Hitler soñó con hacer de Berlín la gran capital de Europa, eclipsando a París y Londres. Y encargó el proyecto a Albert Speer, que elaboró los planos y maquetas que inmortalizarían al Tercer Reich. La capital alemana acoge una gran exposición inédita sobre la megalomanía frustrada del Führer.Hitler soñó con hacer de Berlín la gran capital de Europa, eclipsando a París y Londres. Y encargó el proyecto a Albert Speer, que elaboró los planos y maquetas que inmortalizarían al Tercer Reich. La capital alemana acoge una gran exposición inédita sobre la megalomanía frustrada del Führer.
Publicado el miércoles 8 de octubre de 2014 en EL MUNDO
ROSALÍA SÁNCHEZ | “Hitler detestaba Berlín. No era Viena, ni era París, sino una ciudad llena de monstruos vanguardistas construidos por Bruno Taut, Erich Mendelsohn y Walter Gropius”, explica Peter Adam, uno de los primeros estudiosos del arte del Tercer Reich. Y lo cierto es que Hitler se identificaba más bien con la ciudad medieval de Nuremberg y, por su puesto, con el neoclasicismo de Múnich, ciudad destinada en sus planes a consolidarse como la capital del movimiento nacionalsocialista y para la que, en 1927, ya tenía bocetos de proyectos arquitectónicos que mostró con orgullo a Otto Strasser.
Su desapego afectivo por las orillas del Spree era notorio y si decidió transformarlas por completo no fue por un deseo personal, como podría deducirse de las fotografías en las que se le ve maquinando en torno a la maqueta de Germania cual niño estrenando juguete, sino más bien por un malentendido sentido de “responsabilidad histórica”. “Si Berlín sufriera el mismo destino que Roma, las generaciones futuras no verían más que grandes almacenes judíos y cadenas hoteleras como monumentos característicos de nuestra civilización actual”, se quejó en ‘Mein Kampf’.
Dispuesto a poner remedio, en 1933 escribió una lista de edificios que deberían ser construidos en Berlín, comenzando por un estadio olímpico gigantesco y el diseño de enormes avenidas axiales, flanqueadas por edificios del partido y apropiadas para los desfiles triunfales. En 1934 habló por primera vez de un gigantesco arco del triunfo y de una sala de congresos capaz de albergar a 180.000 personas. Aquel mismo año dio comienzo la construcción del aeropuerto de Tempelhof, obra de Ernst Sagebiel, una estructura ciclópea con más de 2.000 salas cuyas obras duraron solamente ocho meses. Sus hangares, derroche de la última tecnología del momento, sus relieves evocando a héroes militares del pasado y su fachada carente de decoración alguna fueron la pura expresión del espíritu castrense, disciplinado y de aire indestructible de la Luftwafe.
El dinero no era un problema. En 1934 presupuestó 28 millones de marcos del Reich para la ampliación del estadio olímpico de Grünewald, encargado a Werner March y con capacidad para 100.000 personas. A quienes se quejaban de los excesivos gastos de un proyecto que terminó costando 77 millones, les tapaba la boca recordando que los Juegos Olímpicos de 1936 aportarían beneficios de 500 millones. Eso sí, cuando se presentó en el estudio de March y vio la maqueta de una estructura de cemento con tabiques de cristal, montó en cólera y amenazó con cancelar los juegos. Él quería piedra, simetría absoluta y espacios despejados en los que los espectadores se sintiesen dentro de una institución poderosa y milenaria. Personalmente decidió decorarlo con esculturas de Breker que sufragaría el fabricante de cigarrillos Reemtsma, como director de escena de la obra a la que daría vida después la cámara de Leni Riefenstahl y que sentaría las bases de un culto a la fortaleza y a la perfección corporal del que apenas logramos escapar aún hoy en día.
Speer, el arquitecto
Pero la Germania de Hitler no pudo desarrollarse en toda su magnitud hasta que el megalómano Führer estableció una simbiosis psicológica y estética con la particular personalidad de Albert Speer. El 30 de enero de 1937 dejó la reforma de Berlín en manos de un arquitecto de 32 años que se convertiría en una de las figuras culturales más poderosas de Alemania.
