La iglesia de San Giacomo que la arquitecta ha proyectado en Ferrara reivindica la cercanía por vía de la artesanía pero también del urbanismo
Publicado en El País el 15 de marzo de 2022
Es cierto que la nueva iglesia de San Giacomo en Ferrara (Italia) parece hecha a mano. Construida con ladrillo, yeso, hormigón y vigas recicladas, habla desde una gran fuerza plástica y, a la vez, desde la suma de materiales. De organización radial, en torno al altar, y coronado por una cubierta en forma de concha, o abanico, o flor, el templo tiene un aspecto escultórico y sin embargo cercano. Ese collage habla de mezcla, de diversidad, de trabajo manual —tanto en la madera como en el hormigón o el ladrillo— y por lo tanto de pluralidad. Así, el mensaje que emite la iglesia es de cercanía. De convivencia. De actualizar tradiciones y credo.
Pero no solo los materiales y las formas definen la arquitectura. El espacio se desparrama, explota en torno al altar y se estira para formar la escuela, la casa parroquial y la sacristía del conjunto. El urbanismo, finalmente, también refuerza esa idea de acercarse y mezclarse. Envuelta en cipreses que recogen y abrigan el edificio, la iglesia atraviesa el solar a las afueras de la ciudad diagonalmente, rompiendo la cuadrícula de ese ensanche urbano de la misma manera que el rascacielos para Gas Natural que EMBT levantó en Barcelona atravesaba el solar para crear una nueva calle y, por lo tanto, una mayor cercanía con los ciudadanos. Ese cruce diagonal es una invitación a entrar, un aviso también de que las cosas pueden hacerse de maneras menos ortogonales. Y más humanas.
Así, con materiales, juegos de luz, soluciones formales, distribuciones, cuidado artesano, pero también con drásticas decisiones urbanísticas un edificio se acerca a sus usuarios. Y envía un mensaje de renovación, de suma, de cercanía y de necesidad de entendimiento.
En esta iglesia altamente simbólica y altamente artesanal, el equipo de Benedetta Tagliabue ha trabajado con idéntico rigor el detalle (han diseñado el altar, el ambón, o los pedestales) y la delicada cubierta que hace girar en torno a un eje un techo vivo, que deja pasar la luz. La combinación subrayada de materiales, tanto en el interior como en el exterior –hormigón y ladrillo o vigas de madera recuperadas del antiguo ayuntamiento de la ciudad- se hace eco de la mezcla de autorías. Para decorar la iglesia, y para cuidar los símbolos de la liturgia, los arquitectos han echado mano de uno de los mejores representantes de la transvanguardia italiana, Enzo Cucchi convertido aquí, casi por acto de fe y convencimiento, en un artista del povera.
Un voladizo, que podría ser uno de los pétalos de la cubierta, se extiende para cubrir el acceso y acoger a los visitantes. Ese mismo techo-concha (el símbolo de San Jaime) se eleva, hasta parecer flotar, para permitir la entrada de luz: una especie de halo transparente que rodea el altar, el corazón del edificio.
Resultado de un concurso convocado por la Conferencia Episcopal Italiana (CEI), el templo buscaba la cercanía con la gente. Y Tagliabue y su equipo lo consiguen con un edificio que habla de convivencia y pluralidad, que parece hecho a mano. Y que pide ser tocado.