Dos importantes exposiciones sobre su trayectoria y la concesión del Premio Nacional de Arquitectura en 2021 pusieron a Carme Pinós en el lugar que llevaba mucho tiempo mereciendo.
Publicada en ABC el 7 de marzo de 2022 | Fredy Massad
Desde su fulgurante irrupción juvenil junto a Enric Miralles, con obras como el Nuevo Cementerio Municipal de Igualada o el Ayuntamiento de Hostalets de Balenyà, hasta su madurez con edificios como la reciente Escola Massana, Pinós no ha dejado de confirmar que es una de las figuras más fundamentales de la arquitectura española actual. Su arquitectura y su pensamiento siguen inquietos y llenos de vitalidad.
Recibir el Premio Nacional de Arquitectura así como la celebración de dos exposiciones sobre tu trabajo, una en el Museo ICO y otra en el marco de la última edición de la Bienal Internacional de Arquitectura de Euskadi Mugak (San Sebastián), parecen marcar un punto importante de inflexión en tu trayectoria. El año 2001 también lo marcó. ¿Qué cambios crees que se han dado en el ámbito de la arquitectura a lo largo de este periodo de veinte años?
El mundo de la arquitectura ha cambiado mucho a raíz de la crisis de 2008, y cada vez está cambiando más.
Si no se produce una reflexión por parte de los estamentos responsables, como los colegios de arquitectos y el ministerio, únicamente continuarán trabajando los grandes despachos de arquitectura, más impersonales, pero que pueden asumir riesgos de financiación. Aunque, de hecho, se está tendiendo cada vez más a asumir una arquitectura sin riesgo que relega el trabajo de estudios medianos, como este, donde tratamos de experimentar.
Los concursos plantean dificultades. Por ejemplo, para tomar parte en el de la construcción de un museo, debes acreditar haber construido cinco en los últimos cinco años. Son condiciones imposibles de cumplir. Ahora mismo estamos trabajando en el proyecto de un centro de investigación y se nos solicitan cinco ejemplos que hayamos realizado de este tipo de edificios. ¿Si alguien ha diseñado cinco edificios de un determinado tipo, aunque sean malos proyectos, merece más poder tomar parte en un concurso que otro arquitecto? Vamos creciendo hacia una cultura basada del número: todo se basa en cantidad, no en calidad.
Y esto habrá de repercutir en un empobrecimiento conceptual de la arquitectura.
Sí. Se trabaja el estándar.
Un proyecto como el Cementerio de Igualada se antoja absolutamente impensable, inviable en este presente. Ya no sólo por la coyuntura política y económica, sino también por la intelectual. Por el modo en que ese proyecto fue pensado, dibujado, elaborado.
Hoy disponemos de más medios que facilitarían hacerlo, porque dibujar un proyecto como ese en aquella época fue muy complicado. No teníamos ordenadores, configurarlo en tres dimensiones fue complejo. Hoy sería mucho más fácil hacerlo, pero no existe el espíritu para hacer que cosas de ese tipo pasen.
A eso me refería. Algo ha sucedido a lo largo de todas estas décadas recientes.
No se trata sólo de intereses políticos. También están los de los empresarios y un mercado que funciona desbocado y atendiendo exclusivamente a intereses muy individualistas. Dudo que el empresario se plantee en algún momento el bien de la comunidad. Esa falta de preocupación por el bien de la comunidad es un gran problema que ahora mismo existe, creo.
Pero es una preocupación en la que tú te obstinas. Proyectos como la Escola Massana y la urbanización de la Plaça Gardunya tienen que ver con una manera de hacer la ciudad aún arraigada en una forma particular de comprender y materializar la arquitectura.
El concurso para la Escola Massana es anterior a 2008, al igual que el de CaixaForum Zaragoza. Son cantos de cisne de una época. Después de estos proyectos, todo se ha vuelto más difícil. Sin embargo, yo no he variado mi manera de hacer porque continúo arriesgando, creyendo en la arquitectura con alma. Es decir, en una arquitectura que enfrentas como única.