Speer era el segundo de tres hermanos varones y creció sintiéndose ignorado tanto por su madre como por su padre. Nieto de Hermann Hommel, un rico comerciante de herramientas, e hijo de arquitectos, disfrutó de una situación económica desahogada especialmente valiosa en la Alemania de los años 20. Desarrolló un carácter reservado y psicosomático, una importante capacidad intelectual y una marcada apariencia de aplomo personal, lo cual, unido a su fuerte contextura física, muy cultivada con su afición al remo, le permitía a menudo imponerse con su sola presencia. Quiso ser matemático, asignatura en la que destacaba sobremanera en sus estudios, pero quizá en un último intento de agradar a su indolente padre, comenzó Arquitectura en Karlsruhe, para después trasladarse sucesivamente a Múnich y Berlín.
Fue alumno de Heinrich Tessenow en la Escuela Técnica Superior de Berlín-Charlottenburg, llegando a ser su ayudante de cátedra. Entre sus escasas amistades estuvo la de Raphael Geis, arquitecto judío que se convertiría en apasionado líder antinazi. Su carrera profesional anclaba desesperadamente en dique seco cuando fue reclutado por Goebbels para reformar la sede de su Ministerio y su nueva residencia, tras apoyar como voluntario la campaña electoral. Cuando consultó sus proyectos a su viejo profesor Tessenow, Speer recuerda en sus memorias que le dijo: “¿Cree usted que ha creado algo? Causa efecto, eso es todo”.
Entre la cúpula nazi, sin embargo, sus diseños causaron sensación y en 1933 ya anota que había “empezado a darme cuenta de lo que en el régimen de Hitler significaba la palabra mágica arquitectura”. Hitler, siempre distante y hierático, se mostraba sin embargo cercano y distendido cada mediodía, cuando visitaba las obras de la nueva Cancillería. “¿Viene usted a comer hoy?”, fue la pregunta informal con la que el Führer abrió la puerta a una relación personal que cristalizaría en la maqueta que ahora expone en Berlín la asociación Unterwelten.
“Si Hitler hubiera tenido amigos, yo hubiera sido uno de ellos. Le debo tanto los entusiasmos y la gloria de mi juventud como el horror y la culpa que vinieron después”, confesaba Speer ante el tribunal de Nuremberg. Y seguramente Hitler se dejó fascinar por todo lo que Speer tuvo y él hubiera deseado tener, empezando por la idílica infancia rodeado de mimos y sirvientes de la alta burguesía alemana y siguiendo por su exquisita formación como matemático y arquitecto, antes de lanzarse a elevar su proyección a la enésima potencia a imagen y semejanza de la grandeza que proyectaba para el Tercer Reich. “Muchas veces me he preguntado si proyectó en mí su frustrado sueño juvenil de convertirse en arquitecto”, reconoce Speer en sus memorias.
El 20 de abril de 1937, como regalo de cumpleaños, Speer le presentó sus proyectos con la dedicatoria: “Basados en las ideas del Führer”, junto a maquetas iluminadas de tres metros de altura que fueron instaladas en los jardines de la Cancillería. Un año después se inauguró el primer tramo de la Gran Avenida, con sus 400 farolas, destinado a conducir a un parlamento de 1.200 escaños y a un arco del triunfo de 99 metros de altura y 87 de anchura, en el que se grabarían los nombres de todos los caídos en la II Guerra Mundial. Se proyectaron unas obras de 20 años y Goebbels escribió en su diario: “Es el programa edificador más grandioso de todos los tiempos… Hitler nos lleva 100 años de ventaja”.
