Publicat el 25 de març de 2014 a El País
Cuando Shigeru Ban (Tokio, 1957) comenzó a trabajar, hace más de 20 años, nadie hablaba de sostenibilidad. Ni siquiera él,que continúa sin hacerlo aunque el jurado que le ha concedido el premio Pritzker 2014 considere en el fallo que “en su arquitectura la sostenibilidad no es un concepto sino un hecho, algo intrínseco”.Publicado el 25 de marzo de 2014 en El País
Cuando Shigeru Ban (Tokio, 1957) comenzó a trabajar, hace más de 20 años, nadie hablaba de sostenibilidad. Ni siquiera él,que continúa sin hacerlo aunque el jurado que le ha concedido el premio Pritzker 2014 considere en el fallo que “en su arquitectura la sostenibilidad no es un concepto sino un hecho, algo intrínseco”.
Lo es desde que, con poco más de 30 años, Ban se enteró de que tres millones de refugiados vivían en Ruanda a la intemperie y se presentó en las oficinas de la ONU en Ginebra para ofrecer un invento: una estructura de tubos que evitaría la deforestación de los bosques ruandeses. La ONU los estaba talando para construir cabañas y lo escuchó. Desde entonces Ban se ha volcado en hacer una arquitectura que conjuga la máxima eficacia con los mínimos materiales.
Su obsesión con reciclar lo existente y con trabajar con lo disponible en cada lugar le llevó a reutilizar cajas de cerveza como cimientos, en las viviendas de emergencia levantadas tras el terremoto de Kobe de 1995, y a convertir contenedores de transporte en las salas de exposición de su Museo Nómada, que viajó por el mundo de 2005 a 2007. El Pritzker 2014 le reconoce ese papel pionero que, sin embargo, no es el único que lo define.
Inventivo y comprometido, Shigeru Ban es un referente de la arquitectura humanitaria. Su historial de intervenciones tras terremotos (Kobe, 1995; Turquía, 2000; Bhuj, India, 2001; Puerto Príncipe, 2010 o Onagawa, 2011) levantando refugios se suma a los edificios de papel y cartón capaces de rehacerse pieza a pieza. Es el caso de la Iglesia de Papel de Kobe, reconstruida en Taiwán una década después. El año pasado concluyó una catedral de cartón en Christchurch, Nueva Zelanda y, con mismo material, la Sala de conciertos de L’Aquila, después del seísmo que sufrió la localidad italiana. En Fukushima se preocupó de que las víctimas del tsunami, que llevaban meses conviviendo en una gran nave, pudieran tener tabiques de tela para recuperar cierta intimidad.
A pesar de que, en la última década, su reputación le ha ganado grandes encargos, como el Centro Pompidou de Metz, Ban sigue dedicando la mitad de su tiempo a un trabajo que no cobra pero que le exige ingenio e innovación constantes: la emergencia. Esa indagación contagia toda su obra. El Pompidou de Metz, por ejemplo, investiga el espacio intermedio, el que, sin ser dentro ni fuera, hace que quienes acaban de vivir un terremoto se sientan protegidos sin temer que esa protección los aplaste cuando lleguen las réplicas. Así, Ban pone la misma perseverancia en realizar arquitecturas de primeros auxilios que en enseñar a hacerlas a voluntarios y estudiantes. Ese descenso hasta las necesidades reales apunta hacia una arquitectura en los antípodas del espectáculo, más interesada en solucionar que en impresionar, que excede el diseño para cambiar radicalmente las prioridades de esta disciplina.
Con más de 1.300 millones de personas sin casa en el mundo es evidente que el de la emergencia es el territorio arquitectónico con más futuro. Otro asunto es cómo conectar la urgencia de refugiar a tanta población con el negocio de la construcción. Y cómo hacer que los arquitectos puedan ganarse la vida apagando el fuego de esa urgencia. Por eso, la elección de Shigeru Ban como premio Pritzker es, además de justa, responsable. Y optimista: refuerza la idea de que la arquitectura también puede ser un asunto alejado de las modas, dependiente de la investigación y pegado a la necesidad.
En los últimos cinco años, el premio Pritzker de arquitectura ha recaído en cuatro proyectistas asiáticos. Dos de ellos, el chino Wang Shu —que se hizo con el de 2012 gracias a los edificios que levanta con restos de arquitecturas destrozadas en su país— y el propio Ban indican un verdadero cambio de paradigma. Anuncian que su disciplina no puede permanecer ajena ni a la devastación medioambiental del planeta ni a las necesidades de tantas personas ni a las consecuencias culturales de la destrucción de las ciudades. “Me tomo el premio como una advertencia conmigo mismo: debo tener cuidado de seguir escuchando a la gente”, ha declarado Shigeru Ban tras conocer el fallo del jurado.
