Sólo un mínimo porcentaje de las parcelas es suelo disponible para acoger actividad residencial y el incremento de los precios es una constante difícil de parar
Publicado en La Vanguardia el 6 de abril de 2020
Según la información Catastral del municipio de Barcelona del año 2015, la superficie urbana contabilizada era de de 114 km2 y el número de parcelas era de 75.962 unidades, de las que 7.978 correspondían a suelo vacante.
De esta información catastral se deduce que, tan sólo un reducido número de parcelas, permanecían por entonces como unidades urbana vacantes. Concretamente, el 10,5% del número total de entidades registrales existentes, muchas de las cuales se identificaban como zonas verdes o jardines y, por tanto, no edificables, o bien correspondían a solares vacíos a la espera de ser ocupados por dotaciones públicas: escuelas, centros sanitarios, deportivos, etc.
De este modo, únicamente un mínimo porcentaje de aquellas siete mil parcelas era suelo disponible para acoger actividades residenciales, es decir, vivienda pública o privada, pero también hoteles y oficinas.
En este contexto, ¿no deberíamos declarar la ciudad de Barcelona como ciudad acabada?”
Y en este caso, ¿no deberíamos abordar el modelo de ciudad desde una visión distinta de la que fue planteada en el Plan General Metropolitano de 1976, hoy todavía vigente?
Un Plan que fue adelantado en sus propuestas, pero que se realizó en el contexto del 3er Plan de Desarrollo en España, con neto predominio de la industria sobre otros sectores en Catalunya, y una coyuntura de ajustado valor del suelo (150 pts el palmo en el Eixample) en el precio de venta final de las viviendas en Barcelona.
Sin embargo, la ciudad acabada tiene consecuencias. Primeramente, la de crecer a partir del esfuerzo constructivo fundamentado en la renovación urbana y la rehabilitación, utilizando herramientas normativas propias de los recintos delimitados, como las aplicadas en los Centros Históricos. Contando con una realidad material y social existente, o lo que es lo mismo, partiendo de un espacio concreto y habitado.
En definitiva, una forma de crecer laboriosa en la gestión humana, costosa en cuanto a la producción y con un calendario incierto en la ejecución”
Una situación opuesta a aquella que cuando para hacer crecer la ciudad se creaban infraestructuras y viales para abrir paso a la construcción de nuevos inmuebles, los cuales se destinaban a la venta para individuos y familias desconocidas.
Mientras que actualmente la realidad de la ciudad acabada es distinta. Una realidad que para seguir creciendo debe contar con personas, familias y negocios, existentes y arraigados.
Esto la obliga a adoptar la más amplia diversidad de soluciones participadas, a construir desde la pluralidad de criterios y situaciones personales, acordando compromisos que a veces no son compartidos por el resto de la población indirectamente afectada.
Todo ello para seguir produciendo ciudad, resolviendo las antiguas y nuevas necesidades y otorgando un renovado valor a su estructura heterogénea.
Sin olvidar la consecuencia más inmediata, la de intervenir sobre un recinto, un territorio confinado que contradice la lógica inherente a la ley del mercado.
Un recurso que debiera estar vinculado a la lógica funcional del sistema económico actual, el de incrementar la producción de suelo urbano para, supuestamente, hacer bajar su precio. Un subterfugio que es imposible de aplicar en el marco de una ciudad sin territorio, el de nuestra ciudad acabada.
En este contexto, el incremento de los precios del suelo e inmobiliarios es una constante difícil de parar”
Un recinto urbano saturado en el que la propia dinámica de la ciudad, que con el permiso de la Covid-19, la hace ser más y más atractiva para las actividades del sector de los servicios.
Un progreso que producirá un incremento, quizá irregular pero constante, de los precios inmobiliarios y la imparable expulsión de los ciudadanos más desfavorecidos.
Situación que únicamente la actuación pública concertada y con recursos hoy insuficientes, podría evitar (el municipio de París, con 2,2 millones de habitantes y 105,4 Km2, gestiona un presupuesto anual de 9.600 millones, es decir 4.223 euros por habitante; Barcelona, con una extensión similar y 1,6 millones de residentes, tiene un presupuesto de 2.700 millones de euros, lo que equivale a 1.666 euros por habitante).
Así, al considerar Barcelona como ciudad acabada, como también lo fue anteriormente en la secuencia de la ciudad, amurallada, confinada y desbordada de los siglos XII, XIII, XIV y XIX, ¿no deberíamos reconsiderar los límites reales de la ciudad, en lugar de ceñirnos estrictamente al límite administrativo municipal?
Y en el marco más inmediato, ¿no deberíamos considerar, como primer paso, un ámbito mancomunado delimitado por el foso de la nueva muralla de las Rondas?
Un territorio delimitado que incorpora la práctica totalidad del municipio de L’Hospitalet de Llobregat y casi la mitad del territorio que ocupa Sant Adrià de Besòs, además de la Barcelona Acabada.