Publicado el jueves, 30 de octubre de 2014 en el suplemento semanal de EL PAÍS – THE NEW YORK TIMESPublicado el jueves, 30 de octubre de 2014 en el suplemento semanal de EL PAÍS – THE NEW YORK TIMES
Sugar Hill, diseñado por un arquitecto famoso poco dado a ceñirse a los parámetros convencionales, es un edificio situado en el Upper Manhattan que aspira a convertirse en parada obligatoria de turistas. Aunque en realidad está concebido para albergar a los más pobres de Nueva York.
Con un colegio de preescolar para más de 100 niños y un museo de arte y cuentos infantiles, el edifio pretende demostrar que las viviendas subvencionadas pueden mejorar un barrio y hasta cambiar a una generación. E incluso hace sombra a otras iniciativas parecidas, como la edificación del Arbor House, un inmueble público situado en el barrio de South Bronx, que cuenta con gimnasio y con huerto hidropónico (tipo de cultivo en soportes de arenao grava) en el tejado.
El edificio, con 124 viviendas para residentes de rentas bajas y personas sin hogar, tiene 13 plantas. Está revestido de paneles de hormigón prefabricados y acanalados en color gris oscuro con unas rosas abstractas en relieve que hacen referencia a las decoraciones florales de los edificios más antiguos del barrio. Los cinco pisos superiores sobresalen abruptamente. Algunos vecinos dicen que parece una cárcel. Una “fortaleza pretenciosa”, según la revista NEW TORK MAGAZINE. Pero a la mayoría de la gente con la que he hablado cada vez que he visitado la zona le gusta el resultado. El diseño de esta obra por David Adjaye, un arquitecto británico que también ha creado viviendas de lujo con exteriores oscuros y texturas modernas. “¿Por qué es ‘ultramoderno’ para los ricos pero ‘tosco’ para los pobres?”, se pregunta con razón.
De hecho, aunque no salga muy bien en las fotografias, el edificio (que ha costado 84 milliones de dólares) sorprende a cualquiera que pasee por la zona y lo compare con el resto de viviendas subvencionadas que hay en las calles aledañas. Las fachadas norte y sur, escalonadas con diseños en forma de dientes de sierra, recuerdan la disposición de unos chalés. El sol provoca destellos en los paneles de cemento acanalados, decorados con vidrio reciclado. Los árboles que se han plantado en la plaza del edificio pretenden suavizar la entrada. Se pagó un dinero extra por la construcción de las estructuras de hormigón que aspiran a dar un toque del siglo XXI a un distrito lleno de edificios en piedra rojiza y bloques de vivienda pública de posguerra que carece de servicios tan básicos como un supermercado decente. Lo más llamativo del proyecto es la importancia que se ha dado a las actividades infantiles. Los niños conforman el segmento de población sin hogar que más crece en Nueva York.
Se calcula que los contribuyentes pagan una media de 12.500 dólares al año por un edificio de viviendas como Sugar Hill. Una cama en un albergue de emergencia vale el doble. La escuela y el museo infantil de Sugar Hill se convierten, por su parte, en los cimientos del edificio. Las aulas cuentan con buenas vistas y con la luz necesaria para disfrutar de la clase. El otro día me pasé por el colegio de preescolar. Los padres estaban entusiasmados mientras los niños de cuatro años comían cereales y hacían yoga en esterillas diminutas.
Los apartamentos, en cambio, parecen incómodos, de paredes angulosas que pueden resultar difíciles de amueblar. Las ventanas están hundidas, son de diferentes tamaños y están colocadas en lugares sin mucho sentido. Son bien conocidas las ventajas que la luz y el aire tienen para la salud. Por imponente que sea, un edificio así debe proporcionar a sus inquilinos la tranquilidad que necesitan cuando llegan a casa. Pero este complejo está diseñado de fuera hacia adentro. Proporcionar a las familiar de pocos recuersos espacios pequeños porque los primordial es tener en cuentión todo el diseño y traiciona la idea con la que se concibió el proyecto. Adjaye ha incluido muchas cosas en el diseño. Pero este tipo de residencias debe cumplir unos objetivos básicos, como el de poder vivir en ellas.