Lleva toda la vida haciéndolo. Su investigación sobre la capacidad estructural de materiales pobres está presente en las viviendas que lleva décadas diseñando. Más allá de los campos de refugiados, la Furniture House, que levantó en Yamanashi en 1995, convirtió las estanterías en la estructura que soportaba la casa. También la Naked House, construida en 2000 en Saitama, supuso una revolución: las habitaciones, sobre ruedas, podían cambiarse de lugar.
Hace un año, Ban construyó, en el jardín del Instituto Empresa de Madrid y ayudado por estudiantes, un pabellón con estructura de tubos de cartón. Por entonces contó a EL PAÍS cómo se esforzó por aprender ingléspara estudiar en la Cooper Union de Nueva York. Y cómo, una vez allí, su profesor Peter Eisenman se metía con él porque no entendía su inglés: “Yo creo que no le interesaban los alumnos que no estuvieran dispuestos a convertirse en un espejo de su manera de entender la arquitectura”, declaró. Shigeru Ban ha querido ser espejo de otro tipo de edificios. Su ejemplo es arquitectónico, pero trasciende a la propia disciplina ampliando el papel del proyectista como alguien que necesita dialogar con los gobiernos y las instituciones para obtener cambios reales.
Es importante que un premio como el Pritzker participe del viaje que está transformando la arquitectura a nivel mundial. Desde las escuelas en las que se forman futuros profesionales, hasta la periferia del mundo donde se puede mejorar la vida de tantas personas, los valores sociales están construyendo una nueva cultura arquitectónica.
En este galardón, que comenzó premiando hace 35 años a una figura que confiaba más en los juegos de poder que en el diseño —Philip Johnson—, que ha reconocido el talento plástico de creadores como Luis Barragán y Oscar Niemeyer y que ha tenido el valor de aplaudir, contra el mercado, la obra de Wang Shu, la elección del jurado es la que decide la naturaleza de los premios. Y los responsables actuales —del finlandés Juhani Pallasmaa al australiano Glenn Murcutt pasando por la alemana Kristin Feireiss— acumulan un historial de defensa de una construcción más comprometida con las personas que con el beneficio económico. La arquitectura lleva siglos asociada al poder que la ha hecho posible, por eso el camino que están empezando no será cómodo, pero promete ser fascinante y sobre todo, estará cargado de sentido.
Lo es desde que, con poco más de 30 años, Ban se enteró de que tres millones de refugiados vivían en Ruanda a la intemperie y se presentó en las oficinas de la ONU en Ginebra para ofrecer un invento: una estructura de tubos que evitaría la deforestación de los bosques ruandeses. La ONU los estaba talando para construir cabañas y lo escuchó. Desde entonces Ban se ha volcado en hacer una arquitectura que conjuga la máxima eficacia con los mínimos materiales.
Su obsesión con reciclar lo existente y con trabajar con lo disponible en cada lugar le llevó a reutilizar cajas de cerveza como cimientos, en las viviendas de emergencia levantadas tras el terremoto de Kobe de 1995, y a convertir contenedores de transporte en las salas de exposición de su Museo Nómada, que viajó por el mundo de 2005 a 2007. El Pritzker 2014 le reconoce ese papel pionero que, sin embargo, no es el único que lo define.
Inventivo y comprometido, Shigeru Ban es un referente de la arquitectura humanitaria. Su historial de intervenciones tras terremotos (Kobe, 1995; Turquía, 2000; Bhuj, India, 2001; Puerto Príncipe, 2010 o Onagawa, 2011) levantando refugios se suma a los edificios de papel y cartón capaces de rehacerse pieza a pieza. Es el caso de la Iglesia de Papel de Kobe, reconstruida en Taiwán una década después. El año pasado concluyó una catedral de cartón en Christchurch, Nueva Zelanda y, con mismo material, la Sala de conciertos de L’Aquila, después del seísmo que sufrió la localidad italiana. En Fukushima se preocupó de que las víctimas del tsunami, que llevaban meses conviviendo en una gran nave, pudieran tener tabiques de tela para recuperar cierta intimidad.
