Publicat el 14 de març de 2014 a El País
Los arquitectos del siglo XX podrían dividirse en dos grandes grupos. Aquellos cuya trayectoria terminó por perder intensidad (Alvar Aalto) y aquellos que, al revés, coronaron con un brillante final unos comienzos dubitativos (Lina Bo Bardi o Louis Kahn).Publicado el 14 de marzo de 2014 en El País
Los arquitectos del siglo XX podrían dividirse en dos grandes grupos. Aquellos cuya trayectoria terminó por perder intensidad (Alvar Aalto) y aquellos que, al revés, coronaron con un brillante final unos comienzos dubitativos (Lina Bo Bardi o Louis Kahn).
Fallecido a principios de esta semana en Madrid, después de cumplir 100 años con la cabeza lúcida, el arquitecto Rafael Aburto (1913) perteneció a la vez al primero y al segundo grupo. Puede que porque en realidad fuera más un creador insaciable que un arquitecto vocacional, al final pasará a la historia local de la arquitectura más por una contradicción que por sus logros específicos.
Noveno hijo de una familia burguesa de Neguri (Vizcaya), se convirtió en arquitecto por el empeño de su padre, ingeniero. Lo hizo en Madrid, donde se quedaría ya para siempre y donde comenzó a estudiar Arquitectura un año antes de que estallara la Guerra Civil, que interrumpió sus estudios y durante la que combatió en el bando nacional. Así, coetáneo de buena parte de los grandes arquitectos españoles del siglo XX —Coderch, Fisac, Bonet Castellana o De la Sota, todos nacidos en 1913— también él fue un proyectista moderno. Pero se mantuvo en una segunda fila de la historia no solo porque sus logros fueran menos vistosos que tantas de las obras de los anteriores, también —ha escrito su biógrafo, el arquitecto Iñaki Bergera— por la voluntad de no ser solo arquitecto. Tenía otros intereses creativos.
Autor del edificio Sindicatos —actual Ministerio de Sanidad en el paseo del Prado de Madrid— junto a Francisco de Asís Cabrero ideó, también con él, la elegante sede del diario Pueblo en tiempos en que España era demasiado pobre para asociar elegancia y modernidad, es decir, tecnología. Más allá de estas obras, fue un proyectista bipolar, un creador con dos mundos: el fantasioso y expresionista con que presentaba sus propuestas a los concursos (para el Ayuntamiento de Toronto o para la Ópera de Madrid) y el privado, cartesiano y funcionalista, con el que dio de comer a sus nueve hijos y con el que levantó viviendas sociales en los barrios madrileños de Usera, San Blas o Villaverde (donde culminó unas destacadas viviendas experimentales).
Al final, ambos mundos convergerían en la que sería su última obra, los pisos coloristas y racionalistas que levantó en Neguri, una bomba arquitectónica en el solar de la casa familiar en la que había crecido. Esa obra, concluida en 1969 y en la que pintó además dos murales, hubiera sido el colofón perfecto para un arquitecto inquieto y notable con un mundo propio al margen.
Sin embargo, Aburto vivió cuatro décadas más. Y fue en ese tiempo cuando la lucha entre razón y sinrazón halló oportunidad en su trabajo como pintor. El talante surrealista con que había afrontado encargos como el interiorismo de las tiendas Gastón y Daniela en Madrid (que aparecieron en la revista Domus gracias al empeño de Coderch) renació en la invención continua (de expresionismo a arte matérico) que vivieron sus lienzos. Bergara, que tras escribir una tesis sobre él organizó en Madrid la gran muestra sobre su trayectoria, cuenta que hasta el final estuvo haciendo y deshaciendo lienzos, “dejando muy claro que era el proceso, y no el resultado final, lo que de verdad le interesaba”.
Fallecido a principios de esta semana en Madrid, después de cumplir 100 años con la cabeza lúcida, el arquitecto Rafael Aburto (1913) perteneció a la vez al primero y al segundo grupo. Puede que porque en realidad fuera más un creador insaciable que un arquitecto vocacional, al final pasará a la historia local de la arquitectura más por una contradicción que por sus logros específicos.
Noveno hijo de una familia burguesa de Neguri (Vizcaya), se convirtió en arquitecto por el empeño de su padre, ingeniero. Lo hizo en Madrid, donde se quedaría ya para siempre y donde comenzó a estudiar Arquitectura un año antes de que estallara la Guerra Civil, que interrumpió sus estudios y durante la que combatió en el bando nacional. Así, coetáneo de buena parte de los grandes arquitectos españoles del siglo XX —Coderch, Fisac, Bonet Castellana o De la Sota, todos nacidos en 1913— también él fue un proyectista moderno. Pero se mantuvo en una segunda fila de la historia no solo porque sus logros fueran menos vistosos que tantas de las obras de los anteriores, también —ha escrito su biógrafo, el arquitecto Iñaki Bergera— por la voluntad de no ser solo arquitecto. Tenía otros intereses creativos.
Autor del edificio Sindicatos —actual Ministerio de Sanidad en el paseo del Prado de Madrid— junto a Francisco de Asís Cabrero ideó, también con él, la elegante sede del diario Pueblo en tiempos en que España era demasiado pobre para asociar elegancia y modernidad, es decir, tecnología. Más allá de estas obras, fue un proyectista bipolar, un creador con dos mundos: el fantasioso y expresionista con que presentaba sus propuestas a los concursos (para el Ayuntamiento de Toronto o para la Ópera de Madrid) y el privado, cartesiano y funcionalista, con el que dio de comer a sus nueve hijos y con el que levantó viviendas sociales en los barrios madrileños de Usera, San Blas o Villaverde (donde culminó unas destacadas viviendas experimentales).
Al final, ambos mundos convergerían en la que sería su última obra, los pisos coloristas y racionalistas que levantó en Neguri, una bomba arquitectónica en el solar de la casa familiar en la que había crecido. Esa obra, concluida en 1969 y en la que pintó además dos murales, hubiera sido el colofón perfecto para un arquitecto inquieto y notable con un mundo propio al margen.
Sin embargo, Aburto vivió cuatro décadas más. Y fue en ese tiempo cuando la lucha entre razón y sinrazón halló oportunidad en su trabajo como pintor. El talante surrealista con que había afrontado encargos como el interiorismo de las tiendas Gastón y Daniela en Madrid (que aparecieron en la revista Domus gracias al empeño de Coderch) renació en la invención continua (de expresionismo a arte matérico) que vivieron sus lienzos. Bergara, que tras escribir una tesis sobre él organizó en Madrid la gran muestra sobre su trayectoria, cuenta que hasta el final estuvo haciendo y deshaciendo lienzos, “dejando muy claro que era el proceso, y no el resultado final, lo que de verdad le interesaba”.