Si el teletrabajo es el futuro que estamos implantando en este presente (para quien tiene empleo), las casas y las calles deberán ser distintas. Hay que volver a la idea de Cerdà: “Ruralizad lo urbano, urbanizad lo rural”
Publicado en El País el 4 de marzo de 2021 | Foto: Carles Riba
Más de acuerdo no podría estar con la cita que abre el primer libro que me dispongo a recomendar en estas líneas: “Si no somos capaces de proteger las tierras de cultivo tampoco podremos proteger las tierras salvajes… Según esa misma lógica, tampoco lo conseguiremos si no somos capaces de proteger las ciudades”. Quien habla es Wendell Berry, campesino, poeta, novelista y filósofo estadounidense, activista medioambiental, en El fuego del fin del mundo (Errata Naturae, traducción de David Muñoz Mateos), colección de ensayos de prosa poética y analítica que Berry encabeza con versos de Ezra Pound: “Humilla tu vanidad, no fue el hombre / el que hizo el valor, o el orden, o la gracia, / humilla tu vanidad, digo, humíllala. / Aprende de la naturaleza el lugar / que te puede corresponder”.
Quien nos recuerda sus palabras es otro escritor, Gabi Martínez, narrador de audaces capacidades poéticas e imaginativas, creador de una suerte de atlas de lugares y cuestiones que a lo ancho del planeta parecían poco novelescos, alguien así como nuestro Werner Herzog, por trazar un paralelo creativo que no lo reduzca a autor de literatura de viajes primero y ahora de liternatura, de literatura de la naturaleza. Martínez es tan poliédrico en sus libros como Herzog lo es en su cine y en sus aspiraciones de lograr poner la cámara donde nunca estuvo, algo que empezó con Flaherty entre los esquimales, Buñuel en las Hurdes y, después de la guerra, Huston en El tesoro de Sierra Madre. Vaya, que hace un siglo cuanto menos que se hacen ciertas cosas en la narrativa escrita y en la visual. Y así es como el breve y sustancioso volumen de Gabi Martínez acabado de salir del horno no desdice en nada su trayectoria literaria sino que la insufla y la mantiene en su vuelo. Hay que leerlo, porque Gabi Martínez siempre narra y cuenta una historia, no hay temas áridos para él que no puedan contarse como un cuento, todo en esta vida tiene protagonistas y sus vicisitudes trazan el relato. Y, así, leer este libro para empezar a terminar de una vez por todas con las suspicacias que el urbanismo en reforma y remodelación de las ciudades continúa despertando en la opinión pública vehiculada por los medios y las redes sociales, no así en las vecindades, no de manera furibunda. El libro es Naturalmente urbano, y de subtítulo, Supermanzana: la revolución de la nueva ciudad verde (Destino).
Como el autor, también soy sorda de una oreja. Con su sordera empieza el libro, dotando al sonido, el ruido y el silencio de valor urbanístico, lo que puedo afirmar que es noción precisa de lo que es vivir en una ciudad ruidosa como Barcelona (ponga el lector la suya si es el caso, que a buen seguro lo es). Lo sé tras décadas de habitar un piso silencioso. No lo sabía cuando de joven empecé a buscar piso y viví en ocho hasta llegar al definitivo: en todos había silencio, un valor que sin saber que lo era, mi cuerpo me decía que era el valor clave para mí, más incluso que la luz.
Hablemos de las ciudades en serio, de los modelos urbanos caducos que, sobre todo ahora, en esta pandemia y en lo que va a seguir, en la postpandemia, es urgente cambiar. Si el teletrabajo es el futuro que estamos implantando en este presente (para quien tiene trabajo), las casas y las calles deberán ser distintas. Y de cuestiones urbanas más han de cambiar. Sin olvidar el urbanismo rural, que todo va ligado y ya no es posible decir más que una cosa es la ciudad y la otra es el campo. Hay que volver a la idea del gran reformador del urbanismo barcelonés Cerdà: “Ruralizad lo urbano, urbanizad lo rural”.
Y así llegamos al segundo libro, Ciudades hambrientas. Cómo el alimento moldea nuestras vidas, de Carolyn Steel (Capitán Swing, traducción de Ricardo García Pérez). La autora es una arquitecta de formación que como tantos de sus colegas se interesó pronto no por las formas arquitectónicas en abstracto, sino por cómo nos relacionamos con ellas. Pero ella indagó en un terreno inédito y puso en marcha este estudio de luminosa verdad: la comida es lo que ha dado forma a las ciudades y lo que ha moldeado el campo que las abastece. Lo que comemos, cómo se produce y cómo llega desde el agricultor al urbanita —hay que entender como urbanita aquí también la vecindad rural, que ya come muy poco de lo que ella misma produce— tiene un impacto sobre nosotros y el planeta mucho mayor que cualquier otra actividad humana. La tierra no es solo la agrícola, es el planeta.
Así se cruzan la crisis climática y el urbanismo reformador, ya mismo, no hay tiempo para cambiar todo esto. Si queremos seguir comiendo, viviendo.