Un proyecto oculto por la vergüenza
Los planos y maquetas permanecieron durante décadas vetados en la esfera pública alemana, donde cualquier diseño que inspire la apología del nazismo sigue siendo delito. Fueron desempolvados en 2004 para el rodaje de la película ‘Der Untergang’ (‘El hundimiento’) de Oliver Hirschbiegel, y expuestos por primera vez por Berlin Unterwelten en 2008. La excusa para volver a presentarlos ahora es una revisión sobre las consecuencias reales de aquellos diseños que nunca llegaron a materializarse, pero en cuyos preparativos se llevaron a cabo numerosas expropiaciones, demoliciones y se utilizaron esclavos judíos como mano de obra. “La exposición no trata sobre Germania como el hobby de un dictador”, dice el comisario de la misma, Gernot Schaulinski, en los espacios muertos subterráneos de la estación de metro de Gesundbrunnen, donde puede visitarse la muestra ‘Mythos Germania-Vision und Verbrechen’ hasta el 30 de noviembre, “sino de la ideología sobre la que se sostiene el proyecto y de aquellos que lo sufrieron”.
Un mapa gigante detalla los planes para levantar un espléndido bulevar de siete kilómetros de largo y 120 metros de ancho, al final del cual se ubicaba el Gran Hall de 320 metros de altura que empequeñecería el vecino Reichstag. Con una galería de tres pisos y un cerco de cien pilastras, decorada con un águila dorada con la cruz gamada entre sus garras de 14 metros de altura y coronado por una lámpara de cristal de 40 metros, estaría cubierto por techo de cobre verde con una apertura en la parte más alta, inspirado en el Panteón romano y estaría dispuesto sobre el espacio que ocupa hoy la Cancillería en la que trabaja Angela Merkel.
Un distrito entero fue destruido para abrir el espacio necesario. Incluso los familiares de personas enterradas en cementerios que estorbaban en los planos tuvieron que volverlos a enterrar en otros lugares. Speer ordenó personalmente los desalojos en las zonas demolidas. Los residentes “arios” fueron trasladados a 24.000 apartamentos ocupados anteriormente por judíos de Berlín mientras que los judíos eran directamente deportados. Speer y el comandante militar de las SS Heinrich Himmler, según muestra esta exposición, acordaron utilizar presos de los campos de concentración como mano de obra. Las SS levantaron la mayor planta de ladrillos del mundo en Oranienburg, un campo cerca de Berlín donde muchos presos fueron asesinados o murieron extenuados por las duras condiciones de trabajos forzados.
Pero, además de la eterna cuestión de la culpa, la maqueta de Germania impulsa a una renovada reflexión sobre el papel político de la arquitectura como expresión de poder y elemento de la manipulación de las masas, así como sobre la relación que Berlín mantiene con su propia arquitectura, tanto tradicionalmente como en la actualidad. El traslado de la capital alemana desde Bonn a Berlín, en 2000, propició que cualquier arquitecto con nombre propio hiciese lo posible por firmar un proyecto en esta ciudad en los albores del siglo XXI. Un viaje en dirección este en los trenes urbanos abiertos de las líneas S5 y S7, a lo largo del nuevo barrio gubernamental berlinés, proporciona una impresionante perspectiva de las dimensiones que cobran ya los edificios anexos al Parlamento y a la Cancillería. La reforma del Reichstag de Norman Foster, la nueva estación central Hauptbahnhof de Meinhard von Gerkan, el Museo Judío de Daniel Libeskind, la sede de DZ Bank de Frank O. Gehry… y en torno a la Potsdamer Platz los trabajos de Heinz Hilmer y Christoph Sattler, Renzo Piano y Christoph Kohlbecker, Richard Rogers y Arata Isozaki, inlcuidos el Sony Center de Helmut Jahn y el Beisheim Center en Lenné-Dreieck… incluso la reconstrucción en marcha del palacio imperial frente al Lustgarten, componen en mosaico una Germania alternativa que Hitler jamás hubiera planificado, pero que es ya una realidad y que rebosa magnificencia arquitectónica.
Curiosamente, la etiqueta Germania, que tantas susceptibilidades despierta, apareció por primera vez en la solapa de ‘Erinnerungen’, las memorias escritas por Speer (1905 -1981) en la cárcel de Spandau, donde cumplió una pena a 25 años dictada en los procesos de Nuremberg. “Debió de ser idea de algún redactor de la editorial y así acabó adoptándolo el propio arquitecto y quedó para la historia, pero no consta que Hitler se refiriese con ese nombre al proyecto”, desvela Dietmar Arnold, director de Berliner Unterwelten, él siempre habló de los planos para la “capital del Reich”.