¿Cómo un reto personal?
Personal frente al mundo, no personal para mí. Es personal en el sentido de que van en él toda mi fuerza de entrega para hacer las cosas vivas: que no sea copia de nada, ni estándar. Asumiendo todo el riesgo y toda la responsabilidad. Pero cada vez me resulta más difícil entrar en los concursos, pese a contar con un currículum extenso, porque, como digo, lo que se tiene en cuenta son datos como el número de hospitales diseñados. Todo va encaminado a facilitar la entrada a los concursos de únicamente los grandes despachos.
¿Esta paulatina desaparición o debilitamiento de la idea del arquitecto como creador resume el principal sentido en el que crees que ha cambiado la arquitectura?
Sí, la desaparición del autor de una arquitectura que asume riesgos, que se atreve a innovar. Cuando uno no quiere asumir riesgos va a lo estándar, a lo que ya está absolutamente comprobado. Y por eso esos edificios no pueden nacer nunca vivos.
Y conceptos que hoy están en auge, como la sostenibilidad, ¿han incidido también en esa transformación?
Ahora se habla de “sostenibilidad”; yo siempre he hablado de “sentido común”.
Mi proyecto de la Torre Cube (2003-2006) ya era anti-covid y sostenible. En ese proyecto hice reflexiones sobre el clima de Guadalajara (México) y diseñé un edificio que no necesitara aire acondicionado. Conseguí esto a base de ventilación cruzada y protección solar; haciendo que la circulación cruzada no fuera horizontal, sino también vertical. En definitiva, generando unas condiciones basadas en el sentido común.
Por supuesto, soy partidaria de una arquitectura sostenible, de pensar en los materiales, pero reivindico sobre todo el sentido común.
¿No estaríamos ante una cierta sobreactuación basada en esos conceptos ahora en boga? La mejor arquitectura siempre ha estado fundamentada en el sentido común que llevaba a aplicar soluciones de ese tipo, destinadas al ahorro, a la durabilidad, al buen aprovechamiento de las cualidades de los materiales; sin embargo, ahora eso se enaltece como si se tratara de un descubrimiento.
Sí, vivimos en una época en que todo se basa en poner etiquetas, en marcar casillas, pero yo insisto en reivindicar la responsabilidad. Si el arquitecto debe rellenar determinadas casillas que proporcionan una calificación, entonces deja de ser el responsable y pasa a serlo quien se ha ocupado de establecer esas casillas. En cambio si el arquitecto piensa desde el sentido común en la buena orientación, la circulación del aire… lo hace desde su propia responsabilidad.
La responsabilidad te hace libre. Esa es una idea en la que siempre insisto. En el momento en que tú asumes la responsabilidad sabes hasta dónde llegar. Caminos hay miles y mientras tú conoces la responsabilidad y respondes a ella, cualquier camino que se te enfrente será bueno. Puedes escoger. Uno debe tomar decisiones siempre; si no, otro las tomará por ti. Si uno no quiere asumir el riesgo de esos peligros ineludibles que hay en el mundo debe delegar y pierde así la libertad. Además, asumir responsabilidades es un estímulo. Para mí lo es, al menos.
Un aspecto crucial en tus últimos proyectos construido en Barcelona, las viviendas en la Plaça la Gardunya y cómo das una nueva fachada posterior al Mercat de La Boqueria es que están fuertemente basados en una reflexión sobre la trama de la ciudad y el movimiento de la gente. Barcelona es tu ciudad y la conoces a fondo, pero es una forma de actuación que se reconoce claramente aplicada en todos tus proyectos.
En el concurso del masterplan para la ciudad francesa de Saint-Dizier competía junto a cuatro estudios más, todos franceses; yo era la única extranjera. Gané ese concurso porque hice un esfuerzo enorme para entender la ciudad: su historia, su evolución, la razón de ser de su trama urbana… Me desplacé allí con varios miembros de mi equipo y conversamos con los habitantes de la ciudad, preguntándoles qué echaban a faltar en ella.
