Torre Eiffel sufre, desde hace años, del acoso inquietante de nubes de urbanizaciones bastante próximas. El turista que contemple el monumento desde la orilla derecha del Sena la descubrirá «empequeñecida» por un rosario de urbanizaciones, torres de viviendas y negocios que continúan creciendo de manera inexorable, en sus inmediaciones.
La alcaldía y el Estado vigilan e intentan controlar esa marea negra urbanística, estudiando futuros proyectos de «modernización» del monumento. Hay quien ha imaginado una Torre cubierta de flores, para convertirla en icono ecologista. Veremos.

La Torre Eiffel cumple 125 años rodeada de rascacielos y torres que la acosan, asaltada por decenas de millares de turistas que la
convierten en un magnífico negocio. Y cortejada por avispados empresarios que sueñan con los más delirantes proyectos.
Gustave Eiffel, ingeniero y empresario especializado en construcciones metálicas, hizo suya la idea original de dos de sus colaboradores, Maurice Koechlin y Emile Nouguier, pagando de su bolsillo (gracia a un empréstito) buena parte de los 7 millones de francos/oro de finales del XIX que costó construir la torre que debía convertirse en icono patriótico y municipal, tras su triunfo internacional con motivo de la gran Exposición Universal de 1889.
Gustave Eiffel tuvo que vencer muchas resistencias políticas, municipales, incluso artísticas. Buena parte de la élite intelectual parisina de su tiempo consideraba que la Torre era un horror absoluto, estético y urbano. Construida bastante lejos del centro de la capital durante dos largos años de grandes trabajos, la Torre se convirtió pronto en un excelente negocio.
Eiffel fue el primer concesionario. Ingeniero y avispado hombre de negocios, el constructor también supo convertir su Torre en una atracción turística, cuya visita, de pago, se transformó en una fuente de sustanciales ingresos.
La alcaldía de París terminó recuperando «su» torre que, con el tiempo, también se transformó en antena de radio y televisión, construcción utilizada con fines políticos, militares o publicitarios.

El antiguo horror estético se transformó desde la I Guerra Mundial en un icono artístico que comenzó seduciendo a pintores y poetas vanguardistas. Los primeros visitantes de finales del XIX y principios del XX admiraban una de las construcciones más altas de Europa y del mundo. La proeza técnica dejó paso, muy pronto, a enigmas de otra naturaleza. Desde hace décadas, los Torre Eiffel es uno de

los raros monumentos nacionales que no necesitan subvenciones del Estado. Bien al contrario, el Estado y la alcaldía de París reciben
anualmente sustanciales rentas, mal conocidas pero bien reales, de uno de los cuatro edificios más visitados de Francia. Varios especialistas han calculado el valor de la marca Torre Eiffel: unos 434.000 millones de euros. Capital imaginario pero muy rentable. Sus productos derivados son un negocio fabuloso aunque mal explorado.
En el momento álgido de su historia simbólica, política y comercial, la Torre Eiffel sufre, desde hace años, del acoso inquietante de nubes de urbanizaciones bastante próximas. El turista que contemple el monumento desde la orilla derecha del Sena la descubrirá «empequeñecida» por un rosario de urbanizaciones, torres de viviendas y negocios que continúan creciendo de manera inexorable, en sus inmediaciones.
La alcaldía y el Estado vigilan e intentan controlar esa marea negra urbanística, estudiando futuros proyectos de «modernización» del monumento. Hay quien ha imaginado una Torre cubierta de flores, para convertirla en icono ecologista. Veremos.