A pesar de que, en la última década, su reputación le ha ganado grandes encargos, como el Centro Pompidou de Metz, Ban sigue dedicando la mitad de su tiempo a un trabajo que no cobra pero que le exige ingenio e innovación constantes: la emergencia. Esa indagación contagia toda su obra. El Pompidou de Metz, por ejemplo, investiga el espacio intermedio, el que, sin ser dentro ni fuera, hace que quienes acaban de vivir un terremoto se sientan protegidos sin temer que esa protección los aplaste cuando lleguen las réplicas. Así, Ban pone la misma perseverancia en realizar arquitecturas de primeros auxilios que en enseñar a hacerlas a voluntarios y estudiantes. Ese descenso hasta las necesidades reales apunta hacia una arquitectura en los antípodas del espectáculo, más interesada en solucionar que en impresionar, que excede el diseño para cambiar radicalmente las prioridades de esta disciplina.
Con más de 1.300 millones de personas sin casa en el mundo es evidente que el de la emergencia es el territorio arquitectónico con más futuro. Otro asunto es cómo conectar la urgencia de refugiar a tanta población con el negocio de la construcción. Y cómo hacer que los arquitectos puedan ganarse la vida apagando el fuego de esa urgencia. Por eso, la elección de Shigeru Ban como premio Pritzker es, además de justa, responsable. Y optimista: refuerza la idea de que la arquitectura también puede ser un asunto alejado de las modas, dependiente de la investigación y pegado a la necesidad.
En los últimos cinco años, el premio Pritzker de arquitectura ha recaído en cuatro proyectistas asiáticos. Dos de ellos, el chino Wang Shu —que se hizo con el de 2012 gracias a los edificios que levanta con restos de arquitecturas destrozadas en su país— y el propio Ban indican un verdadero cambio de paradigma. Anuncian que su disciplina no puede permanecer ajena ni a la devastación medioambiental del planeta ni a las necesidades de tantas personas ni a las consecuencias culturales de la destrucción de las ciudades. “Me tomo el premio como una advertencia conmigo mismo: debo tener cuidado de seguir escuchando a la gente”, ha declarado Shigeru Ban tras conocer el fallo del jurado.
Lleva toda la vida haciéndolo. Su investigación sobre la capacidad estructural de materiales pobres está presente en las viviendas que lleva décadas diseñando. Más allá de los campos de refugiados, la Furniture House, que levantó en Yamanashi en 1995, convirtió las estanterías en la estructura que soportaba la casa. También la Naked House, construida en 2000 en Saitama, supuso una revolución: las habitaciones, sobre ruedas, podían cambiarse de lugar.
Hace un año, Ban construyó, en el jardín del Instituto Empresa de Madrid y ayudado por estudiantes, un pabellón con estructura de tubos de cartón. Por entonces contó a EL PAÍS cómo se esforzó por aprender ingléspara estudiar en la Cooper Union de Nueva York. Y cómo, una vez allí, su profesor Peter Eisenman se metía con él porque no entendía su inglés: “Yo creo que no le interesaban los alumnos que no estuvieran dispuestos a convertirse en un espejo de su manera de entender la arquitectura”, declaró. Shigeru Ban ha querido ser espejo de otro tipo de edificios. Su ejemplo es arquitectónico, pero trasciende a la propia disciplina ampliando el papel del proyectista como alguien que necesita dialogar con los gobiernos y las instituciones para obtener cambios reales.
Es importante que un premio como el Pritzker participe del viaje que está transformando la arquitectura a nivel mundial. Desde las escuelas en las que se forman futuros profesionales, hasta la periferia del mundo donde se puede mejorar la vida de tantas personas, los valores sociales están construyendo una nueva cultura arquitectónica.
En este galardón, que comenzó premiando hace 35 años a una figura que confiaba más en los juegos de poder que en el diseño —Philip Johnson—, que ha reconocido el talento plástico de creadores como Luis Barragán y Oscar Niemeyer y que ha tenido el valor de aplaudir, contra el mercado, la obra de Wang Shu, la elección del jurado es la que decide la naturaleza de los premios. Y los responsables actuales —del finlandés Juhani Pallasmaa al australiano Glenn Murcutt pasando por la alemana Kristin Feireiss— acumulan un historial de defensa de una construcción más comprometida con las personas que con el beneficio económico. La arquitectura lleva siglos asociada al poder que la ha hecho posible, por eso el camino que están empezando no será cómodo, pero promete ser fascinante y sobre todo, estará cargado de sentido.