Barcierrona | Daniel Fernández

Barcierrona | Daniel Fernández

Las dificultades de circulación, la aparición de barreras de cemento en las calles, los obstáculos en las aceras, sumados al cierre de comercios, con locales de puertas tapiadas, convierten el centro de Barcelona en un gran agujero negro

Publicado en La Vanguardia el 7 de dieciembre de 2020

No hay que convertir la anécdota en categoría. Pero cuando las anécdotas se repiten y acumulan, pues entonces sí, se transforman en categoría. Vayamos con un caso concreto, el de la presencia abrumadora pero todavía reciente de bicicletas, patinetes eléctricos y otros artilugios rodantes en las calles y aceras de Barcelona, tras una política pública de fomento y hasta subvención de esos sistemas de transporte individual más ecológicos, sostenibles y saludables.

Aunque ya sabemos que el camino al infierno está empedrado de las mejores intenciones, la necesidad de reducir la presencia del automóvil en las ciudades y muy singularmente en sus centros históricos me parece tan obvia que démosla por buena sin mayor discusión. Pero permítanme un ejemplo muy personal, porque son muchos años de convivencia con un hombre ya de una edad cierta más que de una cierta edad que sigue yendo cada día a trabajar al centro de Barcelona. Vamos a concederle que es usuario del transporte público, pero que a veces utiliza su coche –por cierto, un híbrido; hay que colaborar en salvar el planeta–, y que tiene alquilada una plaza de aparcamiento que usa poco. Ha tenido sustos, hasta la fecha sin consecuencias, con bicicletas que iban por la acera de una calle pese a contar con carril ad hoc o que bajaban por el centro de la rambla de Catalunya. El conserje del edificio donde trabaja lo libró de un patinete que, a velocidad más que notable, casi se lo lleva por delante cuando se disponía a poner un pie en la acera. Lo dicho: anécdotas. Al fin y al cabo, hay que estar a favor del progreso y los nuevos tiempos, incluso si a veces pareciera que vamos hacia atrás. Mientras tanto, paciencia y buen ánimo y mejor disposición.

Los días que usa su aparcamiento en el centro, este automovilista ahora renuente y concienciado debe salir de su parking incorporándose a una calle con carril para bicicletas. Eso provoca alguna cola de coches y algún inconveniente a los peatones, pero es lo que hay. El problema es que, a según qué horas, la corriente de bicicletas y patinetes es continua, incluso cuando el viejo tráfico, que antes calificábamos de automóviles, se para porque hay una cosa llamada semáforo que, al encender su luz roja, detiene la circulación de esos pronto caducos artilugios. Pero claro, eso no se aplica ni contiene a los nuevos rodantes, así que es inevitable algún nerviosismo y un cierto sentido de la injusticia, agravado porque ese carril, que es de un solo sentido, como la calle, muy a menudo es frecuentado por esforzados ciclistas y patinadores que, sin duda inadvertidamente, circulan en contra dirección. En fin, hay que estar atentos, porque sino podría el desconsiderado conductor molestar a los que pasan en una dirección o su contraria.

¿Ha aliviado o ha agravado la pandemia este estado de cosas? Pues no lo sé, no lo tengo claro. Lo que sí sé es que se cerraron tantos distintos comercios que el centro de la ciudad empieza a recordarme el Buenos Aires del corralito. Locales vacíos y en alquiler, comercios que no volverán a abrir, gente durmiendo en portales, con sus colchones, cartones y perros, hoteles y sucursales de bancos blindados y tapiados como si se temiese el pillaje o se esperase una inundación. Todos hacemos lo que podemos y la situación es la que es, así que no abundaré en ello. Pero una Barcelona en la que cerraron librerías y bibliotecas, bares y restaurantes, cines y teatros y salas de conciertos es otra Barcelona. Una ciudad más triste y mucho menos habitable, por más que las plantas pudiesen crecer algo más libres en sus cerrados alcorques.

El confinamiento y el semiconfinamiento –más lo que te rondaré–están redibujando una ciudad plagada ahora de nuevos baches y obstáculos. No sé tampoco si tanta goma y tanto plástico y barrera New Jersey de cemento favorecen la ecología. Veo supuestas terrazas no utilizadas, que se convierten en extravagantes islas amarillas, casi nichos en los que aparcar motos o dejar amarrada la bicicleta, como veo gente sentada en una suerte de refugio antibombardeos en el que han crecido incongruentemente sillas y veladores. Y a los impedimentos para el normal trasiego ciudadano y el crecido reparto y paquetería de estos tiempos se unen unas aceras descuidadas, de baldosas rotas o mal alineadas, mientras aumenta la suciedad y se convierten de nuevo en territorio peligroso partes de la ciudad que fue nuestra. Esta Barcelona semiencerrada de hoy está cayendo en su propia encerrona, mientras se vacía el centro de comercios, vecinos y oficinas. Hay toque de queda, y mientras nos cantan las excelencias de un horario más europeo y racional, es obvio que lo que estamos haciendo es optar por quedarnos en casa y reconocer cada vez menos como también nuestra casa esta Barcelona de los cierres. Es muy difícil acertar con las medidas y recomendaciones correctas e imposible contentar a todo el mundo, pero la ciudad está yendo a peor y no parecemos darnos demasiada cuenta. Solo faltaban el cierre municipal y el propuesto confinamiento comarcal para hacer más absurdo todo. ¿De verdad nadie ha recapacitado sobre el área metropolitana de la Gran Barcelona? ¿Primera, segunda, tercera corona? ¿O qué aborrecemos más, la Barcelona cosmopolita nunca suficientemente catalana para algunos o el término corona? En los tebeos de mi infancia, el capitán Trueno gritaba alguna vez aquello de ¡Santiago y cierra España! En días como hoy, tal vez yo gritaría Sant Jordi, obrim Barcelona! Porque Barcierrona está dejando un gran agujero negro en lo que fue su centro y corazón.