Creo sinceramente que ha llegado el momento de salir del “refugio” en el que nos hemos instalado durante el período de la virulenta crisis económica que hemos vivido, y que los arquitectos españoles y sus bienales reivindiquen otra vez la “gran escala”.
Durante los últimos años he tenido la satisfacción de coordinar las distintas bienales que han representado a la arquitectura española intentando ayudar a la labor realizada por los comisarios de las mismas. (Excluyo de esta labor la última Bienal de Venecia con cuyos criterios y métodos ya manifesté mi desacuerdo). He procurado, por creer que ésta es una de las labores del coordinador, dotar al conjunto de éstas de una identidad que, sin definir límites estrechos, permitiera no obstante aportar una cierta coherencia a la selección de algunas de las mejores obras de arquitectura producidas durante estos años en España.
Como he venido repitiendo creo que el resultado ha manifestado esta coherencia confirmando un escenario común en el cual nuestro trabajo ha encontrado un tranquilo “refugio” durante el período de virulenta crisis económica que hemos vivido. Pequeñas intervenciones muchas de ellas reciclando lo ya existente; compromiso con una materialidad muy sugerente pero que en ocasiones puede rozar el “manierismo” en el recurso al uso de lo matérico; búsqueda de una fructífera dependencia respecto a una realidad a la que nos hemos de enfrentar así como a un contexto que ayuda a definir un camino seguro ante la incertidumbre existente; una sensata y razonable relación entre medios y fines…todo ello y más, han dado lugar a un resultado con tintes comunes, de indudable valor que, a primera vista, parece remitirnos al uso de los mismos recursos que resultaron ser el ideal en aquel período autárquico donde nuestros “abuelos” habían de construir “su” arquitectura moderna en medio de un aislamiento material y económico, que no intelectual y cultural, respecto a su entorno inmediato.
Sin embargo creo sinceramente que ha llegado el momento de salir de este “refugio” en el que nos hemos instalado y que los arquitectos españoles y sus bienales reivindiquen otra vez la “gran escala”. Veamos que quiero decir con ello.
Quede de inmediato claro que no utilizo el término de “gran escala” entendido exclusivamente como sinónimo de gran tamaño. Ello resulta circunstancial, circunstancia que en todo caso viene dada. Más bien se trata de incluir en la “gran escala” aquel conjunto de decisiones, de intervenciones, sean edilicias o no, que aspiran a tener carácter estructurante, ambición de intervenir en la ciudad, de abundar en la dimensión pública de la arquitectura y en su capacidad para mejorar el contexto físico y social que nos rodea.
Cualquier intervención arquitectónica, por pequeña que sea, es susceptible de su “gran arquitectura” pues ello depende a la postre de la voluntad de su autor de ir más allá, de dar más de lo que la sociedad le pide, de adquirir más significado superando la simple autocomplacencia por el objeto —mecanismo este que a la postre denuncia una actitud de retorno a los cuarteles de la “endogamia” —. Éste es el espíritu de la gran escala tan importante como aquel que quizás de manera más obvia, vemos en las grandes operaciones urbanas, en los grandes edificios, cuya complejidad y capacidad instrumental nos dota sin duda de mayor posibilidad de influir. Pero no existe una gran escala sin la otra. Las dos forman parte de lo mismo. Forman parte de la legítima ambición por influir que últimamente hemos perdido acomplejados desde la reciente crisis económica.
No podemos permanecer callados cuando vemos que las decisiones de calado estructural sobre la ciudad, urbanas o arquitectónicas, privadas o públicas, sobretodo las primeras, se desarrollan en un contexto de ausencia de lo político, de lo ideológico, en definitiva, de ausencia de principios y de capacidad para imponerlos. Debemos reivindicar la idea de que la ciudad y la arquitectura que la conforma, independientemente de quien la promueva, siempre son públicas y objeto de dimensión política, es decir de ideas y opinión. Hemos de terminar con la idea instalada de que la ciudad puede funcionar según objetivos donde solo primen los logros financieros o economicistas, los principios inspirados por capitales “fantasmas”, que van y vienen, y a quien no les ponemos cara, no al menos como a esos clientes de siempre con los que al menos se podía discutir. No podemos permanecer acomplejados. Cada vez más tenemos que reivindicar la función política en la ciudad. No tiene sentido que operaciones urbanas de gran importancia —un ejemplo sin duda podría ser la operación de Chamartín en Madrid pero bien pudieran servir de ejemplo otras muchas similares en la geografía nacional—, se haya resuelto simplemente con una negociación respecto a la edificabilidad o a variables instrumentales sin entrar a valorar, en un contexto de hechos consumados, la oportunidad de la operación, es decir, el fundamento de la misma. Tampoco puede ocurrir que operaciones de vivienda de gran envergadura, aunque sean privadas, no se vean obligadas por los poderes locales o autonómicos a ser objeto de un concurso de arquitectura. ¿Es que un edificio por ser privado está exento de su condición pública?, ¿de ser parte de la ciudad?, ¿de su condición de papel activo en la configuración de esta ciudad?. En países bien cercanos a nosotros estos concursos y controles, repito aún en el ámbito de la propiedad privada, son obligados por la administración en cuanto que garante de la ciudad y del territorio. ¿Por qué aquí no?
Creo firmemente que los arquitectos no podemos quedar reducidos a meros “asesores de fachadas” a los que pretenden reducirnos desde distintas realidades. Por un lado desde el mercado dominado por la economía financiera y no productiva. Por otro desde muchas estructuras corporativas interesadas en reducir a los arquitectos a este papel en la medida que así adquieren “competencias” y ganan mercados en los que antes no participaban. —Desde esta perspectiva hay que indicar que la “socialización” del ejercicio de la arquitectura ha venido para instalarse, pero ello no puede significar de ninguna manera la devaluación de nuestro trabajo—.
Retomar la idea de “gran escala” supone reivindicar el papel del arquitecto en las grandes decisiones arquitectónicas y urbanas, aquéllas que definen el futuro mejor y más justo, también de mayor calidad formal y vital para la sociedad a la que servimos. Debemos abandonar complejos y reivindicar este papel por todos los medios posibles, disciplinares, profesionales y políticos. Debemos exigir a los poderes públicos, de partida, que vuelvan a hacer una apuesta por la calidad en lo arquitectónico y en lo urbanístico como un derecho igual de importante como el que puede ser la salud o la educación, que vuelvan a buscar en los arquitectos aquella “complicidad” que permitió desarrollar, tras el advenimiento de la democracia, una alianza entre poderes públicos y arquitectura para lograr una mejor ciudad y territorio. Habitar bien y con calidad es un derecho, no un lujo y por ello los poderes públicos, también hoy acomplejados, han de entender que somos sus mejores socios.
Y este es, según mi criterio, el papel de las bienales en el futuro. No sólo recoger la mejor arquitectura, algo obvio, sino arbitrar mecanismos que expliquen en positivo y también en negativo, que valoren y critiquen, pero ambas actitudes son obligadas, lo que se está haciendo en nuestro país. Son muchos los mecanismos posibles. Además de exposiciones se pueden crear foros que impulsen lo indicado hasta aquí. En todo caso lo que no vale ya es encerrarnos en nuestros despachos aguantando el “chaparrón”, en ocasiones humillante, que nos atenaza. Más arquitectura, más ciudad, más ambición. Ésta es la gran escala.
Fotografía de Juan Rodríguez
Pamplona, abril de 2019