Hicimos un enorme esfuerzo para entender aquel lugar y supimos darle respuesta más allá del planteamiento del concurso. Y justamente todo aquello que no formaba parte de ese planteamiento es lo primero que se ha llevado a cabo. A base de estudiar, pudimos darnos cuenta de aspectos que ni el propio alcalde era consciente de que estaban allí.
Insisto en que se trata de una cuestión de responsabilidad. Si trabajas en un lugar, debes conocerlo lo más a fondo posible, entender las cosas que suceden en ella y los motivos por los que algo existe del modo en que lo hace.
Te escuchaba explicar en una conferencia cómo observar los movimientos de las personas te referías en concreto al casco histórico de Barcelona te orientaban para generar un espacio más complejo del que podría haber sido crear una nueva Plaça Reial o una nueva Plaça del Pi, por ejemplo.
Estoy releyendo La ciudad en la historia de Lewis Mumford. En “Contexto y conceptos” trato de explicar cómo trabajo, y uno de los conceptos que uso, para hablar en concreto de la Escola Massana, es el de “ciudad articulada” de Mumford. Más que en geometrías claras y de qué marcan las reglas, ese proyecto consiste en ese concepto: ir viendo qué genera cada elemento existente y cómo pueden ir articulándose las cosas. Esto es algo más cercano a una ciudad medieval.
Mumford habla de la ciudad barroca, que queda esencialmente en manos de ingenieros y urbanistas, y en donde la geometría, marcada por la monumentalidad, se impone. A continuación viene la ciudad burguesa de la Revolución Industrial, donde el mercado marca lotes urbanos para venderlos y con geometrías que se imponen a lo existente, a diferencia de la ciudad medieval, que articula las piezas existentes para irlas configurando.
Ya antes de releer a Mumford esta idea de articulación estaba ya muy presente en mí.
Es algo que no sólo sucede cuando estás trabajando en la ciudad, sino que esa articulación también puede leerse en tus edificios. En el caso de La Massana
Un concepto que planteo es el del dinamismo desde la rotación. En La Massana mi propósito no fue hacer una plaza central, que mirara al centro, sino una que fuera reflejo de los flujos y movimientos del Raval. Mi intención era expresar dinamismo. Los profesores de la Escola Massana me solicitaban espacios al aire libre, por eso rompo el edificio y lo hago rotar para crear también dinamismo en la plaza, crear terrazas.
Otro de los aspectos que manejo y que está presente aquí es el juego entre dos o tres elementos. Aquí consiste en el juego entre dos L y que, aunque aparezca complejo, es muy simple. Son dos L y, a la vez, son dos volúmenes que se rompen. Estos dos volúmenes son el truco que me permite romper con la monumentalidad de ese edificio que ocupa 11.000 m2 del casco antiguo de Barcelona y tiene seis pisos de altura. Romper en dos ese edificio disminuye esa proporción: altura y planta se rompen en dos. Hay mucho espacio, recorrido, lo que crea impresión de complejidad.
Mediante dos elementos, creo tensión. Dos cosas paralelas no generan ningún tipo de tensión, pero, si se las inclina, se genera una tensión que hace que el edificio sea leído como una sola unidad y se establece una relación entre esos dos elementos.
¿Es posible trasladar esa misma operación a las viviendas?