Foto portada extraida de EL PAIS
Sugar Hill, diseñado por un arquitecto famoso poco dado a ceñirse a los parámetros convencionales, es un edificio situado en el Upper Manhattan que aspira a convertirse en parada obligatoria de turistas. Aunque en realidad está concebido para albergar a los más pobres de Nueva York.
Con un colegio de preescolar para más de 100 niños y un museo de arte y cuentos infantiles, el edifio pretende demostrar que las viviendas subvencionadas pueden mejorar un barrio y hasta cambiar a una generación. E incluso hace sombra a otras iniciativas parecidas, como la edificación del Arbor House, un inmueble público situado en el barrio de South Bronx, que cuenta con gimnasio y con huerto hidropónico (tipo de cultivo en soportes de arenao grava) en el tejado.
El edificio, con 124 viviendas para residentes de rentas bajas y personas sin hogar, tiene 13 plantas. Está revestido de paneles de hormigón prefabricados y acanalados en color gris oscuro con unas rosas abstractas en relieve que hacen referencia a las decoraciones florales de los edificios más antiguos del barrio. Los cinco pisos superiores sobresalen abruptamente. Algunos vecinos dicen que parece una cárcel. Una “fortaleza pretenciosa”, según la revista NEW TORK MAGAZINE. Pero a la mayoría de la gente con la que he hablado cada vez que he visitado la zona le gusta el resultado. El diseño de esta obra por David Adjaye, un arquitecto británico que también ha creado viviendas de lujo con exteriores oscuros y texturas modernas. “¿Por qué es ‘ultramoderno’ para los ricos pero ‘tosco’ para los pobres?”, se pregunta con razón.
De hecho, aunque no salga muy bien en las fotografias, el edificio (que ha costado 84 milliones de dólares) sorprende a cualquiera que pasee por la zona y lo compare con el resto de viviendas subvencionadas que hay en las calles aledañas. Las fachadas norte y sur, escalonadas con diseños en forma de dientes de sierra, recuerdan la disposición de unos chalés. El sol provoca destellos en los paneles de cemento acanalados, decorados con vidrio reciclado. Los árboles que se han plantado en la plaza del edificio pretenden suavizar la entrada. Se pagó un dinero extra por la construcción de las estructuras de hormigón que aspiran a dar un toque del siglo XXI a un distrito lleno de edificios en piedra rojiza y bloques de vivienda pública de posguerra que carece de servicios tan básicos como un supermercado decente. Lo más llamativo del proyecto es la importancia que se ha dado a las actividades infantiles. Los niños conforman el segmento de población sin hogar que más crece en Nueva York.
Se calcula que los contribuyentes pagan una media de 12.500 dólares al año por un edificio de viviendas como Sugar Hill. Una cama en un albergue de emergencia vale el doble. La escuela y el museo infantil de Sugar Hill se convierten, por su parte, en los cimientos del edificio. Las aulas cuentan con buenas vistas y con la luz necesaria para disfrutar de la clase. El otro día me pasé por el colegio de preescolar. Los padres estaban entusiasmados mientras los niños de cuatro años comían cereales y hacían yoga en esterillas diminutas.
Los apartamentos, en cambio, parecen incómodos, de paredes angulosas que pueden resultar difíciles de amueblar. Las ventanas están hundidas, son de diferentes tamaños y están colocadas en lugares sin mucho sentido. Son bien conocidas las ventajas que la luz y el aire tienen para la salud. Por imponente que sea, un edificio así debe proporcionar a sus inquilinos la tranquilidad que necesitan cuando llegan a casa. Pero este complejo está diseñado de fuera hacia adentro. Proporcionar a las familiar de pocos recuersos espacios pequeños porque los primordial es tener en cuentión todo el diseño y traiciona la idea con la que se concibió el proyecto. Adjaye ha incluido muchas cosas en el diseño. Pero este tipo de residencias debe cumplir unos objetivos básicos, como el de poder vivir en ellas.
Foto portada extraida de EL PAIS