Foto portada extraida de EL MUNDO | Maqueta de Albert Speer para el proyecto de Germania.
Publicado el miércoles 8 de octubre de 2014 en EL MUNDO
ROSALÍA SÁNCHEZ | “Hitler detestaba Berlín. No era Viena, ni era París, sino una ciudad llena de monstruos vanguardistas construidos por Bruno Taut, Erich Mendelsohn y Walter Gropius”, explica Peter Adam, uno de los primeros estudiosos del arte del Tercer Reich. Y lo cierto es que Hitler se identificaba más bien con la ciudad medieval de Nuremberg y, por su puesto, con el neoclasicismo de Múnich, ciudad destinada en sus planes a consolidarse como la capital del movimiento nacionalsocialista y para la que, en 1927, ya tenía bocetos de proyectos arquitectónicos que mostró con orgullo a Otto Strasser.
Su desapego afectivo por las orillas del Spree era notorio y si decidió transformarlas por completo no fue por un deseo personal, como podría deducirse de las fotografías en las que se le ve maquinando en torno a la maqueta de Germania cual niño estrenando juguete, sino más bien por un malentendido sentido de “responsabilidad histórica”. “Si Berlín sufriera el mismo destino que Roma, las generaciones futuras no verían más que grandes almacenes judíos y cadenas hoteleras como monumentos característicos de nuestra civilización actual”, se quejó en ‘Mein Kampf’.
Dispuesto a poner remedio, en 1933 escribió una lista de edificios que deberían ser construidos en Berlín, comenzando por un estadio olímpico gigantesco y el diseño de enormes avenidas axiales, flanqueadas por edificios del partido y apropiadas para los desfiles triunfales. En 1934 habló por primera vez de un gigantesco arco del triunfo y de una sala de congresos capaz de albergar a 180.000 personas. Aquel mismo año dio comienzo la construcción del aeropuerto de Tempelhof, obra de Ernst Sagebiel, una estructura ciclópea con más de 2.000 salas cuyas obras duraron solamente ocho meses. Sus hangares, derroche de la última tecnología del momento, sus relieves evocando a héroes militares del pasado y su fachada carente de decoración alguna fueron la pura expresión del espíritu castrense, disciplinado y de aire indestructible de la Luftwafe.
El dinero no era un problema. En 1934 presupuestó 28 millones de marcos del Reich para la ampliación del estadio olímpico de Grünewald, encargado a Werner March y con capacidad para 100.000 personas. A quienes se quejaban de los excesivos gastos de un proyecto que terminó costando 77 millones, les tapaba la boca recordando que los Juegos Olímpicos de 1936 aportarían beneficios de 500 millones. Eso sí, cuando se presentó en el estudio de March y vio la maqueta de una estructura de cemento con tabiques de cristal, montó en cólera y amenazó con cancelar los juegos. Él quería piedra, simetría absoluta y espacios despejados en los que los espectadores se sintiesen dentro de una institución poderosa y milenaria. Personalmente decidió decorarlo con esculturas de Breker que sufragaría el fabricante de cigarrillos Reemtsma, como director de escena de la obra a la que daría vida después la cámara de Leni Riefenstahl y que sentaría las bases de un culto a la fortaleza y a la perfección corporal del que apenas logramos escapar aún hoy en día.
Speer, el arquitecto
Pero la Germania de Hitler no pudo desarrollarse en toda su magnitud hasta que el megalómano Führer estableció una simbiosis psicológica y estética con la particular personalidad de Albert Speer. El 30 de enero de 1937 dejó la reforma de Berlín en manos de un arquitecto de 32 años que se convertiría en una de las figuras culturales más poderosas de Alemania.