El comedor y la cocina son siempre para mí partes muy importantes aunque en este caso articulé el volumen muy en relación con la ciudad. La ciudad que hay al lado de La Boquería continúa por debajo. El concurso solicitaba la fachada mucho más adelante, haciendo que el pasaje terminara como una fachada. Sin embargo, yo la retiro para estar en línea con las viviendas contiguas, formando así todo un conjunto, y la parte que corto en un punto concreto la sitúo hacia adelante. Inclino la pata saliente para crear así un espacio más ancho y no llegar a la plaza a través de una calle. Así voy articulando la Plaça Doctor Fleming y la Plaça de la Gardunya con este espacio abierto y voy haciendo especies de pequeños espacios. Algo que es distinto, por ejemplo, a la Plaça Reial, que es una fachada que cierra un espacio y que se contempla a sí misma: es un espacio que habla de la clase social para la que fue creado. Sin embargo, yo quería hablar de algo distinto: de una realidad formada por muchas clases sociales, un espacio lleno de movimiento, totalmente alejada de esa geometría ensimismada y que enfoca a un solo centro.
Me siento afortunada de haber podido resolver esa parte trasera de La Boquería, que durante tantísimo tiempo había estado en condiciones deplorables.
Me gustaría conversar sobre tus inicios. Recuerdo que en una entrevista que mantuvimos hace algunos años me contaste que el edificio que Enric Miralles y tú construisteis en Hostalets de Balenyà era uno de los edificios por los que tenías una especial querencia.
Lo considero muy propio. Enric y yo siempre trabajamos muy a la par y discutíamos mucho, pero la expresión estructural y sencillez que es Hostalets son algo que reconozco como mi esencia, en el que se refleja claramente mi pensamiento.
Hay una trayectoria bastante clara a partir de ese proyecto.
En la exposición presentada en San Sebastián, agrupo varios proyectos dentro cada uno de los conceptos que presento y en algunos de esos conceptos incluyo proyectos que hice junto a Enric Miralles. Por ejemplo, en “Simbiosis con la tierra”, que refleja cómo trato de hacer proyectos donde arquitectura y suelo se entrelazan, presento las instalaciones de Tiro con Arco Olímpico; en “Plegar los planos” incluyo el proyecto de la Escuela-Hogar de Morella.
Yo no siento un antes y un después respecto a mi trayectoria con Enric Miralles. Sí es cierto que él era más retórico, yo soy más concisa, pero yo percibo una continuidad total entre lo que fue esa primera época junto a él y lo que ha sido mi trabajo posterior.
Uno de los proyectos de esa primera época que me impresionan especialmente es Hostalets de Balenyà, pese a los aspectos fallidos relativos a su uso. Fue un edificio absolutamente rompedor.
Todo se basaba en la idea de que el uso al que inicialmente iba a estar destinado era un centro juvenil (luego acabó siendo usado como ayuntamiento). El terreno sobre el que se construía tenía un desnivel, por eso el edificio se divide en dos. La idea era que el juego de los chavales tuviera esas rampas en primer lugar y que el edificio y el jardín ascendieran, dejando una gran plaza que se abría hacia la calle principal. Sin embargo, se dieron muchas circunstancias que no permitieron que el edificio se construyera tal y como había sido diseñado.
Hablas de continuidad. ¿Tienes presente aún la arquitectura de esa primera época?
De manera inconsciente, quizás. Todo lo que hago está muy interiorizado.
La realidad es que estuve concibiendo las exposiciones realizadas en el ICO y en San Sebastián casi de manera simultánea. La segunda es mi esfuerzo por plantear algo que fuese totalmente diferente a la primera, y por eso decidí no hablar en ella de mi trayectoria, sino de la trayectoria de los proyectos.
Tomé siete proyectos y llevé a cabo un esfuerzo enorme para tratar de explicar qué tengo en mi cabeza, reflexionarlos con mi manera de hacer, y eso me hizo darme cuenta de muchas cosas sobre las que antes no había reflexionado, como por ejemplo ese hecho de que todos mis edificios son juegos entre dos o tres elementos que rotan.
En el caso de esta exposición se daba una diferencia clave respecto a la otra, y es que no contaba con un comisario. La exposición del ICO es totalmente obra de Luís Fernández-Galiano, pero aquí la única responsable era yo. Al desarrollar esos siete conceptos vi que cada uno de ellos podía incorporar proyectos que había hecho en ese primer periodo, comprendiendo que siempre ha estado ahí esa continuidad, que nunca se ha dado una ruptura.
