Después de los edificios inteligentes, se han puesto de moda las ciudades listas o smart cities. En principio todos estamos de acuerdo en preferir una ciudad lista a una tonta. Como dijo nuestro exalcalde Joan Clos en la pasada Smart City Expo organizada por la Feria de Barcelona, nadie quiere una «stupid city». Pero la cuestión, y no es baladí, es qué consideramos inteligente. Si nos atenemos a que la mayoría de los autoproclamados edificios inteligentes son un desastre y una engañifa, la cuestión se complica.
Una ciudad inteligente, incluso en el caso de que verdaderamente lo fuera, no presupone tampoco una mejor ciudad. Hay gente muy brillante que da miedo. Genios sapientísimos muy malignos. Por tanto, lo que nos interesa de las smart cities es cómo pueden mejorar la vida de sus ciudadanos. El primer paso es contando con ellos, haciéndoles partícipes de todo cuanto les incumbe. Eso sí es un signo de inteligencia, y sin embargo escasea. Me refiero a que, de forma seria, la ciudad tenga los mecanismos de interacción con sus usuarios, no clientes ni consumidores ni votantes.
Si consideramos la urbe como un todo orgánico, debemos aceptar incluso sus imperfecciones y anomalías como un signo de biodiversidad inteligente. Es decir, como una realidad social natural que no se puede equiparar a un mecanismo.
Todos los ensayos de ciudades artificiales han sido un desastre a pesar de la inteligencia preclara de sus creadores y gestores. Debemos procurar una ciudad sabia, no lista ni espabilada, como suelen entender los oportunistas. Sin duda las nuevas tecnologías van a ser aliadas en este nuevo reto, pero no olvidemos, de nuevo, que la tecnología nunca ha sido neutra y que jamás la controla el ciudadano.
En este apasionante estadio en el que entramos, los principios cuentan. ¿Qué tal una living city?
Article publicat a El Periódico el 21 de març de 2012