Speer era el segundo de tres hermanos varones y creció sintiéndose ignorado tanto por su madre como por su padre. Nieto de Hermann Hommel, un rico comerciante de herramientas, e hijo de arquitectos, disfrutó de una situación económica desahogada especialmente valiosa en la Alemania de los años 20. Desarrolló un carácter reservado y psicosomático, una importante capacidad intelectual y una marcada apariencia de aplomo personal, lo cual, unido a su fuerte contextura física, muy cultivada con su afición al remo, le permitía a menudo imponerse con su sola presencia. Quiso ser matemático, asignatura en la que destacaba sobremanera en sus estudios, pero quizá en un último intento de agradar a su indolente padre, comenzó Arquitectura en Karlsruhe, para después trasladarse sucesivamente a Múnich y Berlín.
Fue alumno de Heinrich Tessenow en la Escuela Técnica Superior de Berlín-Charlottenburg, llegando a ser su ayudante de cátedra. Entre sus escasas amistades estuvo la de Raphael Geis, arquitecto judío que se convertiría en apasionado líder antinazi. Su carrera profesional anclaba desesperadamente en dique seco cuando fue reclutado por Goebbels para reformar la sede de su Ministerio y su nueva residencia, tras apoyar como voluntario la campaña electoral. Cuando consultó sus proyectos a su viejo profesor Tessenow, Speer recuerda en sus memorias que le dijo: “¿Cree usted que ha creado algo? Causa efecto, eso es todo”.
Entre la cúpula nazi, sin embargo, sus diseños causaron sensación y en 1933 ya anota que había “empezado a darme cuenta de lo que en el régimen de Hitler significaba la palabra mágica arquitectura”. Hitler, siempre distante y hierático, se mostraba sin embargo cercano y distendido cada mediodía, cuando visitaba las obras de la nueva Cancillería. “¿Viene usted a comer hoy?”, fue la pregunta informal con la que el Führer abrió la puerta a una relación personal que cristalizaría en la maqueta que ahora expone en Berlín la asociación Unterwelten.
“Si Hitler hubiera tenido amigos, yo hubiera sido uno de ellos. Le debo tanto los entusiasmos y la gloria de mi juventud como el horror y la culpa que vinieron después”, confesaba Speer ante el tribunal de Nuremberg. Y seguramente Hitler se dejó fascinar por todo lo que Speer tuvo y él hubiera deseado tener, empezando por la idílica infancia rodeado de mimos y sirvientes de la alta burguesía alemana y siguiendo por su exquisita formación como matemático y arquitecto, antes de lanzarse a elevar su proyección a la enésima potencia a imagen y semejanza de la grandeza que proyectaba para el Tercer Reich. “Muchas veces me he preguntado si proyectó en mí su frustrado sueño juvenil de convertirse en arquitecto”, reconoce Speer en sus memorias.
El 20 de abril de 1937, como regalo de cumpleaños, Speer le presentó sus proyectos con la dedicatoria: “Basados en las ideas del Führer”, junto a maquetas iluminadas de tres metros de altura que fueron instaladas en los jardines de la Cancillería. Un año después se inauguró el primer tramo de la Gran Avenida, con sus 400 farolas, destinado a conducir a un parlamento de 1.200 escaños y a un arco del triunfo de 99 metros de altura y 87 de anchura, en el que se grabarían los nombres de todos los caídos en la II Guerra Mundial. Se proyectaron unas obras de 20 años y Goebbels escribió en su diario: “Es el programa edificador más grandioso de todos los tiempos… Hitler nos lleva 100 años de ventaja”.
Un proyecto oculto por la vergüenza
Los planos y maquetas permanecieron durante décadas vetados en la esfera pública alemana, donde cualquier diseño que inspire la apología del nazismo sigue siendo delito. Fueron desempolvados en 2004 para el rodaje de la película ‘Der Untergang’ (‘El hundimiento’) de Oliver Hirschbiegel, y expuestos por primera vez por Berlin Unterwelten en 2008. La excusa para volver a presentarlos ahora es una revisión sobre las consecuencias reales de aquellos diseños que nunca llegaron a materializarse, pero en cuyos preparativos se llevaron a cabo numerosas expropiaciones, demoliciones y se utilizaron esclavos judíos como mano de obra. “La exposición no trata sobre Germania como el hobby de un dictador”, dice el comisario de la misma, Gernot Schaulinski, en los espacios muertos subterráneos de la estación de metro de Gesundbrunnen, donde puede visitarse la muestra ‘Mythos Germania-Vision und Verbrechen’ hasta el 30 de noviembre, “sino de la ideología sobre la que se sostiene el proyecto y de aquellos que lo sufrieron”.