Jamás he sentido sobre mí el peso de un pasado.El peso ha sido en muchas ocasiones la percepción que se ha tenido de mí: cómo se me ve desde afuera. Cómo se me ha relacionado, cómo se me ha cuestionado. Pero debo decir que yo siempre he trabajado muy feliz. Algo que siempre digo a mis estudiantes es que si sufren mientras proyectan, algo va mal.
Como docente, ¿cuál es tu percepción de la enseñanza actual de la arquitectura?
Nosotros estuvimos en la escuela en un momento complicado: era la época franquista, una época de manifestaciones, de universidades cerradas…
Tal vez la diferencia entre entonces y ahora radique en que éramos tan autodidactas, teníamos tal sed de cultura que estábamos constantemente leyendo, investigando… y, como la escuela prácticamente no existía, los estudiantes estábamos muy unidos y cooperábamos más los unos con los otros. Pero sobre todo, como digo, teníamos esa sed de cultura, algo que dudo que ahora exista. Todo es demasiado fácil y rápido, y también tiene muchísima fuerza la idea del éxito.
Un concepto cuestionable de lo que significa “éxito”.
Entonces había figuras a las que admirábamos, pero no por la fama que hubieran conseguido, sino por lo que hacían. De esa generación quizá únicamente ya sólo queda Rafael Moneo, que está ya más allá de su arquitectura. Lo crucial es su actitud frente a la arquitectura. Peter y Alison Smithson eran también algo más allá de su arquitectura: su pensamiento frente a la sociedad, la idea del arquitecto como un ser responsable…
Vuestra generación aspiraba a otro tipo de éxito. O, digamos, que comprendía el éxito desde otro concepto. Tenía que ver con el prestigio y reconocimiento que un trabajo bien hecho, inteligente y dotado de cualidades, que a la vez eran valores, merecía.
Nos apasionaba, y me sigue apasionando, ver un detalle bien hecho. Y a esos arquitectos que admirábamos no los veíamos como personas de éxito, sino como personas que tenían cosas que decir y que nosotros escuchábamos. Hoy, en cambio, los famosos son todos esos personajes que mercantilizan la arquitectura.
¿Y no se ha mercantilizado también la propia universidad?
Por mi experiencia, sólo puedo hablar de las universidades extranjeras y, particularmente las universidades norteamericanas, son negocios. Enseñan resultados, no enseñan a pensar. Enseñan a producir, a vender, a comunicar y a utilizar las armas tecnológicas que les sirven para ello.
La universidad no puede ser nunca un negocio. En todo caso, puede ser un negocio para la humanidad a largo plazo, pero no puede ser un negocio a corto plazo. No puede ser un lugar que fabrique empleos. La universidad debe ser un lugar que fabrique pensamiento, pero creo que se trata del reflejo de un estado general: todo consiste en actuar, no en reflexionar.
Hay demasiada sobreinformación, pero poco conocimiento.
Sí. Hay poco espíritu crítico. Algo que, por ejemplo, me ha desconcertado muchísimo es enterarme de que los adolescentes y jóvenes ven las series y las películas a doble velocidad. Lo cual significa que ni siquiera las miran. Buscan únicamente enterarse de qué pasa, y ya está. Sin embargo, esta generación está haciendo las cosas así porque la generación precedente les ha llevado a ello. Nosotros somos los responsables. Educar es esfuerzo.
Y educar a un arquitecto, y que un arquitecto se eduque a sí mismo, también lo es.
Muchos jóvenes hoy diseñan sin entender qué es la arquitectura. Yo no me canso de recalcar una y otra vez la palabra “responsabilidad”.
Siempre reivindico el espíritu crítico. Leía el otro día algo relativo a ese furor con la compra de papel higiénico que estalló al principio de la pandemia, una anécdota que refleja cómo la persona no se detiene a reflexionar y sigue ciegamente la misma dinámica que los otros y que el mercado impone.
