“La arquitectura es el testigo menos sobornable de la historia”
Octavio Paz
Esta noble profesión, que según Vitrubio se ocupaba de darnos “firmitas, utilitas, venustas” –solidez, funcionalidad y belleza–, languidece inexorablemente. Esta última década ha supuesto la progresiva descomposición de un quehacer que antaño tuvo prestigio y relevancia social. No solo es que el 45% de los arquitectos españoles estén sin trabajo, sino que éste ya no será nunca el mismo. La crisis va a darle una estocada final, pero su deceso se fragua desde hace tiempo, el boom edificatorio no hizo más que acelerarlo.
Recordemos que la figura del arquitecto consiste en dar cobijo a sus semejantes, ya sea para habitar, celebrar, aprender, trabajar,… Tiene –tenía– la delicada responsabilidad de adecuar estos espacios con la máxima garantía de satisfacción para el usuario. Eso sí, desde un gran abanico de posibilidades tecnológicas y estilísticas. El arquitecto afrontó el arranque del siglo XX como una oportunidad de reformulación del hábitat al calor de los avances de la revolución industrial, y ejerció con empeño este liderazgo social emancipador. Se interesaba por su responsabilidad integral. Pero el desarrollismo fue abocando a la profesión hacia el mero mercantilismo. El triunfo del poder económico por encima de cualquier otra consideración, ha convertido la labor del arquitecto en superflua. Incluso en molesta.
En España nos hemos dormido. Por un lado los aparejadores fueron evolucionando y ocupando labores clave del proceso constructivo. Por otro los ingenieros también espabilaron y fueron extendiendo sus competencias. Por si este estrangulamiento fuera poco, surgieron los project manager cuya función principal era controlar a los arquitectos. Sinceramente, en una sociedad donde solo cuenta el resultado económico y donde las viviendas, escuelas y hospitales se han convertido en mera mercancía que sale a la venta, está claro que economistas, contables o abogados tienen más predicamento que un puñetero arquitecto.
Porque el arquitecto es –era–, aquel que, el que sabía de todo un poco, aunque no fuese especialista en nada. Un director de orquesta, “el hombre sintético, capaz de ver las cosas en conjunto”, como dijo Gudí. Aquel que da –daba–, sentido orgánico al proyecto, el que intervenía en todo el largo proceso, hilvanando el contexto urbano, la propuesta, su detalle y finalmente su delicada ejecución. El que garantizaba la dignidad de lo tectónico. Pero le han ido arrebatando su autoridad aceleradamente en aras de la supuesta eficacia, dejando la ética por el camino. Si antaño la llegada del arquitecto a una visita de obra era un acontecimiento respetable, ahora es un engorro para el promotor que prefiere no verle el pelo. Nuestros colegios profesionales estuvieron despistados, preocupados por abrir nuevas sedes colegiales, incluso en China (no es broma) y por viajar a congresos internacionales o montar foros, mientras aquí en España, se degradaban los honorarios aumentando nuestra responsabilidad y se merendaban nuestras competencias en sus narices. También hemos aceptado concursos arquitectónicos totalmente injustos cuando no ilegales y amañados, todo sin pestañear.
Por otro lado las sucesivas leyes de edificación, aun con buenas intenciones, han ido tejiendo un enorme lastre burocrático, cortapisa de la innovación. Si en los años 80 un arquitecto dedicaba un 80% de su tiempo y energía a la parte creativa del proyecto, hoy en día sin exagerar, la proporción se ha invertido, nos han relegado a suministradores de certificados y mediciones. El arquitecto humanista está desapareciendo, y en su lugar emerge un panorama dual y esquizofrénico. Por un lado un selecto grupo de estrellas internacionales, que pueden hacer todo cuanto se les antoja, grandes escultores de iconos al servicio del príncipe de turno. Y en el otro extremo un ejército de oficinistas del hormigón, haciendo bloques estándar al dictado de la normativa y bajo la estricta supervisión de la promotora. Pero aquel arquitecto libre, creativo, responsable y honesto, ese está en vías de extinción. Ya no sirve, ni con crisis ni sin crisis, en una sociedad postrada a la producción frenética de objetos para vender, sean pequeños como lavadoras o grandes como edificios. Da igual que ocupen espacio público y sean usados por personas, solo cuenta el presupuesto.
El arquitecto tradicional está moribundo, no siento ninguna nostalgia al respecto, los tiempos cambian, más bien nos corresponde una severa autocrítica por la deriva acontecida. Pero afortunadamente, como siempre acontece, se vislumbra una nueva generación que está buscando un espacio de dignidad, lejos de la arrogancia del ego o del servilismo crematístico. Que yo sepa, la gente seguirá teniendo necesidad de cobijo digno, y allí estarán de nuevo al quite algunos colegas con entusiasmo y sin ínfulas.
¡El arquitecto ha muerto, viva el nuevo arquitecto!
Artículo publicado en El Periódico de Catalunya el 22 de diciembre de 2011