Un mapa gigante detalla los planes para levantar un espléndido bulevar de siete kilómetros de largo y 120 metros de ancho, al final del cual se ubicaba el Gran Hall de 320 metros de altura que empequeñecería el vecino Reichstag. Con una galería de tres pisos y un cerco de cien pilastras, decorada con un águila dorada con la cruz gamada entre sus garras de 14 metros de altura y coronado por una lámpara de cristal de 40 metros, estaría cubierto por techo de cobre verde con una apertura en la parte más alta, inspirado en el Panteón romano y estaría dispuesto sobre el espacio que ocupa hoy la Cancillería en la que trabaja Angela Merkel.
Un distrito entero fue destruido para abrir el espacio necesario. Incluso los familiares de personas enterradas en cementerios que estorbaban en los planos tuvieron que volverlos a enterrar en otros lugares. Speer ordenó personalmente los desalojos en las zonas demolidas. Los residentes “arios” fueron trasladados a 24.000 apartamentos ocupados anteriormente por judíos de Berlín mientras que los judíos eran directamente deportados. Speer y el comandante militar de las SS Heinrich Himmler, según muestra esta exposición, acordaron utilizar presos de los campos de concentración como mano de obra. Las SS levantaron la mayor planta de ladrillos del mundo en Oranienburg, un campo cerca de Berlín donde muchos presos fueron asesinados o murieron extenuados por las duras condiciones de trabajos forzados.
Pero, además de la eterna cuestión de la culpa, la maqueta de Germania impulsa a una renovada reflexión sobre el papel político de la arquitectura como expresión de poder y elemento de la manipulación de las masas, así como sobre la relación que Berlín mantiene con su propia arquitectura, tanto tradicionalmente como en la actualidad. El traslado de la capital alemana desde Bonn a Berlín, en 2000, propició que cualquier arquitecto con nombre propio hiciese lo posible por firmar un proyecto en esta ciudad en los albores del siglo XXI. Un viaje en dirección este en los trenes urbanos abiertos de las líneas S5 y S7, a lo largo del nuevo barrio gubernamental berlinés, proporciona una impresionante perspectiva de las dimensiones que cobran ya los edificios anexos al Parlamento y a la Cancillería. La reforma del Reichstag de Norman Foster, la nueva estación central Hauptbahnhof de Meinhard von Gerkan, el Museo Judío de Daniel Libeskind, la sede de DZ Bank de Frank O. Gehry… y en torno a la Potsdamer Platz los trabajos de Heinz Hilmer y Christoph Sattler, Renzo Piano y Christoph Kohlbecker, Richard Rogers y Arata Isozaki, inlcuidos el Sony Center de Helmut Jahn y el Beisheim Center en Lenné-Dreieck… incluso la reconstrucción en marcha del palacio imperial frente al Lustgarten, componen en mosaico una Germania alternativa que Hitler jamás hubiera planificado, pero que es ya una realidad y que rebosa magnificencia arquitectónica.
Curiosamente, la etiqueta Germania, que tantas susceptibilidades despierta, apareció por primera vez en la solapa de ‘Erinnerungen’, las memorias escritas por Speer (1905 -1981) en la cárcel de Spandau, donde cumplió una pena a 25 años dictada en los procesos de Nuremberg. “Debió de ser idea de algún redactor de la editorial y así acabó adoptándolo el propio arquitecto y quedó para la historia, pero no consta que Hitler se refiriese con ese nombre al proyecto”, desvela Dietmar Arnold, director de Berliner Unterwelten, él siempre habló de los planos para la “capital del Reich”.
Foto portada extraida de EL MUNDO | Maqueta de Albert Speer para el proyecto de Germania.