Cuando la universidad está en manos del mercado a lo que enseña es a vender el producto, a desenvolverse bien con los ordenadores, pero no a ser crítico con la sociedad.
La arquitectura es servicio y lo primero que los arquitectos debemos hacer es reflexionar sobre la sociedad. Sobre qué se ofrece cuando se hace un edificio. La arquitectura es siempre una ofrenda de cómo nos relacionamos, cómo sentimos. Y para ofrecer algo, hay que saber a quién se le está ofreciendo y qué necesidad tienen y cómo se sienten quienes son los receptores de esa ofrenda. Estamos en una sociedad demasiado rápida y aquello que tiene éxito es lo que se considera que tiene razón. Todo esto tendrá consecuencias a la larga.
Regresando al principio, pienso en los dibujos del Cementerio de Igualada, que tenían ciertamente una intención de comunicar una forma de hacer arquitectura, pero no de “vender” nada.
Se trataba de buscar belleza. Los planos estaban extendidos sobre la mesa durante semanas y uno pensaba en cada detalle de lo que estaba haciendo. El plano era entonces una cosa. El estudio se quedaba vacío al final del día, pero el plano continuaba ahí: era un objeto. Hoy sigue siéndolo, pero después se plotea y deja de ser aquello que uno veía crecer. Ahora estamos en ese tiempo de las no-cosas, pero los objetos nos crean una atmósfera, en nuestra vida, en nuestro hacer.
¿Este cambio de herramientas, de formas de abordar los procesos, acaba siendo palpable en los resultados?
Si te dejas llevar por la herramienta.
En el estudio hacemos maquetas, croquis…de manera manual; hablamos; dibujo esquemas… Después, todo eso entra en el ordenador, que es un apoyo enorme, indudablemente. No añoro ese plano del que antes hablaba, tal vez únicamente de una manera romántica; aunque sí es verdad que adoro mis maquetas.
Guardo maquetas que tal vez tienen ya treinta años y no son más que cuatro hierrecitos. Soy incapaz de desprenderme de ellas. Tienen que ver con ese hecho de trabajar con las manos; pero, dicho esto, verdaderamente agradezco poder disponer del ordenador.
Esa forma de trabajo con una primera fase donde el pensamiento se concreta con herramientas y procesos “analógicos”, digamos, y que posteriormente se traslada al ordenador, por la eficiencia que ofrece, es la propia de quienes no somos nativos digitales; pero quien ya ha nacido en esta era, con el ordenador ante los ojos y las manos, opera con procesos mentales muy distintos.
Por eso decía antes que la culpa es nuestra, que nosotros somos los responsables.
Aquí en el despacho trabaja conmigo gente muy joven y, cada vez que hay un problema, les digo: “Baja, baja”, queriendo decirles que salgan del ordenador.
Las escuelas deben enseñar a pensar. La relación cabeza-lápiz es mucho más directa. Hay que saber enfrentarse al papel en blanco y saber dibujar cuáles son los elementos que tienes en la cabeza para así aprender a estructurar el pensamiento. En el momento en que dibujas el contexto, vas dibujando los elementos de ese contexto concreto y decidiendo cuáles van a influir. Escoges y eres plenamente consciente de cada rasgo de esos elementos. La mano y el cerebro van pensando. En cambio, cuando únicamente se hace un “corta y pega”, eso es imposible.
El ordenador nos ha servido para enseñarnos cómo trabaja nuestra cabeza. Tenemos muchas cosas en pantalla, pero hay mucho más en el disco duro, en el subconsciente, que es muy activo. Uno debe alimentar al subconsciente. La intuición no deja de ser una sabiduría inconsciente, un conocimiento interiorizado; después, es necesario también saber estructurar la intuición para avanzar. El inconsciente debe ser alimentado con cultura, con conocimientos, no simplemente ese conocimiento que se necesite específicamente en un momento, sino con muchos más, para que así vaya proporcionándote herramientas con las que articular las cosas.